El autor de la nota, Teodoro Boot, tuvo la gentileza de enviarla a Utophia con la siguiente aclaración,
“Téngase en cuenta dos cosas: en primer lugar, fue escrito
con anterioridad al fallo de la Corte sobre las tarifas, aunque más o menos
corregido luego. Y en
segundo lugar, que el muy paciente Jorge Mancinelli lo editó, mejorándolo,
sindudamente. Pero de todos modos mando lo que escribí, aun con su deficiente
título”. La nota vale sin necesidad de la aclaración y un honor que nos hace el compañero Boot.
ACCIÓN MUTANTE
Por Teodoro Boot
De acuerdo a lo ocurrido durante estos últimos días se puede
asegurar que el macrismo es una asociación bendecida por la buena fortuna y a
la vez que su ya demostrada compulsión a reiterar errores lo llevará a las
puertas de una debacle prematura. Hasta el momento, los diferentes amparos
judiciales, la Cámara Federal de La Plata y la Corte Suprema le han dado un
período de sobrevida al intento de suicidio en el que, de todos modos, insiste.
Una devaluación y volvemos
Se dirá que hay una lógica detrás de la o las simultáneas y
contradictoras políticas económicas de Cambiemos, pero también la hay en
cualquier intento suicida.
La primera de las medidas, forzada por su propio accionar
durante la transición, fue la devaluación, maquillada como “eliminación del cepo”.
Supuestamente, la devaluación ponía las cosas en su sitio,
devolviendo rentabilidad al sector exportador argentino: con un dólar bastante
planchado y una inflación que orillaba el 20 % anual, los precios de la
producción argentina perdían competitividad a nivel internacional.
Dicho así, suena muy bien, a no ser que tomemos en cuenta
que sigue existiendo una prolongada crisis económica internacional gracias a la
cual cae la capacidad y posibilidades adquisitivas de los países afectados, a
la vez que aumentan sus stocks exportables. Focalizada en el mercado interno,
la producción argentina conseguía sobrellevar sin graves consecuencias los
efectos de esa crisis y su “falta de competitividad” se veía compensada con una
política de subsidios directos e indirectos destinados a reducir los costos de
producción y a aumentar la demanda. A la vez, los distintos y para muchos
“desleales” mecanismos ideados para desalentar las importaciones resguardaban a
nuestra industria de la competencia con productos introducidos a igualmente
desleales precios de dumping.
En este marco, la devaluación, en sí misma, no podía suponer
ninguna ventaja para la mayor parte de la producción industrial: la pretendida
reducción del precio en dólares de los productos locales no garantizaba, de por
sí, un incremento en las ventas. Es de cajón: ¿cómo mediante la simple
reducción de precios pueden aumentarse las ventas en un mercado internacional
deprimido y a la vez saturado de productos subsidiados? Y aun de registrarse un
incremento en las ventas, este sería demasiado leve como para compensar el
aumento (vía devaluación) de los costos de insumos y bienes de capital.
En suma, la devaluación favoreció a una parte del sector
primario de la economía y, ya más relativamente, a un pequeño grupo de
industrias ligadas al comercio internacional.
Y cuando decimos a una parte del sector primario nos
referimos a la producción de cereales y oleaginosas, que cuentan con un mercado
globalizado y, por ahora, de altos precios. Pero no es esa la situación de la
mayor parte de la producción agropecuaria: el “campo” no son sólo los
Etchevehere, los Buryailes ni los De Angelis, sino los productores de frutas y
verduras de Río Negro, los tamberos, los citricultores, los quinteros, los
criadores de aves y cerdos y, en cualquier momento, en la misma situación, lo
estarán también los ganaderos. Ninguno de esos sectores fue beneficiado con la
devaluación, en gran parte por el modo en que fue llevada a cabo.
Si dejamos de lado al sector financiero y a los grupos
especulativos, agraciados con la libre disponibilidad de divisas, que son
quienes se han hecho con el poder en diciembre último, los únicos beneficiados
fueron los grandes a productores de cereales y oleaginosas y, más que ningún
otro, las trasnacionales exportadoras.
De primero inferior
No es ninguna novedad que nuestro país más exporta aquello
que más consume y que, tratándose de alimentos, resulta de primera necesidad.
De ahí que sea indispensable separar los precios internos de los
internacionales, a no ser que se pretenda equilibrar los salarios de los
trabajadores argentinos con los de sus colegas franceses y alemanes, lo que, al
parecer, estaría algo alejado de las teorías económicas en boga.
