Acontecimientos argentinos
El protocolo “para la consulta del material
archivístico referido a los acontecimientos argentinos (1976-1983)” señala la
voluntad del episcopado católico por reflotar la doctrina de los dos demonios,
que la misma institución acuñó cuando advirtió el inminente derrumbe de la
dictadura. Hasta entonces sólo satanizaba a lo que bautizó como subversión. El
rol del obispo emérito Casaretto y el aval del papa Bergoglio. Las abuelas de
Plaza de Mayo cuestionan esta información por goteo.
Este es el archivo de la Conferencia Episcopal cuyo presidente dijo que
no existía. Las cartas que van a desclasificar caben en uno de esos
biblioratos. El resto es la información que seguirá siendo secreta
porque muestra la complicidad de la Iglesia Cató
A 41 años del último golpe cívico militar, los
obispos católicos parieron el ratón que los montes venían anunciando con
estrépito desde que uno de los suyos trepó a la silla apostólica: un protocolo
“para la consulta del material archivístico relativo a los acontecimientos
argentinos (1976-1983)”. No dicen dictadura, ni
militar-eclesiástica-empresarial, ni terrorismo de Estado, ni crímenes de lesa
humanidad. Sólo “acontecimientos argentinos”. ¡Qué impresionante asepsia moral,
restricción valorativa y autocontrol muestra el exclusivo club de los gerontes
célibes!
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Cuesta discernir si se trata sólo de la
incapacidad de reconocer la más dura realidad que vivió el país, o del oblicuo
intento de retrotraer al país a tiempos pasados. En cualquier caso llama la
atención esa sórdida elección de las palabras por parte de quienes se
consideran seguidores del verbo. Utilizar los vocablos adecuados, los obligaría
a una reflexión, por mínima que fuera, sobre el rol que cumplió el triunfalismo
confesional en aquellos años.
Los jóvenes viejos
En los balbuceos con que algunos obispos han
intentado dar cuenta del inoportuno sendero por el que invitan a internarse a
la sociedad, y que generó un atronador repudio hace diez días, con la mayor
concentración que se recuerde en contra de la impunidad, varios han destacado
que dada la renovación generacional desean conocer mejor lo sucedido. Sin
embargo, quien promueve y orienta ese ejercicio es el único obispo de entonces
que queda en actividad. Un miembro del Grupo de Curas en Opción por los Pobres
le dijo al obispo Oscar Ojea Quintana, que iba a transmitirle su enojo al
presidente de la Iglesia argentina, José María Toté Arancedo.
–No, escribile a Casaretto– le respondió con
similar fastidio el obispo de San Isidro que tiene dos primos hermanos
detenidos desaparecidos.
En 1976 Alcides Jorge Pedro Casaretto fue el
obispo más joven de la conferencia. Con el título de Emérito, sigue en
actividad hasta hoy sólo para promover la denominada reconciliación. Junto con
un grupo de colaboradores visita en las cárceles a los detenidos por crímenes
de lesa humanidad, se comunica con ellos mediante un grupo de whatsapp, y
mantiene el grupo que inició Carmelo Giaquinta con la denominación de Proyecto
Setenta Veces Siete. Esa denominación se basa en el pasaje del Evangelio según
Mateo. Simón Pedro pregunta si debe perdonar hasta siete veces las ofensas que
reciba.
–Setenta veces siete– le contestó Jesús. Es
decir, siempre, añadió Giaquinta, cuyo fuerte no era la aritmética.
Esta operación comenzó durante la presidencia
del episcopado de Jorge Mario Bergoglio, como destacó su sucesor Arancedo al
anunciar la desclasificación. El arzobispo porteño Mario Poli utilizó en esa
ocasión la misma expresión con la que Bergoglio anunció en 2006 la publicación
del libro “Iglesia y Democracia”: ambos dijeron no temerle “a la verdad de los
documentos”. Sin embargo, aquel tomo demostró lo contrario, ya que mutiló los
documentos de modo de favorecer el rol eclesiástico, tal como había hecho la
conducción integrada por los cardenales Raúl Primatesta y Juan Aramburu en 1982
en el folleto “Iglesia y Derechos Humanos”. Bergoglio ordenó desde el Vaticano
la nueva desclasificación, pero impuso condiciones restrictivas que la
convierten en una nueva operación de blanqueo de sepulcros. Con una habilidad
política que no tuvieron sus antecesores, involucró en la maniobra a varios
organismos de familiares de las víctimas y de defensa de los Derechos Humanos,
a quienes invitó a visitarlo en Roma. Para ganarse su confianza cortejó a la
entonces presidente CFK, que por su propia conveniencia política se reunió
varias veces por año con él. De este modo, Bergoglio consiguió que no volviera
a hablarse de su propio rol en aquellos años, cuando era superior provincial de
la compañía de Jesús, y en especial en relación con el secuestro de los
sacerdotes Orlando Yorio y Francisco Jalics, quienes lo señalaron por haberles
quitado la protección y difundido que tenían vínculos con la guerrilla.
