Por Esteban De Gori y Bárbara Ester | Oct 9,
2016 |
Somos lo que consumimos. Es la propia basura la
que detalla nuestro target, ese lugar de la sociedad que te inscribe en alguna
trayectoria social. Pertenecer no solo a una clase, sino a sus experiencias. El
consumo (y sus distinciones) subjetiviza, es decir, delimita culturalmente a
las personas y, por ello, éste se vuelve fundamental en la dinámica política.
La movilidad social, en pocas palabras, consiste en un ascenso en las
capacidades de consumo.
Si la movilidad está asociada a esta economía de
los objetos, la pérdida de la capacidad de consumo y la velocidad con la que
los objetos se vuelven obsoletos impactan de manera decidida sobre la arena
política. Los gobiernos lidian con dos cuestiones centrales: garantizar cierto
nivel de consumo para no suscitar malestar social y, por otro lado,
reactualizarse frente a una celeridad que transforma a los objetos, al cuerpo y
la vida social en artificios fugaces.
Lo “perecedero” del mundo, de las identidades,
de los deseos y de los discursos se ha vuelto un modelo societal, que atraviesa
a los distintos estratos, puedan o no consumir. Sumarse a la vertiginosidad de
la globalización. Las ciudades latinoamericanas han diagramado una imagen de la
urbe. Para ello, han incorporado desde las estéticas híper-modernas hasta los
grafitis. La ciudad se vuelve más amigable. Una ciudad “sin tensiones”. La
estilización de los cuerpos y de las ciudades da cuenta de este proceso. Hacer
de las polis urbanas un shopping a cielo abierto.
El estilo posmoderno se ha impuesto sobre los
grandes relatos y sobre las formas del consumo. Netflix se ha convertido en una
manera de transitar por el mundo de la imagen sin pausa y con un menú a la
carta.
El cuerpo intenta resistir. Luchar contra la
vejez. La política no tiene esa creatividad para poder lidiar con la globalización.
Las derechas han logrado actualizarse con un nuevo estilo más comercial. Las
ideas de cambio se han introducido sin grandes discusiones en sus agendas. Les
ha redituado políticamente ir contra los progresismos, que intentaron
establecer regulaciones por una mayor redistribución de la riqueza. Los
conflictos que estas políticas han suscitado fueron interpretados como
restricciones a la reinvención constante que propone la globalización y su gran
supermercado, material y simbólico.
Las derechas latinoamericanas se han construido
en novedad, estableciendo una distancia con la hiperpolitización y politicidad
de los progresismos. Vivir poco apegado a los partidos y a las instituciones, y
centrarse mucho en el ‘yo’. Además, esa novedad se articula en la consolidación
de una antropología posconflictiva, dispuesta a la escucha y al diálogo.
Felices o libres. La política de las derechas,
principalmente, se ha transformado en una maquinaria estetizante y productora
de una apariencia de felicidades. El modelo ‘up’, austero, vertiginoso y frágil
se ha vuelto vendible. Vivir en medio del cambio y de aquello que rápidamente
se desvanece parece fascinante.
La democracia está sometida a esta subjetividad
consumidora. Retiradas de los tradicionales espacios de sociabilización se han
vuelto virtuales. Hay momentos en que la resolución de la ecuación entre lo
habitual y las expectativas se disocia de la posibilidad efectiva del consumo.
La libertad de desear no puede realizarse en el mercado y el ascenso social
encuentra sus límites. Las derechas deben hacer un esfuerzo discursivo por
traducir esa frustración en consideraciones moralizantes; “no pueden consumir más
allá de lo que tienen o lo que su condición permite” (rechazando una supuesta
pedagogía del populismo). La meritocracia es parte de este imaginario que busca
centrar las desventuras sociales en las responsabilidades individuales.
Las nuevas derechas operan con la hipótesis de
un sujeto aislado y comunicado a la vez. Que puede gozar y aceptar la tempestad
del mercado. Todo ello, hasta que los actores colectivos (sindicatos,
movimientos sociales, etc.) comiencen a jugar. Aquí la política –en mayúscula- aprieta
play.