Ese, el separar precios internos de precios internacionales,
es el principal propósito de las retenciones, medida extrañamente olvidada por
Remes Lenicov al momento de la salida de la convertibilidad, “error” enmendado
por Roberto Lavagna, todavía en tiempos del gobierno de Eduardo Duhalde.
El segundo propósito sería recaudatorio y, según se
implemente, redistributivo. Mediante las retenciones a las exportaciones
agropecuarias, el Estado se apropiaría de parte de la renta diferencial que
obtiene la región pampeana –que en general suele ser incrementada mediante
políticas cambiarias y de subsidios–, con el fin de destinarla al desarrollo de
una industria que, debido al escaso tamaño del mercado interno y, más que nada,
al subdesarrollo tecnológico, necesita auxilio y protección para crecer.
La necesidad estatal de utilizar las retenciones para
recuperar parte de la renta diferencial se debe, básicamente, en la
privatización y extranjerización tanto del comercio exterior, como del manejo
de los puertos, transportes y compañías de seguro. Hoy por hoy el Estado (y por
su intermedio, el conjunto de la sociedad) carece de otros modos de recibir esa
porción de los beneficios extraordinarios obtenidos por el sector, debidos a
las bondades de la naturaleza pero también a sacrificios realizados por el
conjunto social.
A la vez, con la expansión de la “frontera agropecuaria”,
son productoras de granos y oleaginosas (en numerosas ocasiones, a expensas de
otras producciones o cargándose el bosque natural) áreas que carecen de la
renta extraordinaria de la región pampeana, por lo que resulta absurdo y
contraproducente que reciban el mismo tratamiento. Por otra parte, el mercado
mundial de granos no suele ser muy estable y está sujeto a vaivenes sobre los
que el productor, aun el más grande de ellos, no puede incidir de ninguna
manera, por lo que también debe estar protegido (lo que igualmente significa
regulado) por el Estado. Así, tras el crack mundial de 1929, por intermedio de
Federico Pinedo el gobierno conservador de Agustín P. Justo ideó las “juntas
reguladoras” (de carnes, de granos, del algodón, del vino, etc) que buscaban
sostener el precio de esos productos y abrir mercados externos. Una década
después, por intermedio de Miguel Miranda, el gobierno de Edelmiro J. Farell y
Juan D. Perón, perfeccionó la medida al crear el IAPI (Instituto Argentino de
Promoción e Intercambio) que, si en sus primeros cuatro años de vida se apropió
de parte de las ganancias agrícolas, en los restantes sostuvo al sector,
jaqueado por la sequía, la caída de los precios internacionales y el boicot
explícito de Estados Unidos.
El proceso de destrucción de la estructura estatal iniciado
en noviembre de 1955 que culminó durante los 90, privó a la sociedad de
numerosos instrumentos recaudatorios, regulatorios y redistributivos que, en el
caso puntual que nos ocupa, obligó a la imposición de retenciones. Pero como a
la vez el sector agrícola requiere de incentivos y, más que nada, de precios
sostén, un medio, aunque bastante deficiente, para ello sería el de dar a esas
retenciones un carácter móvil.
Vale aclarar que no fue esa la intención de la resolución
125 que, no obstante las modificaciones y mejoras introducidas por la Cámara de
Diputados, no hacía más que incrementar el poder de los exportadores por sobre
los beneficios de los productores. A la vez, el voto “no positivo” no supuso
ventaja alguna para nadie –excepto los exportadores, claro–, pero cabe presumir
que libró al gobierno de CFK de las previsibles consecuencias de una de las
tres grandes campañas suicidas a las que se abocó con fruición.
Si se permite la digresión, cuando se llega a ciertos
límites en la utilización para fines populares de las instituciones y los
instrumentos creados para garantizar la perpetuación de los intereses de las
elites, lo primero es no obcecarse en intentar forzarlos; lo segundo, entender
que ha llegado el momento de cambiarlos por otras, más adecuados al propósito
que supuestamente nos anima.
Hecho este largo aparte, vayamos a la consecuencia de la
eliminación de retenciones que, vale aclararlo, nadie le había exigido al gobierno.
Tomala vos, dámela a mí
Aun con retenciones, la devaluación supuso el inmediato
incremento de los precios de los alimentos exportables o derivados de productos
de exportación, en proporción directa al nivel de devaluación que fue, aunque
al ministro Prat Gay le cueste creerlo, del 50%. Tal como no tardó en
demostrarse, no era de ninguna manera cierto que los precios tuvieran como
referencia el valor del dólar blue.
