Por Ricardo Ragendorfer. 17 de abril de 2018
El escándalo desatado por las palabras de
Natacha Jaitt trae a la mesa la larga saga de extorsiones, sexo, balas y dinero
sucio en la que siempre hay espías o ex espías involucrados, junto a jueces,
políticos y “famosos”. Los senderos que cruzan a Martins, Macri y Stiuso.
El caos del significante. Así se podría definir
la suma de causas y efectos que acumula el llamado “caso Jaitt”. En resumen:
colgada de una pesquisa judicial sobre abusos a menores en clubes de futbol,
una famosa ex stripper denuncia sin pruebas en un programa de TV a personajes
ligados al poder por prácticas de pedofilia. Y confiesa que los escrutó por
cuenta de una “empresa privada”. La asiste detrás de las cámaras una mujer
enlazada al mundo de los espías. Se está, entonces, en presencia de un montaje
que deja al desnudo otro conflicto: la autonomía de los servicios de
inteligencia frente a las autoridades políticas de turno. Una historia que
confirma el vínculo entre los fisgones del Estado, el negocio de la
prostitución y el star system; algo que, en rigor, se remonta a la noche de los
tiempos con fines oscilantes entre el infundio, la extorsión y los “carpetazos”
basados en la sexualidad de sus víctimas.
Un ilustrativo ejemplo al respecto –ocurrido
hace ya dos décadas– fue el “affaire Spartacus”, llamado así en alusión a un
lupanar de homosexuales en la zona del Congreso. Su cénit: la difusión por TV
de un video en donde se veía al juez federal Norberto Oyarbide coqueteando allí
con un taxi boy disfrazado de vikingo. Aquellas imágenes habían sido filtradas
por el “gerente” del lugar, Luciano Garbellano, un proxeneta inescrupuloso e
impulsivo que supo instalar cámaras ocultas en las habitaciones. Lo cierto es
que, entre otras calamidades, el asunto destapó una red de protección policial
a prostíbulos encabezada por el jefe de la Superintendencia de Seguridad
Personal, comisario Roberto Rosa, que involucraba al propio Oyarbide. El 24 de
marzo de 1998, Garbellano fue baleado por desconocidos mientras conducía su
automóvil hacia a Zarate. Le pegaron seis tiros. Por milagro, sobrevivió. Y el
móvil del ataque no tardó en trascender: días antes había negociado la venta de
su preciada “videoteca” –a razón de 50 mil dólares la unidad– con dos enviados
de la SIDE. Y eso habría ofuscado de sobremanera a Rosa. Cabe destacar que uno
de los interesados en dicha transacción resultó ser el hoy célebre Antonio
Stiuso.
Fue la primera que vez que su identidad real
saltaba a la luz pública. Y en medio del río de tinta que corrió a raíz del
escándalo en cuestión, también emergieron otros nombres, tanto de espías como
de proxenetas. O con ambos oficios a la vez. Entre estos últimos resaltaba un
tal Raúl Martins Coggiola.
Si hay una vida que simboliza la utilización del
sexo comercial para el acopio de datos sensibles, esa es la suya. Bien vale
repasarla.
El rufián melancólico
Hubo un tiempo remoto en que Martins era otro:
“Aristóbulo Manghi”. Así fue rebautizado en la SIDE. Tenía apenas 27 años y un
espíritu locuaz, al que solía dar rienda suelta entre los parroquianos de
Angelo’s, un pequeño bar en la esquina de Santa Fe y Laprida. Allí –según un
testigo de esos días– decía dar clases de Historia en un secundario. Y provenir
de una familia acomodada, de la cual –se jactaba– hasta heredaría un pequeño
campo. Pero en más de una oportunidad, entonado por el whisky, solía revelar su
verdadera ocupación.
Nadie sabe con exactitud por qué el único hijo
de doña Cledis Precilla Coggiola, una madre severa y sobreprotectora, se enroló
en el organismo de la calle 25 de Mayo. Pero sí trascendió que su solicitud de
ingreso –recomendada por un teniente coronel amigo de la familia– fue
presentada en 1973. Meses después salió su “nombramiento condicional” con
categoría C-C33 IN 14, que en buen romance significa “agente secreto” con
funciones operativas. Y fue destinado a la Base Bilinghurst.
