El escándalo que involucra al fiscal Stornelli dejó al descubierto el lado oscuro de los tribunales. Antecedentes, tarifario y "brotes verdes" del lawfare.
Por Ricardo Ragendorfer
El fiscal federal Carlos Stornelli resultó ser
un abanderado de la denominada lawfare, tal como se le dice a la
judicialización de la política. Y la causa de las fotocopias fue la gran
oportunidad que le dio la vida.
Con el juez Claudio Bonadio ideó un sistema
confesional basado en la delación asistida. Una mixtura entre el macartismo y
la inquisición española a los efectos de encarcelar a todo imputado que no
declare lo que ellos quieren oír. Así se originó el festival de los
arrepentidos. Pero el fiscal habría tensado la cuerda extorsiva más de lo
debido, extendiendo su voracidad procesal hacia la alimentación de presuntas
cuentas bancarias a su nombre.
El juez federal Luis Rodríguez tampoco atraviesa
su mejor momento. Si bien ya arrastra cinco pedidos de juicio político desde el
año pasado, esta vez el disparador de sus tribulaciones actuales fue el
testimonio como arrepentida (casualmente en el expediente de las fotocopias) de
Carolina Pochetti, viuda de Daniel Muñoz, quien afirmó que a través del abogado
Miguel Ángel Plo su marido la pagó al magistrado 10 millones de dólares para
aliviar una causa por enriquecimiento ilícito.
La coincidencia de ambas situaciones da a pensar
que el supuesto afán recaudatorio de Stornelli y Rodríguez sería apenas el
primer signo visible de un hábito expandido en Comodoro Py como una mancha
venenosa.
Un fenómeno notable. Porque el affaire económico
más impactante que se realizó en aquel templo de la ley no fue una dádiva
recibida sino entregada; específicamente, los 400 mil dólares pagados por el
juez Juan José Galeano a Carlos Telleldín (con la complicidad del gobierno
menemista y la SIDE) para involucrar a un grupo de policías bonaerenses en el
atentado a la AMIA.
Más allá de este desliz, los magistrados y
fiscales asentados allí solían ser más cuidadosos en cuestiones crematísticas
que sus pares provinciales e, incluso, los del fuero ordinario.
Estos dos últimos, en sociedad con la
corporación policial, fueron parte de una pujante industria nacional: el armado
de causas. Y con una terrorífica variedad de recursos escénicos: datos
ficticios, pruebas plantadas, testigos no identificados y el arresto de
inocentes.
Ya en octubre de 2007, el ministro bonaerense de
Justicia, Eduardo Di Rocco, presentó una estadística sugestiva: de los 29 mil
presos provinciales, se estimaba que cinco mil serían absuelto. Por años se
mantuvo esa tendencia de inminentes excarcelaciones, puesto que –según
reconocía la Procuración–, se trataba de personas privadas de la libertad en
base a testimonios mendaces y pruebas inconsistentes. En buen romance, les
armaron una causa. Se trataba de una tradición pacientemente cultivada desde
comisarías y juzgados de todo el país con una diversa batería de razones: desde
errores en la pesquisa hasta el afán de mejicanear un botín, pasando por
extorsiones, necesidades estadísticas o, sencillamente, la presión por resolver
con rapidez algún caso que excita la agenda mediática. Así funciona la cofradía
del uniforme y la toga. Lo que se dice, un atractivo festín para el señor Franz
Kafka.
No es una exageración decir que en semejante
modalidad hubo grandes “emprendedores”. He aquí los más memorables.
La doctora Raquel Morris Dloogatz, quien brilló
al frente del Juzgado Federal de Morón, tuvo a fines de 1999 el gran mérito de
ser la primera jueza del país en ser destituida por el Consejo de la
Magistratura. Íntima del temible comisario Mario “Chorizo” Rodríguez, integró
con él –según el expediente– “una banda abocada a la extorsión de personas
investigadas penalmente”, delito por el cual también obtuvo una condena a
cuatro años de cárcel.
No le fue a la zaga el juez del fuero criminal
platense, Amílcar Benigno Vara. Ni su colega federal de Dolores, Hernán
Bernasconi. El primero resultó eyectado de su cargo por “encubrimiento,
prevaricato, abuso de autoridad y violación de los deberes de funcionario
público” en 27 causas; entre éstas, las desapariciones de Andrés Núñez y Miguel
Bru en manos de la policía. El otro, a su vez, terminó tras las rejas junto a
un selecto grupo de agentes del orden por “falsedad ideológica, adulteración de
documento público y asociación ilícita” en perjuicio de “ricos y famosos”, cuyo
blanco preferencial –como ya se sabe– fue Guillermo Cóppola.
Pero si hay una vida que resume el vínculo negro
entre las fuerzas de seguridad y la Justicia esa es la del ex fiscal general de
San Isidro, Julio Novo. Al respecto, bien vale evocar una vieja historia suya.
Una historia que también involucra a un comisario de ojos rasgados y kilos de
más, que en los primeros años del siglo solía aparecer profusamente por TV. Se
trataba del entonces jefe de Delitos Complejos de la Bonaerense, Ángel Casafuz.
En los corrillos de la mazorca provincial
aseguran que en la mañana del 3 de julio de 2002, Casafuz atendió el teléfono.