El resultado fue un primer deterioro del salario que
perjudicó principalmente a las personas de menores recursos, habida cuenta que
gastan en alimentos una proporción mayor de sus ingresos que quienes tienen más
poder adquisitivo. No conforme con eso, trascartón el gobierno redujo las
retenciones a la exportación de soja y eliminó las de los demás productos, lo
que supone una merma en la recaudación de entre 60 y 75 mil millones de pesos
para el año 2016.
“El conflicto terminó”, aseguraron los dirigentes
ruralistas, sin advertir que al mismo tiempo se iniciaban otros conflictos. El
primero y más evidente para cualquiera, excepto, por lo que puede apreciarse,
para un dirigente ruralista tipo, es el que indefectiblemente habría de afectar
a varios sectores de la producción agrupecuaria: el automático aumento del 25%
del precio del maíz incrementa los costos de producción de los criadores de
aves y cerdos, así como los de los feed lots, reduciendo la dudosa ganancia del
17% al parecer obtenida por la eliminación de las retenciones a la exportación
de carne vacuna. Es preciso recordar –y sería saludable que lo recordaran los
dirigentes ruralistas– que las carnes argentinas no son automáticamente
colocadas en el mercado internacional, como suelen serlo el trigo, maíz,
girasol o soja, de manera que mediante la exportación el productor no recuperará
la porción del mercado interno perdida por el aumento de precio de ese y otros
alimentos.
Porque este es el otro detalle: al 50 % de incremento del
precio de los alimentos primarios debido a la devaluación, debe sumarse un
aumento, promedio, del 15% originado en la eliminación de las retenciones.
Al ser acompañadas estas medidas por la apertura de los
mercados, maravillosa panacea que viene destruyendo la producción nacional
durante los últimos 200 años, las carnes y alimentos argentinos se ven
obligados a competir con sus equivalentes extranjeros, beneficiados en sus
países de origen por subsidios e incentivos, sobreacumulados por la retracción
del consumo en sus países de origen, e introducidos en nuestro país a precio de
dumping.
En los últimos años, el incremento del precio de la carne
vacuna hizo retroceder su consumo a expensas del pollo y el cerdo nacionales,
que a su vez ahora retroceden a expensas del pollo brasilero y del cerdo
europeo.
De no tener el cerebro estragado por su ilimitada ambición y
las malas compañías, el ex dirigente de la Federación Agraria y actual senador
Alfredo De Ángelis conseguiría recordar el colapso de la industria aviar de
Entre Ríos durante la década del 90 originado en los altos costos internos y la
introducción de pollos brasileros. Ante esto, si es que se le ocurre algo y no
está durmiendo la siesta, se sumará a quienes piden una nueva devaluación… que
no hará que reproducir los resultados de la primera.
Una de cal… y otra de cal
Todo lo ocurrido podría haber sido calculado por el
almacenero de la esquina si éste siguiera siendo gallego y no chino, pero sus
resultados parecieron sorprender al menos a algunos de los funcionarios de la
cartera económica, quienes creyeron, o fingieron creer, que el ominoso acuerdo
con los fondos buitre traería una tempestad de inversiones, tanto como la
devaluación y eliminación de retenciones llevaría a que los exportadores de
granos liquidaran los stocks y las divisas acumuladas.
Y en este punto, uno no sabe si son o se hacen.
¿Qué demente invierte en un mercado que se achica y en un
país en el que, como es previsible, aumentará la conflictividad social? (Es
posible desplumar una gallina sin que chille si se le saca una plumita cada
diez minutos, pero no si se le pretende arrancar todo el plumaje de un saque.
Otro tanto ocurre con los trabajadores, en especial cuando surgen dirigentes
gremiales que, no estando domesticados, no son, precisamente, aves de corral)
¿Y por qué los exportadores van a liquidar todo el stock al ritmo que pretende
el gobierno, siendo que aspiran a una nueva devaluación?
Todo lo que ha conseguido Cambiemos fue contraer deuda
externa por 30 mil millones de dólares y provocar una, para los funcionarios,
“sorprendente" inflación que acabará siendo del 50% anual.
El aumento de los precios, que al parecer pretendería ser
demencialmente corregido mediante la libre importación de alimentos y productos
industriales, ha hecho desaparecer las ventajas relativas que la devaluación
supuso para los exportadores, pero a la vez agudizó los perjuicios que esa
devaluación ocasionó al conjunto de la sociedad, mayormente a los trabajadores,
comerciantes y pequeños industriales.
Es razonable que los exportadores, los criadores afectados
por la libre importación y productores agropecuarios en general, así como los
industriales, reclamen una nueva devaluación que les devuelva a los primeros la
rentabilidad que creen merecer y a los demás alguna posibilidad de
supervivencia, ya que en pocos meses la conducción económica ha conseguido el
milagro de dejar a nuestro país en peores condiciones que durante la
convertibilidad: al tiempo que se deteriora la capacidad adquisitiva de los
salarios, los precios en Argentina vuelven a igualar a los más caros del
planeta.
