Teodoro Boot
Para felicidad de una oposición cerril, amoral y
corrompida, que se pasa por el cuarto los intereses nacionales y pretende
condenar definitivamente a más de la mitad de la población a la marginalidad
económica, política y social a la que la llevó en los últimos cuatro años, una
irresponsable polémica –a primera vista bizantina y boba– amaga con desgarrar a
la coalición gobernante: los ex funcionarios y dirigentes opositores al
macrismo, debido a razones políticas primero estigmatizados por los medios de comunicación
y después detenidos –y en algunos casos condenados– por distintas instancias
judiciales, en la mayoría de los casos transgrediendo las normas del debido
proceso ¿son o no son presos políticos?
El presidente aclara que técnicamente no lo son,
en tanto no se encuentran a disposición del poder ejecutivo y no está en manos
del poder político la facultad de liberarlos o desprocesarlos. Y, trascartón,
la presidenta de una de las líneas de Madres de Plaza de Mayo, un senador
nacional y nada menos que un miembro del gabinete salen a contradecirlo.
Estando, como uno cree (tal vez erróneamente),
estar entre gente grande, que sabe o debería saber de qué se trata, que (vistas
las consecuencias) ha aprendido de lo peligroso y perjudicial que resulta el chamuyarse encima al divino
botón, cuesta creer que lo que se
discute sea lo que se argumenta públicamente. Pero si se debate mediáticamente
al estilo Wanda Nara, agarrémonos fuerte: es señal inequívoca de que muchas personas
grandes y al parecer serias no han aprendido absolutamente nada, ni de lo
ocurrido en los últimos 75 años ni del reciente desastre propiciado por errores
y liviandades de similar naturaleza.
No estamos –ni lo estuvimos en la mayor parte de
los años transcurridos desde el 17 de octubre de 1945 o, con mayor precisión,
desde que un 12 de octubre de 1916 asumía el gobierno el primer presidente
electo por el voto popular– frente a un conglomerado de poder que tenga algunos
puntos de coincidencia, tanto en los aspectos económicos, como en los sociales,
culturales o en lo que al interés nacional se refiere, con lo que, más que un
partido político, debiéramos entender como un necesario movimiento nacional. Y,
en los últimos tiempos, empezó a gestarse como un tímido frente electoral.
Estamos –hoy más que nunca antes– frente a una banda de gángsters decididos a
depredar un país que no les importa en lo más mínimo, infinitamente menos de lo
que les preocupaba a los Duhau, Álzaga Unzué o Pereyra Iraola, quienes obtenían
su renta del territorio, al que en consecuencia, se veían obligados a cuidar de
alguna manera: estos gángsters tratan de apropiarse de todo cuanto puedan y al
costo que sea: sus verdaderos y estratégicos intereses no están vinculados al
territorio sino al sistema financiero internacional. Se trata –y ya lo han
demostrado con claridad– de tipos dispuestos a acabar –de la forma que
necesiten hacerlo, aun físicamente– con quien se les ponga delante, que cuentan
con inmensos recursos mediáticos, judiciales, delictivos y –lo que no es
menor–, en algunos casos por interés y en la mayoría por manipulación, con el
apoyo o la simpatía de un significativo porcentaje de la ciudadanía.
Es suicida jugar –como alegremente se hizo en el
2015, con las consecuencias a la vista– con gente dispuesta a todo, sin
pruritos ni prejuicios de ninguna naturaleza, y con el suficiente poder como
para conseguir lo que quieren.
En un país partido desde sus mismo origen,
organizado institucionalmente en contra del pueblo y los intereses nacionales,
con poderes económicos ausentistas que han sido capaces de colonizar al poder
judicial, manejar los medios de comunicación y “educar al soberano”, un país
que después de décadas de violencia consiguió por fin estabilizar algo parecido
a la democracia, lo primordial es siempre construir la mayoría suficiente para
ganar las elecciones, y después –evitando la tentación de hablarse encima en la
absurda creencia de que el palabrerío es capaz de transformar las cosas–
ampliar esa mayoría –no de hacerla “mejor”, más pura y cristalina, sino más
amplia, más gris y heterogénea– a fin de contar con alguna capacidad de
gobernar. Y, dentro de lo posible, tener la calma y la sabiduría suficientes
como para no propiciar la unidad de esa oposición que, en esencia, está
dividida y a la que sólo han unido nuestros errores y nuestra propia estupidez.
No vamos aquí a sumar nuestro palabrerío al
palabrerío al divino botón y –viejos y cascoteados como estamos– ni se nos
ocurrirá ponernos en tiquismiquis y especular sobre quién tiene la razón acerca
de si los detenidos, procesados y hasta condenados judicialmente por pertenecer
a un movimiento político son o no son presos políticos. ¿Qué importancia tiene
esto finalmente? Lo que interesa es saber que su liberación no está en manos
del Poder Ejecutivo sino de quien los ha procesado y detenido ilegalmente: el
poder judicial. Y muy especialmente de la Corte Suprema, que de una vez por
todas debe hacer cumplir su propia acordada. Es ahí donde hay que mirar y
exigir la solución de un estado de cosas que no sólo viola la ley sino que
vulnera los derechos humanos y agravia el más elemental sentido de la decencia.