FEMINISMO Y SISTEMA PENAL, SEGÚN LA
INVESTIGADORA BRASILEÑA SONIA CORREA
La experta advierte sobre el peligro de recurrir
al punitivismo para resolver distintos problemas sin tener en cuenta el
significado político de la ley penal, brazo armado del Estado. El riesgo de
reducir el concepto de femicidio a una cuestión del Código Penal. La
restauración conservadora en la región.
Por
Mariana Carbajal
“Brasil se convirtió en el lugar más importante
de restauración religiosa en Latinoamérica, en el camino de Nicaragua y tiene
una creciente apelación a la ley penal desde los sectores más progresistas,
incluso desde el feminismo y el movimiento LGBT”, advierte, con una mirada muy
crítica, la académica Sonia Correa, investigadora asociada de la Asociación
Brasileña Interdisciplinaria de Sida (Associaçao Brasileira Interdisciplinar de
AIDS - ABIA) y cocoordinadora del Observatorio de Sexualidad y Política
(Sexuality Policy Watch; SPW, por su sigla en inglés). “Tenemos leyes de
femicidio y a la vez un ataque sistemático a las leyes de educación sexual
integral y a la educación con perspectiva de género en las escuelas. No podemos
no identificar esto”, observa Correa en una entrevista de Página/12.
–¿Podría explayarse sobre su postura? –le
pregunta este diario, después de escucharla en una mesa donde se defendió el
trabajo sexual.
–En cada contexto las situaciones son
singulares, pero desde hace algunos años –hay varios autores que lo escriben, y
los penalistas críticos lo retoman–, con la erosión de los estados de bienestar
social, que eran estados mucho más organizados para la regulación, con esa
erosión de la protección social, de los derechos laborales, y la dominación del
mercado como regulador, hay un creciente recurso al sistema penal criminal como
forma de control estatal. Es una tendencia creciente en el mundo occidental,
desde los 80. Digamos que el sino fuerte en Latinoamérica es la guerra contra
las drogas. En ese período lo que se ve es que existe la tendencia del Estado
de implementar control vía regulación penal. Hay un rol fundamental de los
medios, de insuflar constantemente el pánico social frente a temas que son
criminales, y la sociedad misma gradualmente, sectores progresistas, gente de
izquierdas, feministas, incluso grupos LGBT, que tendrían todo para ser
cautelosos, críticos militantes de la ley penal, empiezan a recurrir al
punitivismo como recurso de pedagogía social, sin preguntarse qué significa
eso.
–¿Podría darme un ejemplo?
–En Brasil, todo el debate LGBT de los años 2000
se dio en torno de la criminalización de la homofobia. Había voces que llamaban
a eso derechos sexuales. Tuve peleas increíbles con las personas de izquierda.
Uno no puede hablar de derechos sexuales en un marco de legislación y poder
punitivo. No hay una interrogación. Hay desconocimiento. Porque estos actores
no han sido expuestos a las teorías críticas, porque no dialogan con los
sectores críticos. Hay una resistencia muy fuerte en torno a asumir esa mirada.
Para mí, el caso de Argentina es bastante ejemplar porque es uno de los países
donde más se ha desarrollado la teoría crítica penal, donde Raúl Zaffaroni es
un ícono, pero no está solo él. En Italia, España, Brasil, también. Pero no hay
conversación entre los sectores que piensan críticamente la ley penal en forma
sistemática con los actores sociales progresistas que están manejando temas de
sexualidad, género, reproducción. Un poco de diálogo hay en torno del aborto
porque ahí hay convergencia. Pero cuando pasamos a los otros temas, las
distancias son gigantescas.
–En la última década desde el movimiento de
mujeres se promovió la incorporación de la figura del femicidio o feminicidio
en el Código Penal en países de Latinoamérica, en algunos casos se introdujo
como agravante, en otros como tipo penal. ¿Cómo analiza ese proceso?
–En Brasil empezamos reclamando las comisarías
de la Mujer en lugar de tomar el camino al revés, reclamando más inversión para
el cambio cultural. Yo soy bastante crítica de convertir el concepto de
feminicidio en una figura penal. El concepto de feminicidio desarrollado en los
marcos de la sociología y la antropología crítica feminista como han hecho Rita
Segato y otras autoras es muy valioso en el sentido de revelar la singularidad
de estas muertes trágicas como consecuencia de la violencia contra las mujeres,
de describir las condiciones, las estructuras, órdenes culturales y sociales,
que naturalizan las violencias contra las mujeres, que hace que esas violencias
tengan trayectorias muy especiales, generalmente producida por los íntimos, los
próximos, es una violencia anunciada, en general, imbricada en el tejido
sexo-género. Es un aporte teórico muy valioso. Pero pasar de esa elaboración
conceptual sociológica-antropológica, y en un único paso, clamar por medidas
penales como solución para eso, es decir, transportar el concepto de
feminicidio a la lógica del sistema criminal del poder punitivo del Estado, es
muy complicado.