No es difícil predecir qué surgirá de esta combinación.
Por lo pronto, puede decirse que lejos de beneficiar, la
política de Cambiemos terminó por aniquilar las posibilidades de mejoría de las
economías regionales, excepto en el rubro contrabando o, para decirlo con
elegancia, comercio exterior hormiga.
El inconveniente aquí es que, contrariamente a los
exportadores, las empresas trasnacionales, los bancos y los especuladores
requieren, para seguir haciendo sus negocios tal como lo estableció el señor
Martínez de Hoz y lo perfeccionó Domingo Cavallo, de un dólar a valor estable o
al menos previsible.
Y el más serio inconveniente es que precisamente es ese
sector el que ha tomado el gobierno, de lo que los productores agropecuarios
demorarán en comprender el mismo tiempo que demande la recuperación de las
neuronas exterminadas por la prédica cotidiana de gurúes económicos y medios de
comunicación.
Este conflicto es una bomba de tiempo que habrá de estallar,
tarde o temprano, al interior de la alianza gobernante. Y resta ver si uno de
los sectores adquiere el suficiente poder como para disciplinar al otro, o si
encuentra el modo de hacerlo coparticipar de sus negocios.
Sobre llovido, mojado
En este ya de por sí difícil panorama que el propio gobierno
se provocó a sí mismo, el ministerio de Energía, con el explícito aval
presidencial, incrementó el precio del gas en boca de pozo --sin que nadie
tuviera una idea precisa del costo de producción del fluido--, llevándolo de 2
a 5 dólares el millón de BTU, medida que combinó con la compra a Chile del gas
proporcionado por la trasnacional Shell a 6,90 U$S el millón de BTU. Un 53% más
caro que los 4,50 que cuesta el gas licuado transportado en barco y a mucho más
del doble de los 3 U$S a que lo suministraba Bolivia, cuyas autoridades
desmintieron tajantemente los argumentos dados por el ministro para justificar
este dislate.
A todo esto, la prestigiosa Fundación Bariloche estimó el
costo del millón de BTU en boca de pozo en 1,90 dólares.
La consecuencia práctica de la medida consistió en un tan
descomunal como impreciso incremento de las tarifas de gas y luz, habida cuenta
que parte de su generación es gasífera. Y como para no quedar fuera de tono, se
más que duplicó el costo del servicio de agua corriente, mucho más impreciso y
errático si cabe, toda vez que no se tarifa de acuerdo al consumo sino a los
metros cuadrados de superficie del bien “consumidor”, que puede tanto usar
millones de litros como ninguno.
Según la ilustrativa nota publicada por Claudio Scaletta en
el diario Página 12
(http://www.pagina12.com.ar/diario/ultimas/20-307101-2016-08-17.html) el
aumento del precio del gas en boca de pozo supuso una transferencia anual de
recursos a las empresas de unos 45.000 millones de pesos, en lo que tanto
podría verse un rasgo de torpeza como las huellas de un negociado.
Para Scaletta, se trataría de ambas cosas. En sus palabras:
“El gobierno es torpe y existen a su interior grupos que hacen negocios, pero
la clave no está en estos dos puntos” sino en que se trata “junto con la
devaluación y la quita de retenciones, del núcleo duro del proyecto económico
de Cambiemos” en “la creencia en que las súper ganancias son buenas para las
empresas y el desprecio por los efectos sociales del tarifazo”.
La necedad presidencial, que insiste con defender la
injustificable y hasta ahora injustificada medida, trata de ser atemperada por
sus asesores de imagen, de ahí que Cambiemos haya elaborado una estrategia
comunicacional que, combinando campaña publicitaria con operaciones de prensa,
trata de convencer a la sociedad de que el aumento de las tarifas resulta inevitable.
La campaña va desde el meneo de advertencias apocalípticas
sin fundamento a explicaciones “técnicas” y comparaciones que podrían resultar
contraproducentes, toda vez que la población podría tomar consciencia –¡por
fin!– de que las tarifas en Argentina de TV por cable, de conexión a Internet y
de telefonía celular revistan entre las más elevadas y abusivas del mundo.
Por otra parte, los conceptos de “caro” o “barato” son
siempre relativos y deben ser considerados respecto a qué se los compara.
