Por Silvana
Melo
(APe).- Ni el pacto de San José de Costa Rica ni
los tratados internacionales imaginaron que el contrato social podía
desarrollar una mancha voraz, una suerte de isla ilegal que devolviera a los hombres al estado de naturaleza.
Y que a la vez, la Argentina enarbolara un cambio de paradigma represivo que
regresara a las cavernas predemocráticas para consolidar la pena de muerte de
hecho. La pena capital con el juicio sumarísimo del gatillo ligero ya regía en
los barrios populosos y en las espaldas de los adolescentes. Hoy tiene el
abierto aval del Estado, que crea lobos
para el hombre en las escuelas de policía, felicita a quienes matan en defensa
propia con disparos en la nuca y legitima a las fuerzas armadas para el combate
del narcotráfico y el terrorismo, cuya imagen argentina (los que reciben el
balazo en la espalda) son los pibes y los mapuches con piedras y cuchillos de
cocina, por dar un par de ejemplos de asimetría feroz.
No es comprobable certeramente que Durán Barba
tenga razón. No se sabe si realmente la
mayor parte de la gente reclama la pena de muerte. Sí es real que la vocifera
en las colas de los bancos y en los volantes de los taxis. Sí es real que
nadie convoca para enfrentar la pena de muerte que de hecho se afianza en el
cambio de doctrina del Ministerio de Seguridad. No mueve multitudes Fabián
Exequiel Enrique, 17 años, muerto de tres balazos (dos en la espalda) por un
policía del Grupo Halcón en Quilmes Oeste. No genera empatía ni Fabián –que
aparentemente intentó robar un celular- ni el ladrón que persiguió y mató por
atrás Chocobar. Ni Rafael Nahuel, intentando huir de los lobos, desarmado y sin
salida.
Aunque todos los que los asesinaron mintieron.
Mintieron ataques que no existieron Mintieron armas de grueso calibre, armas de
fuego, armas letales que no había en las manos de los muertos. Mintieron para
que el aval del Estado, que sostiene la mentira y, si se cae, sostiene la bala
por la espalda de cualquier manera, convenza por precariedad social, por
in-conciencia, que es mejor un ladrón muerto, un militante muerto, un rebelde
muerto, que alimentarlo y bañarlo en un spa de Ezeiza, de Rawson o de Sierra
Chica.
El Estado, como parte de la estructura, crea
lobos para el hombre en escuelas de policía. Enseña la tortura como asignatura
basal, instruye a la venganza como la herramienta oxidada de la justicia,
construye fieras que no se rebelarán contra sus superiores (es decir no contra
el poder) sino que les harán pagar sus heridas a los condenados de los
márgenes: ladrones, desfasados, lúmpenes, prisioneros de villas y
asentamientos, adolescentes con el futuro amputado y toda otra amenaza social
surgida del descarte.
Entonces habrá más entierros que hacinados en
las celdas del sistema. Y la higiene social se desprenderá de sus escaras.
La Argentina pos dictadura supo sostener –en
mayor o menor medida según el color político- protocolos represivos que no
incluyeran a las fuerzas armadas. De hecho, las leyes de Defensa y de Seguridad
Interior prohíben esa participación. Y la memoria colectiva supo repelerla en
más de tres décadas. Sin embargo, el Gobierno Nacional anunció una Fuerza de
Despliegue Rápido conformada por tropas, aviones, camiones, buques y
helicópteros del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. La excusa es de manual,
todo un cliché latinoamericano para militarizar la vida con una respetable
máscara institucional de lucha contra el mal, encarnado en el narcotráfico y
elterrorismo. Mantos amplios y generosos que en la Argentina abrazan a todo
aquello que perturbe el Plan. O, en su defecto, el Eje del Bien.