Por Victoria Ginzberg
Dos meses después de que Néstor Kirchner
asumiera la presidencia, el juez Baltasar Garzón envió a la Argentina un pedido
de extradición para 46 represores acusados de delitos de lesa humanidad.
Kirchner se enojó. Tenía la intención de que los militares fueran juzgados en
el país, pero no quería que le digitaran los tiempos o que pareciera que su
decisión era una respuesta apresurada a ese reclamo que venía desde España.
Sintió la movida de Garzón como una presión. Y lo era. Algunas políticas de
estado requieren tiempo. En este caso, se trataba de un proceso que se había
iniciado mucho antes y que incluía al mismo Garzón, entre muchas otras cosas.
Pero todavía se necesitaba del Congreso y de la renovación de la Corte Suprema.
La alianza cívico castrense que sostuvo el
terrorismo de Estado no esperó dos meses para presionar a Mauricio Macri. Ni
siquiera esperó a su asunción. El día siguiente al ballottage presidencial
explicitó, a través del diario La Nación, lo que consideraba que el nuevo
gobierno debía hacer con los responsables de graves violaciones a los derechos
humanos y con las políticas de Memoria. “La justicia tendrá plena independencia
para seguir trabajando”, contestó el presidente electo, ante la pregunta acerca
de cuál era la postura oficial sobre los juicios a los represores. La frase fue
interpretada por muchos como una señal de continuidad. Pero, como muchas otras
veces este último año, detrás del marketing de la –en apariencia– corrección
política había otra cosa. La respuesta
era capciosa y eso fue advertido de inmediato: dejar hacer a la justicia no es
lo mismo que impulsar, ayudar y
destinar recursos del Estado. Así fue como se desmantelaron o achicaron
distintas áreas que investigaban sobre
responsabilidad o complicidad con el terrorismo de Estado, sobre todo de
sectores económicos, cuyo trabajo nutria de pruebas los juicios. Pasó en el
Programa Verdad y Justicia, en el ministerio de Seguridad y en el Banco
Central.
La frase era engañosa por otra razón: en aquel editorial
de La Nación no se pedía la libertad de los represores, ni el fin de los
juicios ni una amnistía. No había espacio en la sociedad para eso. Se reclama
el fin de la “persecución” a los civiles, que los condenados o presos sean
beneficiados con prisión domiciliaria y un cambio en el relato sobre el
terrorismo de Estado, más acorde con la vieja teoría de los dos demonios. Este
programa es el que estuvo aplicando el Gobierno. En este año hubo un aumento en
las prisiones domiciliarias concedidas a represores. Y aunque se condenó al
empresario Marcos Levin como partícipe del secuestro de un trabajador, ese juicio fue la culminación de un proceso
que venía de años atrás y que tuvo innumerables trabas. Las señales que envía
el Gobierno hacia los jueces no son de profundización de ese camino, sino todo
lo contrario: la Comisión Bicameral creada para investigar las complicidades
económicas y financieras durante el terrorismo de Estado sigue paralizada.
La mayor y más extensa política del Gobierno en
términos de Memoria durante este año fue la discusión sobre el número de
desaparecidos. A debatir esa cifra se dedicaron varios funcionarios e incluso
la Secretaría de Derechos Humanos hizo más de un comunicado sobre el tema. Se
repitió ya varias veces en estos meses que es indigno responsabilizar a las
víctimas por una respuesta que debieron dar los victimarios y que
sugestivamente el cuestionamiento del número siempre viene seguido de una
relativización de los crímenes. Además, la falta de esa respuesta es el nudo
del plan sistemático de exterminio que aplicó al dictadura: hacer desaparecer
los cuerpos para negar los asesinatos, para buscar impunidad y a la vez para
continuar la tortura en los familiares y, en definitiva, en toda la sociedad.
La presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela Carlotto, advirtió también
que el cuestionamiento de esa cifra simbólica busca degradar la palabra de los
organismos de derechos humanos, quienes son referentes nacionales e
internacionales por el reconocimiento social conseguido por su pacífica y
perseverante tarea.
Finalmente –y, otra vez, como muchas veces este
año– el Gobierno ni siquiera cumplió con su frase de compromiso. No dejó actuar
a la justicia. Esta última semana el Poder Ejecutivo dispuso el traslado de acusados
y condenados por delitos de lesa humanidad a la unidad militar de Campo de
Mayo. Este sitio se había dejado de usar para alojar a represores por varias
razones: se evaluó que había riesgo de fuga, que los presos eran considerados
superiores jerárquicos por el personal que debía controlarlos y que el sitio
constituía un privilegio. En el Ministerio de Justicia argumentan que los
militares no entran en las cárceles comunes porque estas “están llenas” debido
a la entrada en vigencia de la ley de Flagrancia. Y le habían dicho a la
periodista de PáginaI12 Alejandra Dandan que, ante la superpoblación
carcelaria, se evaluaba llevar a Campo de Mayo a las madres que estaban presas
con sus hijos en Ezeiza. Pero no fue así. El Gobierno decidió disponer el mejor
lugar –con parque, quinchos y campo de deportes– para los represores. Todo eso
interfiriendo en la Justicia, porque son los tribunales que controlan las penas
quienes deben definir dónde se alojan los presos, no el Poder Ejecutivo. El
Tribunal Oral Federal 2 de Mendoza ya elevó su queja.
Tal vez a Macri no le haya molestado tanto el
editorial de La Nación como a Kirchner el pedido de Garzón, aunque lo obligara
a hablar de un tema que prefiere ignorar. Lo cierto es que en ambos casos los
reclamos sirvieron para marcar un camino que en realidad ya estaba trazado
antes. Nadie, a menos que sea muy ingenuo o muy cínico, puede estar
verdaderamente sorprendido porque durante este año haya habido retrocesos en
materia de juzgamientos a represores y políticas de Memoria: el Presidente
nunca pronuncia las palabras “desaparecidos”, ni “dictadura”. Desde el
principio estaba claro que el límite a estos avances los pondrá la sociedad. Lo
que no había sido vaticinado, en cambio, era que luego de un año de Gobierno de
Cambiemos los principales organismos de protección de los derechos humanos
regionales e internacionales solicitarían a la Argentina la liberación de una
dirigente social. Que considerarían que fue arrestada de forma arbitraria y que
pedirían que se garantizara un juicio justo. Y peor, que el Gobierno y la Unión
Cívica Radical se opondrían a estos reclamos. La Unión Industrial, La Unión de
Empresarios, la Cámara del Tabaco, la Sociedad Rural y la Cámara Minera, entre
otras entidades empresarias de Jujuy acaban de quejarse en una solicitada por “la
intromisión o avasallamiento del
derecho interno del País (así, con mayúscula)” y reclamaron la “libre
determinación de los pueblos” (sí, de los pueblos). No muy lejos de “los
argentinos somos derechos y humanos” y la “campaña antiargentina”.
Fuente: Página 12