Mucho se habla de terminar con la famosa grieta
que polariza la opinión de los
argentinos, aunque esto también es un fenómeno mundial. Es difícil creer que
ésto sea posible si analizamos el comportamiento de los medios y las redes
sociales.
Ya en el marco de las “52 Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales”, realizada en mayo del 2018, el Papa Francisco se
refirió a “El drama de la desinformación es desacreditar al otro, presentarlo
como enemigo, hasta llegar a la demonización que favorece los conflictos. Las
noticias falsas revelan así la presencia de actitudes intolerantes e
hipersensibles al mismo tiempo, con el único resultado de extender el peligro
de la arrogancia y el odio. A esto conduce, en último análisis, la falsedad”.
Las noticias falsas y la manipulación no son un
fenómeno nuevo. En realidad han existido siempre, y durante la segunda mitad
del siglo pasado, fueron objeto de intensos debates académicos y profesionales.
La gran novedad es la diversidad de fuentes;
antes las noticias falsas y la manipulación eran producidas por un sistema
comunicativo concentrado en unas cuantas agencias informativas internacionales,
y las propias de las naciones dominantes que a menudo se confundían, y los
periódicos, radio y televisión concentrados en los grandes poderes económicos.
Ahora, las nuevas tecnologías de la comunicación
han diversificado y multiplicado las posibilidades de la manipulación de las
emociones y hasta de las conciencias de millones de personas, de forma
instantánea. Lo pueden hacer hasta los individuos, pero los consorcios
políticos y económicos siguen liderándolo.
Nos vienen a la memoria infinidad de casos de lo
que hoy llaman post-verdad, como aquella película ítalo-norteamericana “El
Monstruo en Primera Plana”, cuyo argumento discurría en un joven dirigente del
Partido Comunista italiano acusado falsamente de un crimen de violación
convertido por periódicos en un mayúsculo escándalo de repercusiones políticas
en una campaña electoral.
Al gobierno de Salvador Allende lo convirtieron
en un estrangulador de las libertades en Chile, aunque cayó sin haber reducido
ningún derecho; de la revolución constitucionalista dominicana de 1965 se
tejieron historias hasta de violación de las monjas para tratar de justificar
la invasión de Estados Unidos. Y todavía al comienzo de este siglo el sistema
comunicativo justificó la inmensa destrucción de Irak con la consigna de que
Sadan Hussein tenía unas armas de destrucción masiva que todavía no han
aparecido.
Los medios masivos son corporaciones –grupos de
empresas interconectados y especializados- de modo que no es posible que
sigamos tratándolos como “cuarto poder”, “expresión de la opinión pública”,
“guardianes de la democracia”, etc., son, el poder, en uno de sus múltiples
rostros.
Decir que los medios tienen dueños es una
obviedad pero dejar de explicitarla es el riesgo de naturalizar su esencia
hasta hacerla desaparecer.
Los medios masivos tienen sus rutinas y una
maquinaria perfectamente engrasada para moverse dentro de la complejidad. Por
eso basta con pagar a los periodistas para que hagan su trabajo y, la mayor
parte de las veces, saben hacer su trabajo y no dan demasiados problemas.
Los periodistas no son maquiavélicos, ni se
ponen de acuerdo, hacen su trabajo. Mezclan las palabras: revueltas,
revoluciones, transiciones, dictadores, orden, violencia, insurgentes,
revolucionarios. Ritualizan el lenguaje para hacerlo inmune a la contradicción:
democracia (impuesta), libertad (otorgada), orden (coactivo); localizan a los
“fastthinking”: opinadores habituales y especialistas con pedigrí que imprimen
en sello de autoridad de la que los medios carecen.
La ritualización incorpora esa parte de
naturalización que nos imposibilita para percibir los límites de nuestro propio
pensamiento, lo que nos pertenece a nosotros y lo que adquirimos sin darnos
cuenta.
El lugar del público es el de espectador
interesado, nunca el de participante. Hay que asegurarse de orientar su
interés.
Los medios son sujetos políticos, no son
servidores de la política. Por eso es ingenuo pensar que alguna vez informarán
de lo que realmente se cuece en la esfera política. Ellos son la parte de la
política que se encarga de nuestras mentes.
Los medios masivos nunca están con los pueblos,
los observan, los miran…, a veces con extrañeza, a veces con paternalismo,
otras con preocupación. Cuando pueden, se las ingenian para mandar de vuelta
los mensajes que gritan los pueblos y no pueden callar, los pasteurizan y
esterilizan para el consumo de un público al que se protege de posibles
contaminaciones.
Las consignas de los pueblos son traducidas para
los espectadores ávidos de información. En el nuevo orden lingüístico, los
pueblos siempre tienen razón, por supuesto, pero parte de esa razón ha sido suprimida.
Los medios masivos nunca mienten, de vez en cuando reconocen equivocarse, pero
siempre cuentan parte de la verdad. La verdad adecuada. No todas las verdades
son adecuadas ni convenientes, por eso, el tiempo post-acontecimiento es
fundamental para seleccionar la verdad conveniente. Manejar el tiempo es
manejar la memoria.
Al igual que hacen los prestidigitadores los
medios masivos necesitan desviar la atención, que no se vea el truco, rapidez
para cambiar la paloma por la liebre, o al contrario. Donde había un presidente
pongamos un dictador, donde había fundamentalistas pongamos pueblo y donde ya
hay pueblo pongamos al ciudadano.
Publicado: Viento Sur