Por Jorge Elbaum
Publicado por Juan José Salinas
La convocatoria a “desratizar el Poder
Judicial”, enunciada por el fiscal German Moldes la pasada semana asume
reminiscencias históricas y sociales muy ligadas a las metáforas con las cuales
se han estigmatizado, históricamente, a determinados colectivos y se han
montado las bases para su posterior persecución. El hecho que el fiscal Moldes
haya sido denunciado por el extinto Alberto Nisman como uno de los responsables
de proteger a los encubridores de la Causa AMIA, en la cual lo “judío” aparece
como un elemento central, resignifica la terminología adoptada para cuestionar
a jueces y fiscales que no comparten sus criterios inquisitoriales.
“Ratas judías” fue una de las formas de
catalogación mediante la cual se inició el proceso de deshumanización que
concluyó en las cámaras de gas. Gran parte del proceso de exterminio incluyó un
pesticida utilizado a fines del siglo XIX para la desratización de vagones de
ferrocarril y bodegas, el Zyklón B, elaborado por la compañía IG Farben,
consorcio de tres empresas alemanas entre la que se destacaba la conocida
Bayer. La analogía zoológica y la fumigación que conlleva el vínculo con los
roedores fue recuperada creativamente por Art Spiegelman, el reconocido autor
de la historieta Maus, relato de un sobreviviente para graficar y denunciar la
vida de sus padres en los campos de concentración, instaurados por el nazismo.
Las dos partes de Maus –“Mi padre sangra historia” y “Allí empezaron mis
problemas”– se convirtieron en 1992 en la primera historieta en obtener un
premio “Pulitzer”, otorgado por transmitir en forma artística y desgarradora la
deshumanización (“ratización”) que requieren ciertos modelos de dominación para
cometer sus crímenes desligados de la ética y de sus efervescencias
culpabilizadoras. Cuando se define al otro como una rata y se convence al
entorno de esa “cualidad” se llega al estadio en que el otro ya no merece el
mas mínimo espacio de compasión.
La primer etapa de todo proceso de
discriminación requiere del “etiquetamiento”. Y este incluye convertir al otro,
al enemigo, al inferior, al oponente, en algo no humano. El “otro” ya no es la
expresión de una diferencia, un conflicto, un debate, una discusión, una
“brecha”, un oponente político. El “otro” –ahora, para Moldes– se convirtió en
algo no humano. En una rata. En algo que puede/debe desratizarse. Lo que de
ninguna manera puede llegar a ser cuestionable porque “nos salva”, nos libra
del peligro que la peste bubónica supone. El contagio. Las ratas contaminan.
Así dicen los gatos nazis a los ratones judíos, en Maus. Desratizar es de
alguna manera mejorar la especie. O –en la versión “Comodoro Py”– contribuir a
un Poder Judicial sin múridos. Ante la peligrosa presencia de los roedores, es
dable pensar en la utilización de del Zyklón B vernáculo, entre los pasillos y
despachos de quienes no pretenden someterse a la hegemonía neoliberal del
poder.
Desratizar es aceptar una Justicia donde los
ganadores son los encargados de definir quiénes son las ratas y quiénes son los
hombres. Y en ese trámite no hay “enfrentamiento”, no hay un Otro con el cual
difiero o entro en conflicto. El otro es una rata. Y con las ratas no se
discute. Solo se las desratiza. Desratizar es una convocatoria a eludir el
conflicto político. Es también una forma de clausurarlo. Ya no hay brecha. Ya
no hay diferencias. Hay sólo hombres versus ratas.
El sociólogo canadiense Erving Goffman analizó
durante décadas el mecanismo por el cual algunos grupos sociales se dedican a
estigmatizar a otros mediante clasificaciones inferiorizadoras. Dichos grupos
utilizan “etiquetas” para reducir y esencializar a otros grupos y/o individuos
para que sean reconocidos por una única cualidad o característica, generalmente
negativa. Esos rotulamientos despectivos –una vez que se difuminan, se instalan
y se instituyen como sentido común– aceleran una discriminación menos
conflictiva, más “aceptada” por el entorno social, y por lo tanto más propicia
para las segregaciones, las exclusiones y todas las violencias asociadas.
Fue así como se logró convencer a la sociedad
alemana del peligro del judío, el gitano y/o el comunista. Primero fue
necesario “construir” un sujeto que sea digno del desprecio y el odio. Fue
imprescindible instaurar una pátina de maldad sobre el grupo social etiqeutado.
Y, frente a la peste de las ratas y a la evidencia de la maldad, solo queda “la
defensa propia”. Es decir, desratizar. Para que sea posible asesinar pueblos
originarios hay que catalogarlos –primero– de salvajes. Y hubo que justificar
–paralelamente– que cortarle sus orejas era una evidente forma de civilización.
Para esclavizar afrodescendientes con cierta legitimidad fue necesario
nominarlos –y convencer de dicha caracterización– como sub-humanos, bestias de
carga, cuerpos aptos para ser comprados y vendidos. Para enviar a personas con
síndrome de Down a las cámaras de gas fue requisito catalogarlos inicialmente
como portadores de “vidas que no merecen ser vividas”. Para detener musulmanes
hay que “construirlos” –a todos– como terroristas. Para perseguir inmigrantes
latinoamericanos hay que agruparlos como narcotraficantes actuales o
potenciales. Para golpear a un individuo gay hay que instituirlo como
integrante de un grupo de enfermos y pervertidos. Para lograr (poder) torturar
una embarazada –en la ESMA o en cualquier otro centro de detención– fue
imprescindible asociar a esa mujer con el “cáncer subversivo que corroe la
sociedad”. Para continuar con la permanente sangría de femicidios es necesario
persuadir a los varones (de ayer y de hoy) acerca del carácter de maldad
intrínseca, debilidad y “brujidad” de la condición femenina.
Después de Auschwitz la asociación con las ratas
y la desratización no parece ser el discurso engolado y republicano que suelen
vociferar quienes postulan el escéptico mundo de las normas. Pierre Bourdieu
detalló hace unas décadas que toda clasificación (que hacemos) nos clasifica.
Es decir: las formas que tenemos de ver el mundo, de nombrarlo, de caracterizar
a los otros es la forma con la cual nos identificamos. Y la violencia simbólica
–la de las palabras– es el territorio donde histórica y recurrentemente, se
afilan las armas persecutorias de la violencia material. Siempre.
* Sociólogo, periodista, ex director ejecutivo
de la DAIA y presidente del Llamamiento de Argentinos Judíos.