El represor Héctor Pedro Vergez durante una de
las audiencias del juicio del campo de concentración de La Perla, en Córdoba.
CONFESIONES DE UN GENOCIDA
Fue una celebridad durante la dictadura cívico
militar. Ahora, preso en el pabellón de “los comunes”, apartado por sus
camaradas, el hombre que lideró el Comando Libertadores de América, fue jefe de
La Perla y del Batallón 601 de Inteligencia, cuenta sus crímenes y dice dónde
están los desaparecidos del III Cuerpo: “Los pusieron en una máquina de moler
piedras y los dejaron chiquitos como monedas”.
El represor Héctor Pedro Vergez durante una de
las audiencias del juicio del campo de concentración de La Perla, en Córdoba.
Foto: Irma Montiel.
Municipalidad de Río Cuarto 3
La Galatea
Alguna vez debe haber sido blanca la remera que
usa Héctor Pedro Vergez, aunque ahora se ve rosa veteada, señal de que ha sido
lavada con muchas otras prendas. Está sucia, tiene algunos agujeritos y manchas
de sangre fresca en la panza. Es lo único que tiene un color vivo en el
locutorio del Módulo MD1 del penal de Bouwer, un ambiente sofocante del tamaño
de un baño, cerrado con una reja por donde, cada cinco minutos, se ve pasar a
un penitenciario. La silla es chica e incómoda para cualquiera. Sentado, el ex
capitán del Ejército, jefe del Batallón 601 y del campo de concentración La
Perla, una celebridad en la última dictadura, parece un saché de leche doblado
por la mitad.
—Estoy con retención de líquidos —aclara. La
frente le suda mientras mastica medialunas.
Es septiembre de 2016, hace un mes que el
Tribunal Oral Federal N°1 lo condenó a prisión perpetua por los crímenes de La
Perla, el juicio que se extendió desde diciembre de 2012. A mitad del proceso,
Vergez fue sacado del Módulo MD2, el pabellón de lesa humanidad, a pedido de
sus camaradas, que lo acusaban de ser un “asqueroso, camorrero, que se tiraba
pedos en la trafic” que los llevaba a las audiencias. De ahí fue a parar al
MD1, de presos comunes, donde se peleó a trompadas -y perdió- con el millonario
Jorge Petrone, dueño de Gama, una de las constructoras más grandes del país.
Vergez es un desclasado entre los militares de la dictadura, un oficial con
origen proletario. El hombre que fue “Vargas” o “Gastón”, cuando era cuadro de
Inteligencia; y “El Porteño”, para los sobrevivientes de la Perla que lo
escuchaban hablar en las sesiones de tortura; tiene ahora otro apodo en el
ambiente carcelario: “Gillete”, por que lastima por todos lados.
Sentado en el locutorio del penal, recuerda su
origen humilde, y en especial un episodio que lo turbó para siempre: el día de
1965 que recibió un llamado al Regimiento de Caballería de Esquel donde estaba
designado como subteniente. Su padre, un campesino analfabeto que araba campos
ajenos en Victorica, La Pampa, estaba enfermo y quería despedirse de sus hijos.
El joven militar viajó al día siguiente.
—A mí me regaló un revólver 38. Él tenía muy
buena puntería —dice—. Me lo regaló como recuerdo y me dijo: “Bueno, ahora
cuando tu madre se distraiga yo me voy a matar”. Lo entendí perfectamente.
A mí
me regaló un revólver 38. Él tenía muy buena puntería —dice—. Me lo regaló como
recuerdo y me dijo: “Bueno, ahora cuando tu madre se distraiga yo me voy a
matar”. Lo entendí perfectamente.
Más tarde, cuando Ana Cein volvió de hacer
compras en el pueblo, con sus hijos, encontró a Juan Pedro Vergez, su marido,
colgado de la ducha del baño.
Los curas del colegio Salesiano al que habían
ido los chicos no dejaron que la familia hiciera un responso de cuerpo
presente.
—Eso jorobó mucho mis creencias, me alejé de la
Iglesia Católica —recuerda, tocándose el pecho, como señalando dónde sintió el dolor—
Ahora soy un creyente practicante, pero a mi manera. Un curita que me confesaba
en Marcos Paz me decía que yo iba a ser un santo, porque pienso siempre en los
pobres, dono ropa. Ahora rezo todas las noches por ellos, por mi familia y por
los muertos, para que estén bien en el cielo.
