Por Noam Chomsky
En los últimos tiempos, hemos aprendido mucho
sobre la naturaleza del poder del Estado y las fuerzas que impulsan sus
políticas, además de aprender sobre un asunto estrechamente vinculado: el sutil
y diferenciado concepto de la transparencia.
La fuente de la instrucción, por supuesto, es el
conjunto de documentos referidos al sistema de vigilancia de la Agencia
Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés) dados a conocer por el
valeroso luchador por la libertad, el señor Edward J. Snowden, resumidos y
analizados de gran forma por su colaborador Glenn Greenwald en su nuevo libro
No Place to Hide (Sin lugar donde esconderse).
Los documentos revelan un notable proyecto
destinado a exponer a la vigilancia del Estado información vital acerca de toda
persona que tenga la mala suerte de caer en las garras del gigante, que viene a
ser, en principio, toda persona vinculada con la moderna sociedad digital.
Nada tan ambicioso fue jamás imaginado por los
profetas distópicos que describieron escalofriantes sociedades totalitarias que
nos esperaban.
No es un detalle menor el hecho que el proyecto
sea ejecutado en uno de los países más libres del planeta y en radical
violación de la Carta de Derechos de la Constitución de Estados Unidos, que
protege a los ciudadanos de persecuciones y capturas sin motivo y garantiza la
privacidad de sus individuos, de sus hogares, sus documentos y pertenencias.
Por mucho que los abogados del gobierno lo
intenten, no hay forma de reconciliar estos principios con el asalto a la población
que revelan los documentos de Snowden.
También vale la pena recordar que la defensa de
los derechos fundamentales a la privacidad contribuyó a provocar la revolución
de independencia de esta nación. En el siglo XVIII el tirano era el gobierno
británico, que se arrogaba el derecho de inmiscuirse en el hogar y en la vida
de los colonos de estas tierras. Hoy, es el propio gobierno de los propios
ciudadanos estadounidenses el que se arroga este derecho.
Todavía hoy Gran Bretaña mantiene la misma postura
que provocó la rebelión de los colonos, aunque a una escala menor, pues el
centro del poder se ha desplazado en los asuntos internacionales. Según The
Guardian y a partir de documentos suministrados por Snowden, el gobierno
británico ha solicitado a la NSA analizar y retener todos los números de faxes
y teléfonos celulares, mensajes de correo electrónico y direcciones IP de
ciudadanos británicos que capture su red.
Sin duda los ciudadanos británicos (como otros
clientes internacionales) deben estar encantados de saber que la NSA recibe o
intercepta de manera rutinaria routers, servidores y otros dispositivos
computacionales exportados desde Estados Unidos para poder implantar
instrumentos de espionaje en sus máquinas, tal como lo informa Greenwald en su libro.
Al tiempo que el gigante satisface su
curiosidad, cada cosa que cualquiera de nosotros escribe en un teclado de
computadora podría estar siendo enviado en este mismo momento a las cada vez
más enormes bases de datos del presidente Obama en Utah.
Por otra parte y valiéndose de otros recursos,
el constitucionalista de la Casa Blanca parece decidido a demoler los
fundamentos de nuestras libertades civiles, haciendo que el principio básico de
presunción de inocencia, que se remonta a la Carta Magna de hace 800 años, ha
sido echado al olvido desde hace mucho tiempo.
Pero esa no es la única violación a los
principios éticos y legales básicos. Recientemente, el The New York Times
informó sobre la angustia de un juez federal que tenía que decidir si permitía
o no que alimentaran por la fuerza a un prisionero español en huelga de hambre,
el que protestaba de esa forma contra su encarcelamiento. No se expresó
angustia alguna sobre el hecho de que ese hombre lleva doce años preso en
Guantánamo sin haber sido juzgado jamás, otra de las muchas víctimas del líder
del mundo libre, quien reivindica el derecho de mantener prisioneros sin cargos
y someterlos a torturas.
Estas revelaciones nos inducen a indagar más a
fondo en la política del Estado y en los factores que lo impulsan. La versión
habitual que recibimos es que el objetivo primario de dichas políticas es la
seguridad y la defensa contra nuestros enemigos.
Esa doctrina nos obliga a formularnos algunas
preguntas: ¿la seguridad de quién y la defensa contra qué enemigos? Las
respuestas ya han sido remarcadas, de forma dramática, por las revelaciones de
Snowden.
Las actuales políticas están pensadas para
proteger la autoridad estatal y los poderes nacionales concentrados en unos
pocos grupos, defendiéndolos contra un enemigo muy temido: su propia población,
que, claro, puede convertirse en un gran peligro si no se controla debidamente.
Desde hace tiempo se sabe que poseer información
sobre un enemigo es esencial para controlarlo. Obama tiene una serie de
distinguidos predecesores en esta práctica, aunque sus propias contribuciones
han llegado a niveles sin precedentes, como hoy sabemos gracias al trabajo de
Snowden, Greenwald y algunos otros.
Para defenderse del enemigo interno, el poder
del Estado y el poder concentrado de los grandes negocios privados, esas dos
entidades deben mantenerse ocultas. Por el contrario, el enemigo debe estar
completamente expuesto a la vigilancia de la autoridad del Estado.
Este principio fue lúcidamente explicado años
atrás por el intelectual y especialista en políticas, el profesor Samuel P.
Huntington, quien nos enseñó que el poder se mantiene fuerte cuando permanece
en la sombra; expuesto a la luz, comienza a evaporarse.
El mismo Huntington lo ilustró de una forma
explícita. Según él, “es posible que tengamos que vender [intervención directa
o alguna otra forma de acción militar] de tal forma que se cree la impresión
errónea de que estamos combatiendo a la Unión Soviética. Eso es lo que Estados
Unidos ha venido haciendo desde la doctrina Truman, ya desde el principio de la
Guerra Fría”.
La percepción de Huntington acerca del poder y
de la política de Estado era a la vez precisa y visionaria. Cuando escribió
esas palabras, en 1981, el gobierno de Ronald Reagan emprendía su guerra contra
el terror, que pronto se convirtió en una guerra terrorista, asesina y brutal,
primero en América Central, la que se extendió luego mucho más allá del sur de
África, Asia y Medio Oriente.
Desde ese día en adelante, para exportar la
violencia y la subversión al extranjero, o aplicar la represión y la violación
de garantías individuales dentro de su propio país, el poder del Estado ha
buscado crear la impresión errónea de que lo que estamos en realidad
combatiendo es el terrorismo, aunque hay otras opciones: capos de la droga,
ulemas locos empeñados en tener armas nucleares y otros ogros que, se nos dice
una y otra vez, quieren atacarnos y destruirnos.
A lo largo de todo el proceso, el principio
básico es el mismo. El poder no se debe exponer a la luz del día. Edward
Snowden se ha convertido en el criminal más buscado por no entender esta máxima
inviolable.
En pocas palabras, debe haber completa
transparencia para la población pero ninguna para los poderes que deben
defenderse de ese terrible enemigo interno.