Es justo reconocer que, como hombre de acción,
lo suyo fue modesto. Sus primeras tareas fueron tomar fotografías de militantes
en actos y marchas, durante los días previos al golpe de 1976. A partir de
entonces, se dedicó al seguimiento de posibles “blancos de la lucha
antisubversiva”. De ese modo se hizo diestro en el arte del “ovejeo” y la
“capacha”, tal como en argot represivo se denominaban los dispositivos de
vigilancia sobre las futuras víctimas.
Hay que aclarar que el personal de la Base
Billinghurst tenía bajo su control el centro clandestino de detención
Automotores Orletti, nada menos que la filial vernácula del Plan Cóndor. Allí
hizo amistad con dos celebridades del terrorismo de Estado: Eduardo Ruffo y
Aníbal Gordon. Allí también hizo excelentes migas con un muchacho de su edad:
“El Lauchón”. Su nombre real: Pedro Tomás Viale. Incluso lo presentó en una
oportunidad a sus contertulios de Angelo’s. Al restaurarse la democracia en
diciembre de 1983, Martins dejó de frecuentar ese bar.
Tres años después renunció a la SIDE. Y al
tiempo se transformó en el “Yabrán de la prostitución”, como a él le agrada que
lo llamen. Hay quienes creen que en su conversión empresarial pudo haber dinero
negro del aparato represivo de la última dictadura. Paralelamente –y quizás por
hobby– retomó la docencia impartiendo clases de Historia e Instrucción Cívica
en un colegio católico del cual su abuelo había sido rector. En una ocasión
invitó al joven secretario de un juzgado correccional para dar una clase de
sobre adicciones. Era nada menos que Norberto Oyarbide. Todo indica que ambos
se conocían de otros claustros más festivos.
En tanto, sus burdeles prosperaban debido a su
notable cintura para tal negocio. Y se dedicaba a esa actividad sin haber
quebrado del todo su lazo con la SIDE. De allí reclutó dos estrechos
colaboradores: su “culata” predilecto, Marcelo Gordon (hijo del ya fallecido
Aníbal), y al agente Viale, quien seguía reportando en la central de espías a
la Sección de Contrainteligencia. Y su jefe no era otro que Stiuso.
Entre otros menesteres, Viale se ocupaba de
detectar si los teléfonos del patrón estaban intervenidos, además de pinchar
los de sus enemigos. Por ello, cobraba una suculenta mesada, la cual solía
endulzarse en caso de servicios especiales. Ya a fines de la primera década del
nuevo siglo, alternó aquellos quehaceres con un emprendimiento personal: la
instalación de un prostíbulo en Puerto Iguazú. Un proyecto ambicioso, dado que
dicho establecimiento iba a funcionar en un edificio de cuatro plantas, con
sala de juego, venta de drogas y hasta servicio de lavandería. Incluso tentó a
Martins con asociarse. Pero él desistió porque no era su zona.
A su vez, el Lauchón investigaba por cuenta de
“La Casa” –tal como se le dice a la SIDE– cuestiones vinculadas al
narcotráfico. En aquel contexto, tal vez haya encarado otras iniciativas
comerciales.
Por entonces Martens había expandido su imperio
hacia la paradisíaca ciudad mexicana de Cancún. Allí se estableció con su mujer
y brazo derecho, Estela Noemí Percival; los secundaba Gabriel Conde como
encargado cargo del Mix Sky Lounge, el lupanar insignia del ex espía en esas
latitudes.
Poco después, Martins tuvo que sobrellevar una
crisis policíaco-familiar que también arrastró al Lauchón, no sin inquietar a
Stiuso. Resulta que su hija, Lorena, lo había denunciado por “proxenetismo” y “trata
de personas”.
A principios de 2012 el Lauchón fue acusado por
Lorena de mandarle sicarios por cuenta del papá con el propósito de callarla
para siempre. Luego, al ser increpado por la mujer –puesto que lo conocía desde
niña–, Viale sólo atinó a esgrimir: “No sabía que estabas vos ahí”.
El azar jurídico quiso que la denuncia de Lorena
cayera precisamente en el despacho del juez Oyarbide. Y el asunto quedó en la
nada.
Pero Mauricio Macri quedó engranpado en el caso
por su desafortunada visita al Mix Sky Lounge durante su luna de miel con
Juliana Awada, para brindar con Conde, a cuyo papá supo tratar por ser
dirigente de Boca. Recién a tres semanas de trascender tal velada, el entonces
alcalde porteño esgrimió: “Parecía un boliche normal. No percibí nada raro. Eso
sí, no era muy lindo”. Sin embargo su paso por la Riviera Maya deslizó la
presunta existencia de aportes económicos para el PRO y sobornos al Gobierno de
la Ciudad con fondos de Martins. Y el asunto también quedó en la nada.