Justicia es revancha
En el documento “Iglesia y Comunidad Nacional”,
de 1982, los obispos católicos asimilaron la Justicia con “el rencor, el odio,
la revancha e incluso la crueldad” y adujeron que la verdadera justicia “tiende
por naturaleza a establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en
conflicto”, como si en la Argentina pudiera hablarse de fuerzas y conductas
equivalentes. Lo hicieron aun más explícito en abril de 1983 con el documento
de “Dios, el Hombre y la Conciencia”. Uno de los redactores de “Iglesia y comunidad
nacional” fue el amigo del alma de Casaretto, el obispo de Morón Oscar Justo
Laguna, el único de su jerarquía que murió con procesamiento confirmado por una
Cámara de Apelaciones (por el encubrimiento del asesinato de su colega de San
Nicolás, Carlos Horacio Ponce de León). Ese documento es la partida de bautismo
de la doctrina de los dos demonios. Hasta entonces, la jerarquía sólo
satanizaba a las organizaciones que ella misma llamó subversivas, porque
cuestionaban el Orden Natural o el plan de Dios, según sus denominaciones más
comunes. Ahora Casaretto plantea que “cuanta más justicia aplicamos, menos
verdad recuperamos”. Pero en 1995, al iniciarse los juicios por la verdad,
Casaretto y Laguna fueron dos de los cinco obispos que hicieron saber su oposición.
“¿Para qué debemos conocer toda la verdad? ¿Para volver a enfrentarnos o para
reconciliarnos?”, preguntaron.
El comunicado formal de la conferencia de
obispos dice que el proceso de “catalogación y digitalización del material de
archivo” se desarrolló “teniendo como premisa el servicio a la verdad, a la
justicia y a la paz”. No obstante, “sólo podrán solicitar información las
víctimas, los familiares de los desaparecidos y detenidos y, en caso de
eclesiásticos y religiosos, sus respectivos Obispos y Superiores mayores”.
También tendrá acceso la justicia, astuta decisión para prevenir allanamientos.
No sólo el público habilitado para acceder al
archivo es escaso. Lo mismo ocurre con el material que el episcopado le ofrece:
sólo recibirán sus propios reclamos ante obispos y sacerdotes, conservado en el
prolijo archivo que su ex presidente Estanislao Karlic me dijo hace 17 años que
no existía, porque pretendió que sólo las diócesis guardaban documentación. Es
cierto que cada obispado conserva su archivo, pero es incomparable con el de la
conferencia episcopal. Mientras escribía la historia política de la Iglesia
argentina frecuenté algunos archivos diocesanos. En el de Morón, Laguna le
ordenó a su adjunto:
–Traé el archivo, que Horacio quiere verlo.
El actual obispo castrense, Santiago Olivera,
acudió con una bolsita de supermercado con un montón de papeles arrugados.
Entre ellos, había una nota al vicepresidente de la Iglesia Católica de
entonces, Vicente Zazpe, en la que Laguna reconocía la “total ineficacia” de la
Comisión de Enlace que a propuesta del episcopado reunía a tres obispos con los
secretarios generales de cada fuerza armada. Sin embargo, las amables reuniones
mensuales continuaron durante todo el régimen militar. Al comentar esa carta,
en 2002, Galán le escribió a Laguna: “¡Quién nos diera poder vivir de nuevo con
la experiencia adquirida!”. Por lo visto, tampoco las siguientes generaciones
de prelados aprovechan esa experiencia.
El archivo que no existe
En el edificio de la calle Suipacha que antes de
pasar a retiro el dictador Jorge Videla entregó en forma definitiva a la
Iglesia Católica, que lo ocupaba de modo precario desde la dictadura de
Aramburu y Rojas, no hay bolsitas de plástico ni amasijo de papeles. La propia
página del episcopado muestra el orden de ficheros, cajas, biblioratos y
carpetas en los que se guarda el material. Son los que describí en mis libros
cuando la Iglesia ni siquiera admitía que existieran, ni hablar de permitir su
consulta. Las 3.000 cartas que ahora se desclasificarán caben en un par de
biblioratos de los que se aprecian en la fotografía. Por supuesto seguirán
ocultando las respuestas más frecuentes que daban a quienes desde el exterior
intercedían ante la Iglesia argentina. En marzo de 1977, el nuncio Pío Laghi le
dijo a la encargada de Derechos Humanos del gobierno norteamericano, Patricia
Derian, que los militares estaban sacando a flote a la Argentina y “no
necesitan que los visitantes les recuerden sus culpas. Esto sería frotar sal en
las heridas”. En su opinión el presidente y los jefes militares “eran personas
de buen corazón” y Videla “un buen católico”. En enero de 1978, cuando la Unión
de Superioras Mayores de Francia pidió que el cardenal Raúl Primatesta usara su
influencia en favor de las monjas secuestradas Alice Domon y Léonie Duquet el
propio cardenal contestó que “esperamos que las acusaciones veladas o abiertas
de connivencia de sacerdotes o religiosos con asociaciones o movimientos de
tipo subversivo inaceptables para el cristiano sean todas aclaradas, y que
nadie haya sido culpable de semejante error criminal”. Por algo habrá sido.