–¿Cuáles son las consecuencias?
–La experiencia histórica demuestra que el
aumento de la punición, en ese como en relación a otros delitos, no tiene
efectos de reducción de esas prácticas. Se requiere de una transformación
cultural profunda en las prácticas cotidianas para lograrlo. Cuando uno hace
una apelación a la ley penal, lo que viene de inmediato, es la condensación del
poder punitivo del Estado: más policía, más armas, más plata para eso y menos
inversión en el cambio social y de las estructuras. Tenemos esa paradoja. En
Brasil, el gobierno de Dilma aprobó una ley de feminicidio con aplausos de
todos los sectores en 2015, con votos incluso de los sectores más
conservadores, que después la iban a sacar de la Presidencia. Porque ahí hay
una convergencia: cuando se pide más policía, más prisión, penas mayores, lo
que los penalistas críticos llaman la hipercriminalización, el consenso es
gigantesco. Tenemos leyes de femicidio y a la vez un ataque sistemático a las
leyes de educación sexual integral y a la educación con perspectiva de género
en las escuelas. No podemos no identificar esto.
–Los cambios culturales llevan tiempo, son
estrategias a largo plazo. ¿Cómo responder entonces, hoy, frente al aumento de
las muertes de mujeres por ser mujeres, a manos de parejas o ex parejas?
–El homicidio está criminalizado. Aumentar las
penas no va a solucionar el problema de la impunidad. En Brasil hay 60 mil
homicidios por año, es decir, una ciudad de 60 mil habitantes que cada año
desaparece por homicidios. Eso es violencia estructural: alrededor del 10 por
ciento de esas muertes son perpetradas por el Estado; variando de lugar en
lugar, una porción considerable de esas muertes, alrededor del 50 por ciento,
están vinculadas al narcotráfico, por lo tanto, a la política de
criminalización de las drogas iniciada desde los años 80 en Brasil. Si las
drogas no estuvieran criminalizadas no tendríamos el contexto de militarización
de los sectores que venden drogas, y la intervención policial, que ha sido un
creciente desde entonces. Cuando se toma el camino de aumentar las penas para
el femicidio, la posibilidad de cambio es nula. Las mujeres son casi el 10 por
ciento de esas muertes, más o menos 5000 al año, y no están descolgadas de la
violencia estructural. Hay un problema de género en esa violencia estructural,
de raza, de clase, de la política de drogas, de la tendencia a la
criminalización: son hombres matando hombres y eso está directamente vinculado
a una determinada construcción de la masculinidad y a las estructuras sociales
y subjetivas de qué es ser hombre. El camino al cambio es a largo plazo pero el
problema tendría que ser mirando desde el punto de vista estructural.
–En los últimos años surgieron desde el
movimiento de mujeres debates nuevos en torno a las violencias contra las
mujeres como la visibilización del acoso callejero. Los proyectos legislativos
que lo abordan incluyen campañas públicas de concientización y también la
tipificación de la conducta como falta o delito, según los casos. ¿Cómo se pone
freno a prácticas tan naturalizadas en nuestras sociedades, que afectan
mayormente a las más jóvenes en el espacio público?
–Si un proyecto incluye educación y ley penal,
no tenga dudas de que lo que se va a implementar es la ley penal y no la
educación, porque es estructurante de los Estados, sobre todo en un contexto de
restauración conservadora como el que estamos viviendo. Para pedir el aumento
del poder punitivo del Estado, habría que hacerlo con una inmensa cautela. El
hecho de que el 80 por ciento de los homicidios en Brasil no sean investigados,
no sean castigados, no es porque no está en la ley. Las penas en Brasil por
homicidio son gigantescas, pueden llegar a 35 años o más. Nada sugiere que el
aumento de las penas va a provocar la disminución de los homicidios. Lo único
que hace es darles más poder a los agentes punitivos, disciplinarios y
militarizados del Estado.
–Usted sostiene que a los feminismos le cuesta
ver esta perspectiva. ¿A qué se debe?
–Porque la ley penal está muy naturalizada.
Quizás es la primera que aprendemos. Antes de saber qué leyes existen en cuanto
tal, en nuestra tradición latinoamericana católica, por ejemplo, aprendemos Los
10 mandamientos, que es una forma de ley penal. Uno está influenciado por esa
noción del bien y el mal, y que el mal tiene que ser punido. La manera de cuidarnos
del mal es la penitencia. En la Edad Media, antes de que se retomaran las leyes
romanas, y se empezara a hacer una nueva codificación criminal, en el pasaje a
la formación de los estados modernos, siglo XII, XIII, los juicios no eran
hechos por jueces: era Dios quien juzgaba. Al acusado se lo hacía caminar sobre
fuego, si sobrevivía, era porque no era culpable. Dios había juzgado y salvado
su vida. Así se juzgaba en el occidente cristiano. Cuando se retoma la
codificación del Código Romano, la prueba del crimen, fundamento medieval,
modernidad temprana, la prueba es la tortura, inventada por la Inquisición: la
confesión bajo tortura. En nuestra tradición todo esto es muy profundo.