El 9 de julio de 2013, don Raúl pasó la mañana
en su hogar, un lujoso piso del condominio Mar Lago, en la zona hotelera de
Cancún. Pero la súbita irrupción de su asistente quebró la quietud. Ese hombre
le extendió un celular. Desde Buenos Aires le hablaba su abogado, Teodoro
Álvarez, por una mala noticia: el confuso fallecimiento de Viale, acribillado
durante el alba por el Grupo Halcón de La Bonaerense, al ser allanada su
casaquinta de La Reja por una causa de drogas. Martins asimiló el asunto
contemplando el mar Caribe por el ventanal. El sol sobre sus cejas lampiñas le
daba un aire de reptil.
Stiuso no tuvo ninguna duda de que se trató de
un ajuste de cuentas. Ni que detrás del crimen estaba su enemigo, el jefe de
los “Patas Negras, Hugo Matzkin. Pero también masticaba otra certeza: los
plomos que despenaron a su amigo y subordinado eran en realidad para él: en esa
noche fatídica debió ir a la casaquinta de La Reja a reunirse con el Lauchón,
cita que canceló a último momento. Problemas de agenda.
A brillar, mi amor
En aquel invierno el enfrentamiento de Stiuso
con el gobierno kirchnerista ya era un secreto a voces. Y él sentía que su
carrera comenzaba a tener fecha de vencimiento. De hecho, el asesinato de Viale
agravó la situación al dejar a la intemperie su lazo con Martins y, por ende,
la pata prostibularia de su ejército secreto. Los contratiempos se le
acumulaban.
En esa misma época una mujer algo enceguecida
recorría los programas televisivos de chimentos para responsabilizar al entorno
del representante de modelos, Leandro Santos, por la muerte de Julieta Gómez.
Ella integraba el staff de la agencia regenteada por aquel individuo, además de
noviar con su hermano. Y se había suicidado en la quinta de él.
La acusadora era Natacha Jaitt.
¿En qué afectaba este asunto a Stiuso? Resulta
que Santos –sobre quien en la actualidad pesa un pedido de extradición de la
Justicia uruguaya por los delitos de “proxenetismo y explotación sexual de
menores”– era nada menos que el hombre que proveía chicas de la noche al fiscal
Alberto Nisman.
“Natacha no sabe con quién se mete y menos aún
el poder que tenemos los Santos”, fueron entonces las palabras de don José, el
padre de Leandro.
¿Acaso se refería al jefe de Contrainteligencia
de la SIDE?
Lo cierto es que, tras el deceso del fiscal, su
hijo cerró la agencia. Stiuso fue constreñido a dar un paso al costado para
empezar así a operar desde la sombra del retiro. Y la SIDE fue reemplazada por
la AFI. Pero la señorita Jaitt siguió brillando en los medios.
En noviembre del año pasado, durante una
producción fotográfica para la revista Noticias, ella –según recordó su jefe de
redacción, Edi Zunino– se mostró verborágica y, de pronto, dijo: “Hasta la SIDE
me pide cosas”.
En ese marco se requiere una audacia casi
suicida para usar a la voluble Natacha en una operación de inteligencia.
Había llegado al set de La noche de Mirtha con
una parva de papeles, escoltada por su abogado, una ex espía y su hermano,
Ulises, quien oficiaría como apuntador. Ya se sabe el cariz que tomaron los
acontecimientos delante de las cámaras. Y los nombres que ella supo soltar.
No cabe ninguna duda de que el 30 de marzo se
produjo en el programa de Mirtha Legrand un momento inolvidable de la
televisión argentina.
Entre los invitados estaba un silencioso Guillermo
Cóppola, cuyo único gesto no pasivo fue alcanzarle a Natacha una hoja que se le
había traspapelado en el momento más picante de sus denuncias.
“Guillermo, vos estás en todo”, fueron sus
palabras de agradecimiento. Era como si él sólo hubiera tenido la misión de
contenerla con su presencia.
Al día siguiente circuló profusamente en las
redes sociales un video filmado el año pasado a hurtadillas en el restaurante
Río Alba, de Palermo; allí se lo ve a “Guillote” con un comensal de lujo: el
mismísimo Stiuso.
El mundo es un pañuelo.
Fuente: Nuestras Voces