“Si no
hay Justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”
Emiliano Zapata
Por Fernando Buen Abad Domínguez, Resumen
Latinoamericano, 7 marzo 2018
Viejos como la lucha de clases, los insultos
proferidos por los oprimidos suelen tener una misma base histórica y un mismo
propósito político. Son formas de la “expresión” popular que no siempre son
“fáciles” ni siempre proliferan masivamente, pero marcan (como pocas) los
territorios de la lucha simbólica donde, frecuentemente, el sentido del
humor más corrosivo surte efectos
demoledores en la moral de los “amos” y en sus ínfulas de prestigio. Desde
luego nunca falta el ingenioso genuflexo que se cree capaz de neutralizar los
“dardos” del insulto popular con escudos de silogismos chatarra y tandas
represivas a mansalva. Moral y palos.
Hay insultos de todo tipo contra las clases
dominantes. Se producen en todas las formas y en todos los géneros. Hay canciones,
bailes, poemas… dramaturgia, pintura, cine y humor variopinto. Ironías,
sarcasmos, chungas… e incluso afrentas francas basadas, casi exclusivamente en
la procacidad fermentada por el hartazgo o en la necesidad profunda de herir al
poderoso en alguna de sus fibras sensibles: madres, hijos o parientes cercanos.
Aunque no tengan culpa directa de los “pesares” (humillación y
explotación) que se acumulan en los
lomos de la clase trabajadora.
Hay un sentido subversivo en el insulto popular,
contra los gobernantes del dinero y los gobernantes de la política, que se
desliza de maneras diversas entre los territorios semánticos de cada época. La
mayor o menor intensidad del insulto suele ser coyuntural y es siempre eco de
conformaciones culturales predominantes. Nada escapa a los efluvios del insulto
escupido por los pueblos en el rostro de sus verdugos. Lo supo Cervantes como
lo supo Daumier… lo supo Chaplin y los supo Cantinflas. Abarca a las personas y
a las instituciones, cruza los mares de la furia social para levantar tormentas
de adjetivos, sustantivos y verbos… gestos, muecas y contorsiones. Todo sirve
si el insulto es certero, si pone a temblar las estructuras del ego en sus más
caras fortalezas del poder y logra ridiculizar todo aquello que sustenta la autoridad
de unos cuantos contra la inmensa mayoría. Incluso hay insultos finísimos.
Eso produce pánico en la clase dominante que
necesita como el aire algunos reductos de “respeto” o miedo para mantenerse en
pie. Un “subordinado” que se empecina en insultar a la autoridad, producto del
ascenso de la conciencia o de la fatiga, comienza a ser temido y reprimido. En
los casos más conspicuos se fragua un circulo virtuoso que, más temprano que
tarde, precipitará la caída de algún verdugo y facilitará un paso, así sea
pequeño, en el camino de la emancipación. Son testigo de eso las mejores
tradiciones del grotesco y de los carnavales. Por aludir a algunos casos.
Pero en el insulto también se reproduce la
ideología de la clase dominante infiltrada en las cabezas de los dominados. Por
ejemplo el sexismo que reina a sus anchas en el imaginario hegemónico burgués,
escurre sin control ni filtro sobre el arsenal de los se ejercitan para
insultar u ofender a los “patrones”. Por ejemplo, todo género de fetichismo de
los genitales y toda clase de subordinación coital machista, suele florecer en
la metralla ofensiva popular cargada con su sello de clase y con fuerza
irreverente. Eso hace una diferencia clara pero plantea un desafío semántico
nodal. No mediremos aquí con la misma vara la intensidad humillante de los
insultos de la clase dominante frente a los arsenales de la clase subordinada.
No caeremos en esa emboscada.
El “modo” en el insulto popular es determinante.
Implica a los matices y a las intenciones. Hay insultos que vienen de la
picaresca y del humor sexualizado y hay insultos que emergen del miedo y de la
rabia. No pocas veces son combinaciones barrocas con resoluciones explosivas.
Pero en su tesitura áspera, el insulto al poderoso implica un rompimiento. No
hay insulto popular contra los oligarcas que no pondere el enérgico tesoro de
la rebeldía. Contundentes y expresivos los insultos enriquecen en su
intensidad, y en su calidad, muchas de las fórmulas de la lengua española pero
con la jactancia de quien descubre una fuerza ofensiva cargada con analogías
que ven el léxico como un arma que tiene, indudablemente, aristas destructoras.
La defensiva pasando a la ofensiva. Igual que los tesoros, los insultos suelen
estar a flor de tierra y así, a lomos de muchos siglos, los lenguajes
peyorativos de clase se ha fortalecido, pacientemente. Es un arsenal popular de
palabras que al hacer temblar la vanidad del poder y el poder de la
explotación, extienden su ejemplo y se contagian más allá de la perspectiva
común y de la comarca del sometimiento (no hay límites idiomáticos ni
gestuales). Es un jardín fértil donde se rehacen los armamentos de las batallas
diarias y su poderío se vuelve potencialmente infinito. Pésele a quien le pese.
También es posible crear nuevos insultos mediante
la formación de conceptos y de vocablos contra los estereotipos impuestos que
caracterizan una conducta determinada o el nombre de una clase de individuos
(pero esto no es una cátedra de gramática) por cuanto el insulto refleja al
modo de producción y a las relaciones de producción degeneradas en hartazgo y
en rebeldía de pueblo contra sus “amos”.
Quedan fuera de ésta reflexión aquellas manías
burlonas que son sólo desplantes del individualismo burgués infiltradas en los
pueblos como formas de catarsis reducidas a banalidades. De esas, no obstante,
conviene rescatar lo que de ingenioso puedan desarrollar gracias la creatividad
personal y que bien pueden dar un salto de calidad movilizadas por el abrigo de
consensos que recojan lo que de fuerza rebelde aporten. Algunos ejemplos muy
valiosos están fermentando, por ejemplo, en USA contra Donald Trump y las
esquizofrenias mafiosas en sus empresarios de la guerra.
Así y todo sabemos bien que sólo con insultos a
los “poderosos” no se transforma la realidad. Que, incluso, una época fértil en
denuestos no implica, “per se”, saldos positivos en materia de organización ni
de elaboración de programas revolucionarios con vocación de praxis
sistematizada. La proliferación de los insultos contra la clase dominante, por
sí misma es sólo un síntoma que, para crecer en sus valores rebeldes, debe
construir conciencia y acción. De nada sirve quedarse complacido con una
concatenación de vociferaciones peyorativas si eso se torna sólo reducto que
tranquiliza. Una vez que estemos seguros del genuino origen popular de los
insultos a los victimarios del pueblo trabajador, es necesario acordar los
pasos que conducen a la salida emancipadora, de lo contrario quedaremos muy
contentos insultándolo todo para que nada cambie. Como reformistas vulgares.
Fuente: Rebelión/Instituto de Cultura y Comunicación