Vergez formó el Comando Libertadores de América
y en la actualidad es juzgado por los crímenes cometidos por esa banda
paraestatal en 1975 y 1976. Foto: Irma Montiel.
La entrevista quedó guardada durante un año en
el grabador. Iba a formar parte de la biografía de un jefe policial ya muerto,
pero nunca se escribió. A principios de 2017 Vergez dejó Bouwer -su prontuario
59782 lo considera un reo problemático- y fue trasladado al Pabellón B de la
Unidad 34 de Campo de Mayo, desde donde sigue por videoconferencia las
audiencias del juicio “Vergez-González Navarro”, que lleva adelante el TOF1 de
Córdoba y que tendrá sentencia en 2018. De ser hallado culpable, será su
tercera condena. En 2012, el Tribunal Oral Federal 5 lo condenó a 23 años por
tres desapariciones y cuatro casos de tortura ocurridos en 1977 en Buenos
Aires, cuando integró el Batallón 601.
Ahora es juzgado por crímenes cometidos en
Córdoba entre 1975 y 1976 por el Comando Libertadores de América (CLA), un
grupo clandestino que él lideró, conformado por policías y militares dirigido
desde el Batallón 141 de Inteligencia. Vergez es el ideólogo de la represión en
Córdoba: comenzó incluso antes que Luciano Benjamín Menéndez se haga cargo del
Tercer Cuerpo de Ejército. De su legajo personal surge que llegó destinado a
ese destacamento Teniente Primero y luego como Capitán desde el 7 de diciembre
de 1974 hasta el 29 de julio de 1976. Algunos de esos crímenes los cuenta en su
libro titulado “Yo fui Vargas: el antiterrorismo por dentro”, publicado a fines
de los ochenta.
—Ahora lo voy a publicar de nuevo. Me lo va a
pagar un amigo coronel —cuenta, pese a que negó ser el autor durante muchos
años.
Vergez tiene muy pocos dientes y los que aún le
quedan, están flojos y le sangran; de ahí quizás provenga la sangre que tiene
su remera. Habla rápido, las palabras le salen amontonadas, ininteligibles. Su
discurso es disperso, se va por las ramas.
Yo
tenía una radio que estaba conectada con el Comando Radioeléctrico (de la Policía
de Córdoba) y escuchaba todo. Yo decía “Opera OP3 en tal lado” y la policía no
tenía que aparecer, era una zona liberada.
—¿Cómo fue que llegó a Córdoba? ¿Cuál era su
misión y quién ordenó el traslado?
—Llegué a Córdoba por orden de la Jefatura 2 de
Inteligencia. Tenía que hacerme cargo del Grupo de Operaciones Especiales, que
ahora en los juicios lo llaman “OP3”, pero ese no era el nombre real —dice por
fin, después de hablar durante nueve minutos sobre caballos, precios de autos
chilenos, militares muertos, mujeres—. “OP3” era en realidad un indicativo de
llamada en radiofrecuencia. Yo tenía una radio que estaba conectada con el
Comando Radioeléctrico (de la Policía de Córdoba) y escuchaba todo. Yo decía
“Opera OP3 en tal lado” y la policía no tenía que aparecer, era una zona
liberada.
—¿El trabajo era coordinado con el D2 de la
Policía?
—Sí. Yo fui amigo de Alberto Luis Choux (jefe de
Policía) y de Brochero (subjefe). Cuando el Ejército se hizo cargo de la
Policía, Choux renunció, decía que iban a terminar todos presos porque los
militares no saben hacer procedimientos. En ese entonces Raúl Pedro Telleldín
era jefe de la regional Villa María y ordenaron traerlo a Córdoba. Choux no
quería saber nada: “Nooo, qué van a traer ese pone bomba”, decía.
En octubre de 1975 Raúl Pedro “Turco” Telleldín,
ex suboficial del Ejército, se hizo cargo del Departamento de Inteligencia de
la Policía D2. La relación con Vergez era fluida. Ambos eran peronistas y
habían llegado recomendados por el Consejo Superior del Partido Justicialista.
Vergez solía pasearse con su traje blanco de gala con insignias de teniente por
el despacho partidario de Avenida Córdoba, en Buenos Aires.
—Cuando llegó al D2, a Telleldín lo veía una vez
por día. Nos encontrábamos en un bar frente a la plaza San Martin, tomábamos un
café con medialunas y me contaba las novedades de la noche. Algunas veces yo
acompañaba a los del D2 a hacer los procedimientos.