Cuando la conferencia episcopal de los Estados
Unidos ofrece su apoyo ante el arresto de Adolfo Pérez Esquivel, el secretario
del episcopado argentino, Carlos Galán, responde que a Pérez Esquivel “no lo
conocíamos aquí tan bien como parece serlo en el exterior”. A una organización
católica canadiense interesada en la defensa de los desaparecidos y sus
familias le contestaron que “no siempre desde lejos se puede apreciar el
espectro completo de la realidad o evitar interpretaciones no tan adecuadas
acerca de la acción de la Iglesia”. Otra fórmula frecuente, dirigida incluso a
quienes aplaudían los esfuerzos episcopales, era que “como las informaciones no
siempre son adecuadas, sin duda no es fácil, desde lejos, darse cuenta de lo
que significa la subversión en un país y las secuelas que deja. Dios haga que
nunca la conozcan ustedes en el suyo”. A la católica estadounidense Shirley
Kidd, Galán le contestó en nombre de Primatesta: “No le han informado bien.
Aquí en la Argentina se ha vivido un ataque de la subversión marxista (entonces
nadie por el ancho mundo se preocupaba por las víctimas) y como consecuencia
una represión cuyos efectos aun vivimos y lamentamos, en cuanto afectan a la
dignidad del ser humano”. Al pastor escocés Peter Bowes le respondieron que “la
Iglesia en la Argentina tiene toda libertad para hablar y manifestarse y lo
hace. It is not under pressures” (en inglés en el original: no está sometida a
presiones).
Para el resto del archivo, donde consta qué
hacían los obispos con las súplicas de los perseguidos, la regla es que sólo se
reconoce aquello que ya ha sido difundido públicamente contra la voluntad
eclesiástica y se trata de hacerlo pasar por un gesto de buena voluntad. Así
ocurrió con la minuta preparada para el Vaticano por la conducción episcopal
que integraban los obispos Primatesta, Zazpe y Aramburu luego de un encuentro
con Videla. Allí el dictador reconoció en confianza lo que en público negaba:
que habían asesinado a los detenidos desaparecidos. El 6 de mayo de 2012
publiqué el facsímil de ese documento, que prueba que la política de
desaparición forzada de personas fue reconocida por Videla en abril de 1978
ante la Comisión Ejecutiva de la Iglesia Católica y que juntos debatieron el
mejor camino para apaciguar los reclamos que las víctimas dirigían a la Iglesia
mediante las presentaciones que recién ahora se abren a consulta de sus propios
autores. En ese encuentro entre amigos Videla dijo que cuanto se comunicara que
los detenidos-desaparecidos habían sido asesinados, comenzarían las preguntas
acerca de quién mató a cada uno, cuándo, dónde y en qué circunstancias y qué
destino se dio a sus restos y que “el
gobierno no puede responder sinceramente, por las consecuencias sobre
personas”, un eufemismo para referirse a quienes mataron a los secuestrados y
torturados e hicieron desaparecer sus restos. La Iglesia Católica tenía incluso
una cuantificación de la barbarie. En diciembre de 1978 el primer secretario de
la Nunciatura, Kevin Mullen, dijo a la embajada de Estados Unidos que “un
oficial de la más alta jerarquía del Ejército” había informado al nuncio que
las Fuerzas Armadas “se habían visto obligadas a ‘encargarse’ de 15.000
personas”.
Al elegir esa política que el buen católico
Videla calificó de cómoda, porque eludía las explicaciones, la Junta Militar
puso bajo sospecha a la totalidad de los cuadros de las Fuerzas Armadas y de
Seguridad, algo que recién comenzó a disiparse con la reapertura de los
juicios, donde con las garantías del debido proceso se establecen las
responsabilidades que la Junta ocultó. Es lo que la Iglesia de hoy quiere
abortar. A raíz de la publicación del documento, la jueza Martina Forns
(titular del juzgado federal Nº 2 en lo Civil y Comercial y Contencioso
Administrativo de San Martín) solicitó el original, que como informé entonces
estaba guardado en la carpeta 24-II del Archivo de la Conferencia Episcopal. A
los pocos días Forns obtuvo una “Copia Fiel”, con el sello de la CEA. No tan
fiel, en realidad, ya que cubrieron el número 10949 que lleva el documento,
para ocultar la magnitud de ese repositorio.
Fuente: Página 12