El 2 de junio de 1810 Saavedra dictó la creación
de la Gazeta de Buenos Aires. Tenía doce páginas que aparecían semanalmente. El
rol de un editor lo tendría el doctor Alberti, mientras que el secretario
Mariano Moreno sería el director.
El 7 de junio aparecía el primer ejemplar. Ya
había rebelión del ex virrey Liniers en Córdoba y en Montevideo del gobernador realista Francisco Javier de Elío.
En él Moreno defendía la importancia de una
publicación que difundiera la obra revolucionaria.
“El
pueblo tiene derecho a saber la conducta de sus representantes y el honor de
éstos se interesa en que todos la conozcan”.
“¿Por qué se ha de ocultar a las provincias sus
medidas? ¿Por qué se le han de tener ignorantes de las noticias?”
“¿Por qué se ha de envolver la administración de
la Junta en un caos impenetrable a todos los que no tuvieron parte en su
formación? “.
Debajo del título de la nueva publicación, una
frase servía como declaración de principios: “Rara felicidad de los tiempos en
que se puede decir lo que se siente y sentir lo que se quiere”.
Es un órgano de prensa que debe convertir en
legítimas las medidas revolucionarias que están naciendo; su propia legitimidad
siempre en estado de querella.
La Gazeta en la pluma de Mariano Moreno va
legitimando sobre la marcha el derecho del movimiento revolucionario a existir,
a transformar la realidad social y política, a expandirse.
En octubre de 1810 Moreno debe justificar desde
la Gazeta el fusilamiento de Liniers, en lo que Horacio González llama “las
(líneas) más llamativas que se hayan escrito en la historia del periodismo
nacional”.
Moreno explica el fusilamiento de los
“conspiradores de Córdoba” en un escrito lleno de recursos judiciales y
argumentos retorcidos cargados de tragedia. Así, nuestra historia defiende a
los que debieron tomar la difícil decisión de fusilar a un héroe del periodo
histórico inmediatamente anterior.
Asombrosa afirmación: no se hubiera querido
hacer lo que efectivamente se hizo – fusilarlos – pero no les quedó otra.
“Para desacreditar a la Junta se le imputó el
ignominioso carácter de insurgente y revolucionaria, se hizo un crimen de
Estado declararse por su causa, se interesó contra ella la religión misma,
queriendo el prelado forzar a los ministros a que profanasen los púlpitos y los
confesionarios; y lograron poner terror a los habitantes. (…) Juraron odio
eterno a nuestra memoria; substrajeron las provincias a nuestra dependencia y
lograron conmover los pueblos del Perú, poniéndolos en armas bajo la obediencia
del virrey de Lima y a la dirección de sus gobernadores. ¡Ciudadanos! Antes de
entrar a la graduación de tan graves crímenes, fijaos en la calidad de los
sujetos que los cometieron! No eran estos hombres extranjeros a nuestro país.
Todos ellos o por las leyes de nacimiento o por el antiguo goce de empleos
distinguidos, o por una larga serie de grandes beneficios debían preferir la
pérdida de su propia existencia al horrendo proyecto de ser agentes de las
calamidades y ruinas de estos pueblos”.
No eran tipos cualquiera, ni fulanos recién
bajados de un barco. Eran ilustres. Y por eso era necesario un escarmiento. “El
castigo será necesario y el carácter sagrado del delincuente no hará más que
aumentar el escarmiento”, escribe Moreno.
El mejor modo de justificar la violencia propia
es adjudicársela a otros, en este caso, a las víctimas. Y la mejor forma de
culparlos es definir que ellos mismos están humillados y sumergidos en su
propia culpa, la de ser traidores a la voluntad popular, en éste caso.
Constituye uno de los recursos últimos del
periodismo, quizás nunca abandonado, de tornar justificable la muerte (o la
represión) del enemigo tomando una autoconciencia compungida de su crimen.
Lo más difícil del texto para Moreno es
despojarse de la deuda, de la culpa de dar la orden de fusilamiento, al
declarar sagradas a las víctimas. Es una forma de declarar la inocencia del
victimario: “No nos ha sido posible conservarles la existencia” a los conspiradores.
Como si Liniers y los suyos hubieran sido
autores de la orden de fusilamiento al no hacer caso de las advertencias, que
las hubo y en cantidad; como si Moreno en nombre de la Junta y del pueblo del
Río de la Plata fueran meros vehículos de su propia voluntad.
Para González, en su libro Historia conjetural
del periodismo, “el periodismo se
inicia allí y siempre está iniciándose allí, en ese pavoroso punto. El
periodismo debe ocultar las razones y formas de ese inicio, en esa editorial de
La Gaceta. Hay periodismo (moderno), diríase, cuando ese ocultamiento se hace
posible, dejando ver apenas alguna pobre brizna de lo aterrador de una
historia.”
El manifiesto revolucionario casi obtiene su
radiante circularidad en afirmar – sin osar decirlo literalmente – que ellos
mismos debían escribir su propia orden de fusilamiento.”
Ahí nació la grieta, en la decisión
revolucionaria de terminar con el orden establecido. Y desde entonces, el
periodismo la oculta. No puede hacer otra cosa, si lo que quiere es venderse
como garante de verdad, de objetividad, de Justicia. El periodismo siempre está
negando que tiene una causa política, y si no lo niega, se convierte en otra
cosa.
También se oculta la verdadera historia de los
héroes de Mayo. El mitrismo – y su diario La Nación Argentina, sus escuelas,
sus programas – pasó por agua a los revolucionarios de Mayo, hasta el punto de
blanquear a Moreno, que era altoperuano, o sea, bolita. Lo hicieron blanco en
los retratos, desaparecieron su Plan de Operaciones, lo censuraron. Después,
con los años, dieron tantos golpes de Estado y los llamaron revoluciones, que
alteraron el significado mismo de la palabra revolución: todas fueron
restauraciones.
En La Revolución es un sueño eterno, el escritor
cordobés Andrés Rivera hace un relato en primera persona de Juan José Castelli,
la voz de la Revolución de Mayo, mientras agoniza un cáncer de lengua. El libro
es conmovedor. En uno de los últimos capítulos, Castelli se pregunta: “¿Qué
juramos allí, en el Cabildo, de rodillas, ese día oscuro y otoñal de mayo? ¿Qué
juró Saavedra? ¿Qué Belgrano, mi primo? ¿Y qué el doctor Moreno, que me dijo
rezo a Dios para que a usted, Castelli, y a mí, la muerte nos sorprenda
jóvenes? ¿Juré, yo, morir joven? ¿Y a quién juré morir joven? ¿Y por qué?”.
Fuente: Pájaro Rojo