Se dice que desde el otro lado de la línea estaba Novo. El doctor estaba
nervioso, puesto que un ladrón había entrado a su hogar. El caso es que éste
ahora yacía en el suelo con tres tiros en la espalda. Y Novo empuñaba una
pistola aún humeante. Al parecer, el muerto estaba desarmado. Antes de llegar
la policía –según los vecinos– acudió a la casa en cuestión un sujeto de ojos
rasgados y kilos de más. Y curiosamente, en el expediente quedó asentado que,
junto al cadáver, había “un revólver calibre 32”. Aquel “favor” habría sido
retribuido con creces.
Desde una visión más global, el gran aporte de
Novo (ya eyectado del cargo por proteger a los asesinos de dos narcos
colombianos acribillados en el estacionamiento del Unicenter) consistió en
consolidar un sistema que a los fiscales les exige mano dura, condenas sin
pruebas, acusar por las dudas. Y con un férreo control sobre ellos. Un control
cifrado en coacciones de toda índole, para desalentar a quienes tuvieran la
osadía oponerse a la fabricación de culpables en escala industrial. Novo había
hecho escuela.
En tal sentido, la pesquisa por el secuestro y
muerte de la niña Candela Rodríguez –ocurrido a mediados de 2011 por una
rivalidad entre narcos de Hurlingham– es aún hoy recordada como una pieza
sublime de la dramaturgia jurídico-policial. Su intencionalidad no fue otra que
encubrir, en los arrabales de ese crimen, los negocios policiales con el hampa.
Casi una razón de Estado. Y bendecida por el fiscal general de Morón, Federico
Nieva Woodgate, quien además enfrentaba una denuncia por su colaboración con la
última dictadura.
Pero estas disfunciones se convirtieron el 10 de
diciembre de 2015 –tal vez en el mismo instante en que Mauricio Macri
bailoteaba en el balcón de la Casa Rosada– en una pesadilla distópica. Desde
entonces la subordinación de la Justicia al Poder Ejecutivo comenzó a ser casi
obscena.
Y la provincia de Jujuy fue el laboratorio del
asunto.
Aquel mismo día, tras asumir, el gobernador
Gerardo Morales envió a la Legislatura un proyecto para ampliar de cinco a
nueve los integrantes de la Corte Suprema local. Así instaló en el máximo
tribunal a diputados radicales de su confianza, junto con parientes de sus
funcionarios. Dicho sea de paso, aquel trámite parlamentario no le llevó más de
24 horas, y dos de sus elegidos acababan de votar aquella ampliación en su
carácter de legisladores. A su vez, la presidente de la Corte, Clara De Langhe,
nombró al yerno, Gastón Mercau, como juez del juzgado ad hoc para las denuncias
contra militantes de la Túpac (cargo del cual después sería relevado por el
implacable Pullén Llermanos), mientras el ministro de Seguridad, Ekel Meyer,
ponía a su amante, la doctora Liliana Fernández de Montiel, en la fiscalía
competente en aquellos mismos expedientes. Así, por caso, fue diseñada la
arquitectura judicial para convertir a Milagro Sala en un cadáver político. O
en un cadáver a secas.
En menor o mayor medida, tal modo de “retocar”
al Poder Judicial fue aplicado en todos los territorios provinciales gobernados
por Cambiemos. Y en la justicia federal. “Subordinación o jury”, fue la
consigna.
Eso bien los supo –por ejemplo– la procuradora
Alejandra Gils Carbó. Y también el camarista federal Eduardo Freiler.
La maniobra en el Consejo de la Magistratura que
provocó el desplome de éste merece ser evocada. Fue una intriga palaciega que
incluyó la expulsión (por un tecnicismo) de un miembro del cuerpo para “hacer
número” en la votación. Una gran proeza en el campo escénico en base a un plan
concebido por el abogado Alejandro Fargosi junto al inefable lobista
tribunalicio Daniel Angelici y bajo el mando táctico del ministro de Justicia,
Germán Garavano.
Macri aplaudió aquel logro a rabiar ya que fue
un importante paso en materia de intervención oficial sobre las decisiones
judiciales. Así las cosas.
En la era macrista la tasa de encarcelamientos
es la más elevada de la historia con 240 presos por cada 100 mil habitantes.
Ese incremento también se traslada al número de personas “engarronadas” por el
armado de causas. En el ámbito bonaerense, desde 2016, aquella desgracia pasó
de cinco a siete mil casos. Típica inflación penitenciaria.
Ese no fue el único aporte del PRO a la
cuestión. Porque en los últimos tres años esta práctica experimentó un giro
notable, una renovación cualitativa impulsada desde la cima del poder. Y
consistió sumar a la lista de sus víctimas a dirigentes opositores y ex
funcionarios del gobierno anterior. De hecho, la causa por el Memorándum con
Irán –hermanada a la increíble transformación de la muerte del fiscal federal
Alberto Nisman en un asesinato– es su ejemplo más emblemático.
Es ahí donde entran a tallar sujetos como
Stornelli y Rodríguez, entre otros inquisidores embarcados en la triple alianza
con los medios hegemónicos y los servicios de inteligencia. El “libre albedrío”
procesal que les concede el Poder Ejecutivo para construir culpables hizo de la
coacción extorsiva su arma más eficaz. Y con una franquicia no menor: la venta
de indulgencias.
Fuente: Zoom Revista