Por Ricardo Ragendorfer.- 2 de abril de 2019
La DDI Lanús-Avellaneda a la que pertenecía el
comisario bonaerense muerto en un tiroteo con la Federal ostenta un récord
catastrófico: diez oficiales actualmente presos, incluidos tres comisarios
mayores que supieron ejercer su titularidad. Los hábitos más notables abarcan
el chantaje a comerciantes (incluidos a los de La Salada), las zonas liberadas
para cometer asaltos, el gerenciamiento zonal del narcotráfico y la protección
a la piratería del asfalto. Vidal nuncá cortó con los malos hábitos de la
Bonaerense y el comisario extorsionador abatido había sido felicitado apenas
una semana antes por su ministro de Seguridad.
Durante el fin de semana los noticieros
deleitaron al público con imágenes y datos del tiroteo entre elementos de la
Federal y una patota de la Bonaerense. En términos policiales, un clásico tipo
River y Boca. Las especulaciones son variadas: desde un negocio territorial
disputado por ambas fuerzas, hasta una “cama” en el marco de alguna interna de
la mazorca provincial, pasando por una “operación” contra la gobernadora María
Eugenia Vidal.
Por lo pronto, dada la corrupción sistémica en todas
agencias estatales de seguridad del país, habría que preguntarse si el único
muerto de la jornada, el comisario de la DDI Avellaneda-Lanús, Hernán David
Martín (quien había acudido con su gente al lugar del episodio para cobrar una
extorsión), dio la vida en el “cumplimiento del deber”.
Por un puñado de pesos
Martín, un sujeto de cejas espesas, mirada
gélida y más mandíbula que cuello, contaba con el aprecio de la superioridad y
el respeto de sus hombres. Pero era temido en ciertos arrabales del Sur. A los
43 años el destino parecía augurarle un venturoso porvenir. De hecho, el 14 de
enero había ascendido a comisario. Entonces fue puesto al frente del Gabinete
de Drogas de la DDI (abocado a la lucha contra el tráfico al menudeo),
convirtiéndose así en el apóstol preferido del cabecilla departamental,
comisario mayor José Hernández. Su ladero fue un morocho con sobrepeso y aire
intimidante, al que cariñosamente llamaba “Angelito”. Era el capitán Eduardo
Ángel Franicevich.
El 23 de
marzo el ministro de Seguridad provincial, Cristian Ritondo, se felicitaba en
Twitter por la captura de una banda de narcos en Lanús. Aunque, en rigor, solo
se trataba de un matrimonio de dealers, en cuya casa se decomisaron 235 gramos
de cocaína y medio ladrillo de marihuana. Una nadería. El operativo corrió por
cuenta de esa simpática dupla. Aquel mismo sábado el comisario Martín atendió
en su celular una elogiosa llamada de alguien que lo tuteaba, y creyó que era
una broma cuando su interlocutor se identificó como Ritondo.
“Contás todo con mi apoyo. ¡Seguí así, Hernán!”,
fueron sus palabras, antes de que el policía balbuceara un sorprendido
agradecimiento.
Ritondo habría sentido en aquel momento un
ramalazo de optimismo al pensar que en la DDI Avellaneda-Lanús las cosas se
iban encarrilando. Porque hasta entonces esa dependencia únicamente le había
provocado mala sangre. Tanto es así que él ya tuvo que relevar allí nada menos
que tres cúpulas,
Lo cierto es que la DDI en cuestión ostenta un
récord catastrófico: diez oficiales actualmente presos, incluidos tres
comisarios mayores que supieron ejercer su titularidad. Los hábitos más
notables de la casa abarcan (sí, dicho en tiempo presente) el chantaje a
comerciantes, las zonas liberadas para cometer asaltos, el gerenciamiento zonal
del narcotráfico y la protección a la piratería del asfalto. Entre sus
trapisondas que recientemente tomaron estado público (a través de su correlato
penal y el consiguiente rebote periodístico) resaltan los “aprietes” a
puesteros de la feria La Salada y también la sustitución habitual de cocaína
secuestrada por harina, un tema que involucro de manera directa al personal del
Gabinete de Drogas (el área al mando del malogrado comisario).
“¡Seguí así, Hernán!”, insistió Ritondo, antes
de cortar la comunicación.
Cuatro días después; es decir, al caer la tarde
del miércoles, el comisario Martín salió con premura de su despacho en la sede
de la DDI, situada en la calle 12 de Octubre, a dos cuadra de la avenida Mitre.
En el playón lo aguardaba Franicevich y otro
sujeto de aspecto torvo; se trataba del subcomisario Luis Otero, a cargo del
Gabinete de Secuestros.
Ellos lo guiaron hacia una camioneta no
identificable. Allí los esperaba el oficial ayudante Silvio Vergara. Y en la
cabina había una mujer. A simple vista no se le notaba su incipiente embarazo,
pero sí que su muñeca izquierda estaba esposada al volante. Ella sollozaba en
silencio.
Angelito la trató de “puta”.
Otero, no más caballeroso, le alzó la cara con
un dedo en el mentón, y dijo: “Doscientas lucas, ¿entendiste? Tu marido tiene
que poner esa guita”. Y le extendió un celular.