Nuestras primeras leyes han sido fundamentalmente leyes penales durante toda la
colonia. En Brasil, tuvimos dos códigos penales, uno en 1830, el otro, 1890,
mucho antes de un primer Código Civil, que recién sería aprobado en 1916, o
sea, son culturas que se han regulado en base al poder punitivo, por siglos. En
Brasil, en la colonia, cuando un grupo de colonos lograban que su población
fuera reconocida por la Corona, el símbolo que recibían era la colocación del
tronco de castigo en la plaza frente a la iglesia. Eso muestra cómo está tan
naturalizado. Uno no se interroga, no se pregunta. Se piensa que es del orden
de la naturaleza. Exige un esfuerzo de deconstrucción tan sistemático, profundo
y continuo como nuestros temas de sexo-género.
–La cambio de eje… Hablemos de los
fundamentalismos religiosos en Latinoamérica. ¿Su discurso está ganando sobre
los derechos sexuales y reproductivos?
–Creo que han ganado mucha fuerza en los últimos
veinte años. Y están articulados globalmente. Lo que pasa en Latinoamérica no
es distinto de lo que pasa en Estados Unidos o en África. Por ejemplo, todo el
debate sobre la ideología de género, que en Brasil es hoy el tema más caliente,
también se está dando en Colombia y en Francia la misma crítica dogmática y
conservadora. Me parece difícil decir que están ganando. Están por todas
partes, asumen formas distintas en cada lugar. La novedad es que adquieren el
lenguaje de los derechos humanos. La Argentina es mucho más fuertemente
católica; lo mismo pasa en Colombia y México. En Brasil y en América Central
hay una combinación de evangélicos y católicos conservadores. Los evangélicos
son muy estridentes, teatrales, dicen cosas absurdas, capturan la atención
mediática y de los movimiento progresistas, ocultando el rol que siguen
teniendo fortísimo las alas conservadoras del catolicismo. Por ejemplo, el caso
del empeachment contra Dilma, el enemigo principal fue Eduardo Cuhna, un
político que empezó su vida no religiosamente pero después se convirtió al
evangelismo, pienso yo que mucho más por cuestiones instrumentales que por una
vocación de fe. Pero antes nosotras en Río de Janeiro tuvimos embates con él.
El y (Marco) Feliciano, los pastores del Congreso, fueron como los avatares de
esta restauración conservadora. Los católicos ninguno habló. Lo que le permite
decir a Bergoglio que la situación en Brasil es difícil, pero de los cuatro
abogados que han sido los agitadores del empeachment, que han hecho la pieza de
acusación, tres están claramente vinculados a las corrientes del
constitucionalismo católico, que es una vertiente intelectual norteamericana creada
en los 70. Ellos son los pensadores del catolicismo.
–¿Qué pasa con el debate por la despenalización
del aborto en este contexto latinoamericano?
–Se ha
convertido, como dice Mario Pecheny, en la madre de todas las batallas.
Sectores religiosos dogmáticos, pero sobre todo la Iglesia Católica, perdieron
la batalla de la anticoncepción y con ella también, la del condón. Lo que se
puede ver en los discursos de Bergoglio es una aparente apertura superficial a
la diversidad sexual: el problema no es el deseo sino la práctica, las personas
son dignas, no pueden ser discriminadas. Hay una flexibilidad. Pero creo que es
más un juego mediático. El aborto es el límite. No se negocia. Y en ese embate,
una de las contribuciones del constitucionalismo católico ha sido la
reinvención de argumentos, tomando el discurso de los derechos humanos para
defender el derecho a la vida desde la concepción. El camino que toman es la
reinterpretación de la ley natural, con mucha habilidad. Hablan de la familia
natural. La sexualidad polimorfa desestabiliza el sistema binario. No solo eso:
están produciendo un lenguaje para intervenir en la política. Es el nuevo
frente: como “ciudadanía religiosa” tienen derecho a intervenir en los debates
políticos. Ya no es solo que no quieren el aborto, sino que en la democracia
tienen que ser escuchados. Es un giro muy peligroso y muy inteligente. En eso
estamos. Para retomar el tema de la ley penal, esas fuerzas alineadas al
punitivismo tienen convergencia directa con la noción de pecado, la redención
por la penitencia. Penitenciaría viene de penitencia, el lugar donde se va a
hacer penitencia. Es una concepción arcaica de los procesos sociales actuales.
No tengo la solución. Pero creo que la reflexión crítica, hablar sobre el tema,
es más que urgente. Es urgente imaginar una sociedad sin policía y sin
prisiones. No digo que se puede implementar, pero hay que empezar a pensarlo.
Fuente: Página 12