Por Sandra Russo
El lunes pasado, cuando Macri, en su primer
discurso, acusó al electorado de la corrida cambiaria por la que ahora es
denunciado su gobierno, él mismo y con su furia rasgó el velo que casi todos
estos años, salvo en los lapsus, lo preservó. Lo vimos a través de ese tajo que
el resultado electoral le hizo a su máscara. Aunque lo que decía era
incoherente y antidemocrático, irresponsable y psicópata, un rayo
tranquilizador surgía de esa imagen parlante, de ese hombre destemplado que
mordía bilis mientras fabulaba que “el mundo” nos daba la espalda de antemano
por cómo habíamos votado. Ese rayo leve pero insisto, extrañamente
tranquilizador, provenía de estar viéndolo por fin, viéndolo a él, y no al
holograma coucheado al que estamos acostumbrados.
Después, ya de nuevo en personaje, dijo que no
estaba enojado con los votantes (ya estaba de nuevo en campaña, de modo que lo
que hizo no fue exactamente disculparse con el peronismo o el Frente de Todos,
sino avisarles a los no peronistas que ya no aguantan más esta sangría y que
votaron a Alberto Fernández que “que los valora”, que “piensa que su futuro”,
ese que él viene forjando con tanto ahínco, y a cuya localización se accederá
“cuando terminemos de cruzar el río”. Ahí ya estaba atajado y atajando, como
siempre, con algún as bajo la manga (algo posiblemente ilegal), y el efecto de
repulsión volvió a su curso normal. Después vimos en quién se repaldará hasta
octubre: en la sacerdotisa del odio que piensa “dar una paliza” electoral
sumando a los esquiadores.
Apareció enseguida la interpretación de ese
cambio abrupto e ilógico del discurso (no había querido ofender, estaba enojado
con él mismo por no haber hecho más, no había podido dormir, etc.), como
parecido o asimilable al del golpeador que primero te faja y a los dos días te
llora arrodillado diciéndote que estaba nervioso, que había sido un mal día,
que nunca más te va a pegar. Y es cierto que en algunos aspectos el círculo de
la violencia era reconocible, pero también era reconocible en el o la psicópata
a secas, esos seres sin culpa que siempre la trasfieren a sus víctimas y
lastiman sin alterarse. Después de todo, los golpeadores son un subgrupo entre
los psicópatas.
Pero hay más variaciones. Preferiría asimilarlo
aquí a otro discurso, que es el que Cambiemos camufló todos estos años,
embadurnándose con una posmodernidad ya pasada de época, con globos y piletas
dibujadas en el cemento, con bigotes de disfraces, con terapias provenientes de
California y toda esa levedad que conocemos. Con frases hechas, con lugares
comunes, con un relato pueril aunque miles de veces multiplicado en sus
aparatos de difusión, Cambiemos logró esconder casi todo el tiempo su verdadero
discurso, que es el de la supremacía. Ese discurso general de la supremacía ha
sido el que sostuvo en el poder, en distintos tiempos, a pequeños grupos que
lograron fabricar artefactos políticos entrelazados con la profunda y única
convicción de esos pequeños grupos: por decisión divina, “natural”, de linaje,
de raza, de clase o de religión, esos grupos gobernaron para sí mismos,
amparados psíquicamente en su propia superioridad por sobre el resto de la
población. Reyes, zares, tiranos, dictadores, autócratas, emperadores, a lo
largo del tiempo, ejercieron ese juego mental de supremacía, fetichizaron su
derecho al poder, y para mantenerse en él llevaron adelante cientos de
desastres y masacres.
El Pro es un partido político creado para ganar
elecciones, no para perderlas. Su objetivo no es influir en la vida del país,
sino ejecutar un plan de negocios de alta intensidad, que un triunfo popular
aborta. Nunca Macri podrá mejorar en nada la vida de los ciudadanos, porque el
Pro es un rejunte supremacista, que no puede decirlo pero que observa a la
sociedad argentina, a todos los sectores que ellos mismos no ocupan, como un
conglomerado molesto de seres inferiores que insisten en vivir como si tuvieran
el derecho de hacerlo. Con viejos que tienen ahora la mala costumbre de vivir
mucho. Con niños que no paran de nacer y a los que hay que vacunar y darles
algo de comer en las escuelas, aunque hayan cerrado miles de ellas y hayan
despreciado a los docentes y a los científicos y a los artistas. Con
discapacitados que quieren cobrar pensiones y portadores de VIH que quieren
recibir sus cócteles.
Ellos nos miran como si fuéramos un circo lleno
de fenómenos. El fénomeno humano que el supremacista argentino más rechaza, la
síntesis de su revulsión tanto ideológica como estomacal es un estereotipo
llamado “negro de mierda”. Se equivocaron las clases medias que comparten esa
revulsión –que no es espontánea ni azarosa, sino el fruto de una lenta
construcción política y cultural iniciada en el siglo pasado -, cuando creyeron
que el supremacista podría a los rubiecitos con empleo en blanco y hogar de
chalecito a dos aguas en su propio conjunto. Nunca se encimaron los conjuntos
de las clases medias y los del supremacista. No estaba previsto. No resultaría
lógico desde la perspectiva del supremacista. Ellos, sea los que portan
apellidos o enormes fortunas amasadas en el borde o del otro lado de la ley,
son un ínfimo club de campeones de no se sabe qué, que creen que pueden usar a
un Estado nacional para su exclusivo beneficio.
Lograron victorias electorales gracias a que
nadie en los grandes medios refutó nunca sus mentiras. Lograron que a muchos
trabajadores con ansias locas de ascender socialmente se les nublara la razón y
creyeran que Macri venía a traerles alegría. Trajo dolor. Dolor a destajo. Lo
único que el supremacista tiene y da de buena gana a los seres de los
estamentos inferiores es dolor. Disfruta provocando ese daño, porque proyecta
en el dolor que causa su propia estatura. Como Bolsonaro o Trump. Se siente más
fuerte y seguro cuando tiene las riendas cortas. La oscuridad en la que pone al
pueblo redirige las luces al palacio.
Esa es la verdadera lógica de Macri y la de su
discurso de superioridad, tan absurda en alguien tan poco dotado. Lo único que
tiene es dinero. Macri es el que vimos por el tajo de su máscara. Ese que
querría fulminarnos y tener a su disposición un país de zombies que se dejen de
organizar política, sindical o socialmente. La tarea cultural profunda del
macrismo apuntó a eso. A introyectar la idea de que vinimos al mundo a sufrir.
Pero no encontró un país cómodo para desarrollar
su proyecto. Hay países alrededor de la Argentina en los que esa tarea fue
sangrienta pero cumplida. Aquí los supremacistas se chocan de cabeza contra
distintas tradiciones pero sobre todo con la que amparó y dio derechos a los
“negros de mierda” que la elite tanto detesta. Es gracias al peronismo que en
lo profundo de la argentinidad late ese impulso de supervivencia. Nuestro
pueblo sabe mirar a los ojos al patrón o al supremacista, y reclama y no se
cansa de reclamar generación tras generación una vida dichosa.