Por su parte, el discurso apocalíptico, el argumento de que
sin aumento de tarifas las empresas concesionarias no llevarían a cabo tampoco
ahora las inversiones y mejoras que nunca hicieron, resulta sumamente oportuno
para enmendar uno de los mayores desastres provocados por el menemismo y al que
los gobiernos que lo sucedieron jamás atinaron a encontrarle remedio: la
privatización de los servicios públicos, responsabilidad que el Estado jamás
debió haber abandonado.
Más allá de los posibles resultados inmediatos, la necesaria
discusión acerca de la pertinencia de una modificación tarifaria, es sumamente
oportuna toda vez que, de acuerdo a la experiencia, la sociedad se encuentra en
condiciones de evaluar las consecuencias del retiro del Estado de aquellas
áreas que por su importancia estratégica, económica y social, no pueden ser
dejadas en manos de particulares. Como resulta lógico y comprensible, el
interés de un particular se centra en el beneficio que pueda obtener de su
esfuerzo y su inversión, y carece de la menor relación con los intereses
estratégicos del país y con las necesidades de la sociedad.
El suicidio anunciado
Habiéndose introducido en tan peligrosos barriales, el
gobierno insiste en seguir chapoteando y confía en los resultados de la
manipulación mediática, olvidando que si en ocasiones pueden serle a favorables
en materia de opinión, no lo serán en la experiencia práctica, que viene a ser
un aspecto algo descuidado de eso que se llama “realidad”. Más allá de la
opinión o la ideología impuesta a martillazos mediáticos, el sueldo alcanza o,
en su defecto, resulta insuficiente para lo que cada uno cree merecer. Que, por
otra parte y por más empeño que pongan los creativos periodistas del grupo
Clarín, jamás podrán convencer de resignarse a la austeridad a una sociedad
habituada –a través de esos mismos medios– a presenciar, admirar y emular el
nivel de consumo de los más pudientes y renombrados.
De igual manera, mediante la reiteración de eslóganes
publicitarios, se podrá seguir destruyendo la capacidad de razonamiento de
empresarios y comerciantes, pero cuando el alza de los precios reduce las
ventas y el incremento de insumos y tarifas vuelve ilusoria la ganancia o, como
ya se prevé, provoca pérdidas y descapitalización, hasta el más lobotomizado
comprende que lo más conveniente será cerrar el comercio o vaciar la empresa,
invirtiendo lo que ha podido salvar en la importación o acaso la timba
financiera.
Este es un camino previsible y nadie podrá culpar a un
industrial de vaciar su industria, pero el resultado será un aumento del
desempleo, una mayor pérdida del poder adquisitivo de los salarios, una más
pronunciada reducción del mercado interno y un simultáneo incremento, en el
mejor de los casos, de la conflictividad social y, en el peor, del delito, que
viene a ser el modo anárquico, individual y desesperado en que se expresa el
conflicto social.
Hacia ahí insiste en
dirigirse el gobierno, y muy especialmente el presidente, en parte en beneficio de algunos intereses,
pero mucho nos tememos que mayormente debido a la intoxicación que provocan las
campañas publicitarias destinadas a modelar la opinión de los idiotas. Lo
curioso del caso es que vienen a ser esos mismos idiotas quienes promueves
tales campañas que acaban intoxicándolos.
El poder judicial lo advirtió a tiempo y tiró al gobierno un
salvavidas, que el propio gobierno se empeña en desinflar.Fue así más que
grosera la presión sobre la Suprema Corte para que se pronunciara
favorablemente a un tarifazo que muy pocos podrán pagar, que producirá el
cierre de industrias, el despido de mayor número de trabajadores, un mayor
quebranto del comercio, un incremento todavía mayor de la inflación y,
consiguientemente, un aumento de las presiones devaluatorias, que de tener
éxito, a su vez reproducirían, aumentado, los mismos efectos de estos primeros
meses del año.
La Corte no ha cedido del todo las presiones y, en un nuevo
intento de salvar al gobierno de sí mismo, postergó la resolución del tema
hasta la realización de las audiencias públicas que establece la ley.
El gobierno tendría, así, una nueva oportunidad de corregir
su política, lo que, según parece, lamentablemente no hará.
De ahí en más, podrá empezar la cuenta regresiva para un
proceso de restauración oligárquica que jamás debió haber comenzado. Pero nada
será amable, por así decirlo, y resultará arduo reparar y sobreponerse al daño
que estos meses han producido en la estructura social y productiva del país.
Sin ánimo de ser agorero, quien escribe sospecha que el
único modo posible de salir del berenjenal en el que Cambiemos se ha y nos ha
metido con la eliminación de las retenciones y su insistencia en el error, sea
a las trompadas.