El marido, un dominicano que estaba bajo el
radar de esa patota policial por los dichos de un soplón que lo apuntó como
“transa”, no dudó en guardar un prudente silencio al oír la suma exigida.
A la media hora recibió a los tres oficiales en
su domicilio de Lanús. Al rato los visitantes se fueron con apenas 30 mil
pesos.
El forzado anfitrión había quedado en entregar
el resto dos días después.
De modo que durante la noche del viernes, la
esposa del dominicano y una amiga aguardaron puntualmente a los extorsionadores
en la Shell situada en el Acceso Sudoeste y Madariaga.
Ellos no suponían que en el interin esa mujer
los había denunciado en la UFI 4 de Lanús, a cargo de la fiscal María
Garibaldi. Ni que el lugar de la cita estaba infestado de federales disfrazados
de clientes y empleados.
La siguiente escena ya fue ampliamente difundida
por la prensa: la voz de alto a Franicevich; el desconcierto de Otero; la
resignación de Vergara y la furia asesina de Martín, quien hirió a dos
perseguidores, antes de caer abatido.
El tipo murió por 170 mil pesos.
Libertad de empresa
La expresión del ministro Ritondo exudaba un
despecho casi infantil. Corría la mañana del 30 de marzo (exactamente una
semana después de su telefonema con el
“occiso”) y él enfrentaba al periodismo para dar cuenta de lo ocurrido.
“No eran policías, eran cuatro delincuentes que usaban el uniforme azul”, dijo,
con un dejo de pesadumbre. Entonces, agregó: “El que mancha el uniforme, se
va”. Después farfulló algunas cifras: 12.700 efectivos separados desde que él
asumió el cargo y 420 tras las rejas en el mismo lapso. No sin destacar que los
delitos policiales eran casos “excepcionales y aislados”.
Sin embargo, el procurador general de la
provincia, Julio Conte Grand, lo contradijo al señalar que “la resistencia de
las mafias en la policía en muy grande”. Luego se sinceró, al decir: “Es muy
difícil, casi imposible, modificar ciertos esquemas delictivos en las fuerzas
de seguridad”.
Mientras tanto, la señora gobernadora María
Eugenia Vidal, quien supo hacer de la “lucha contra las mafias policiales” uno
de sus estandartes más preciados, se llamó a silencio.
Para comprender esta trama, conviene retroceder
a diciembre de 2015. Ya se sabe que la llegada de Vidal al primer despacho de
La Plata fue para ella y su equipo algo tan sorpresivo que no hubo tiempo para
diseñar debidamente una política hacia la fuerza de seguridad más díscola del país.
Por lo tanto, la solución fue recurrir a la “herencia recibida”; es decir, las
nuevas autoridades resolvieron servirse de la estructura policíaca dejada por
la gestión anterior. Es ahí donde emerge la señera figura del comisario Pablo
Bressi, entronizado en reemplazo (por razones jubilatorias) del poderoso jefe
saliente, Hugo Matzkin, de quien era su delfín. En aquel momento, ni Vidal ni
Ritondo imaginaron que acababan de dar un salto al vacío.
Semejante continuismo ofuscó de manera llamativa
a los “porongas” de otras líneas del comisariato que habían cifrado en el
cambio de gobierno sus ilusiones por acariciar la cima de la repartición. A
partir de aquel momento, la animosidad hacia el Poder Ejecutivo de los sectores
policiales disconformes se hizo sentir con un minucioso “gradualismo”. Primero,
con bromitas iniciáticas (como brindarle a Ritondo datos falsos para que los
repitiera alegremente por TV), luego, con la táctica de “poner palanca en
boludo”, así como en la jerga canera se le dice al trabajo a reglamento. En
paralelo, estallaba en el Gran Buenos Aires una escalada de sugestivos delitos:
secuestros exprés como el del fiscal general de Lomas de Zamora, Sebastián
Scalera, y el del ex diputado duhaldista –y actual dirigente del PRO– Osvaldo
Mercuri, junto con asaltos como el ocurrido en la casa del intendente de La
Plata, Julio Garró, y la vandálica incursión al hogar del ministro de Gobierno,
Federico Salvai. Pura demostración de fuerza. Y con satisfactorios resultados.
El reemplazo del irritante Bressi por el
componedor Rubén Perroni puso nuevamente en funcionamiento la armonía interna
de la fuerza. Cambiar algo para que nada cambie. En consecuencia, así también
se restableció el antiguo pacto de los uniformados con los ocasionales
pasajeros del Poder Ejecutivo; a saber: demagogia punitiva a cambio de vista
gorda con los negocios sucios. Ya se sabe que la recaudación es el sistema de
sobrevivencia de la policía. Y que una fuerza autofinanciada es una fuerza que
se autogobierna.
Si lo ocurrido en Avellaneda algo enseña es que
las cajas recaudatorias de la Bonaerense nunca han dejado de tintinear. Y que
la súbita irrupción de los federales sólo fue una circunstancia extraordinaria.
Fuente: Nuestras Voces