Cuando llegó al D2, a Telleldín lo veía una vez por día. Nos
encontrábamos en un bar frente a la plaza San Martin, tomábamos un café con
medialunas y me contaba las novedades de la noche. Algunas veces yo acompañaba
a los del D2 a hacer los procedimientos.
—¿Con quién salía?
Había tipos que eran muy buenos combatientes:
Herminio Jesús Antón, le dicen el Bocha; también (José) Buceta, le decíamos
Sérpico, porque andaba todo el día vestido como el famoso policía de la
película. Él era el marido de Graciela Antón, la Cuca, que no tiene nada que
ver con nada esa pobre chica…
—¿Por
qué le decía “pone bomba” a Telleldín?
—Por qué va a ser… —se ríe y cuenta—. Un día voy
al D2 y había un balde de 20 litros con explosivos. Le digo: “¿Qué estás por
hacer?”. “Nada, lo voy a hacer definir a monseñor Raúl Primatesta, que anda
dubitativo”, me dijo. El arzobispado tenía una puerta de madera labrada
preciosa. ¡Podés creer que le voló a la mierda la puerta y le puso “viva
Montoneros”! Yo lo acompañé, me acuerdo.
“Nada, lo voy a hacer definir a monseñor Raúl Primatesta, que anda
dubitativo”, me dijo. El arzobispado tenía una puerta de madera labrada
preciosa. ¡Podés creer que le voló a la mierda la puerta y le puso “viva
Montoneros”! Yo lo acompañé, me acuerdo.
Otra “hazaña” que Vergez cuenta con orgullo es
el robo del cadáver de Marcos Osatinsky, el “Pelado”, líder de la Fuerzas
Armadas Revolucionarias (FAR) que huyó de la cárcel de Trelew, Chubut, en 1972.
Según Vergez, “el Pelado” fue asesinado el 21 de agosto de 1975 por orden de
Menéndez en un falso enfrentamiento, cuando era trasladado desde el D2 al penal
de San Martin. Su cadáver tenía que ser enviado a su provincia natal, Tucumán.
—Telleldín me dijo que el cuerpo no tenía que
llegar a Tucumán, porque iba a ser un quilombo bárbaro. “¿Y qué hacemos?”, le
dije yo. “¡Lo vamos a hacer nacionalista, lo vamos a llevar a Barranca Yaco!”,
me contestó.
Eso hicieron. Secuestraron al chofer que llevaba
el ataúd, lo ataron a una escalera, y se llevaron el auto. Manejaron hasta el
lugar donde el 16 de febrero de 1835 fue emboscado el caudillo federal Facundo
Quiroga a manos de sicarios de Juan Manuel de Rosas. Tiraron el féretro a un
aljibe abandonado, a 200 metros del monumento que recuerda a Quiroga.
—El “Turco” lo llenó de bombas y lo voló a la
mierda —asegura.
Vergez baja del camión del Servicio Penitenciario
de Córdoba para ir a la sala de audiencias de Tribunales Federales. Foto: Irma
Montiel.
Si se respira profundo, en el locutorio del
Módulo MD1 el aire huele a cuerpo húmedo, ropa sucia y comida calentada que
llega desde las celdas. Las tripas me crujen; hace cuatro horas que no como
nada. Enfrente mío, Vergez mete en su boca desdentada pedacitos de una
medialuna, después cierra la caja y la guarda en una bolsa. Acaba de
desprenderse el pantalón y abrirse la bragueta porque, dice, tiene problemas en
un testículo y la ropa le aprieta. También tiene una hernia de disco y es
bipolar diagnosticado: cae en pozos depresivos y pasa días sin bañarse. Los
psiquiatras del penal dicen que “hace la caída”, que en la jerga carcelaria es
fingir.
Cuando está mejor, habla. Desde que está preso
habló varias veces en los juicios y dio notas periodísticas. Ha pedido plata a
cambio de información. Esta vez su condición para dar la nota fue una docena de
medialunas frescas.
—Y que sean de panadería Pugliese —aclaró por
teléfono— las otras son como goma espuma.
Pero esta mañana salí de mi casa apurado, manejé
20 kilómetros desde Córdoba hasta Bouwer, atravesé nueve puertas y tres
requisas, todo sin las medialunas.
—¡Ah no! Yo te di mi palabra, vos no cumplís la
tuya —refunfuñó, cuando me vio llegar sin caja—. Si no traés medialunas no
hablo.
¡Ah
no! Yo te di mi palabra, vos no cumplís la tuya —refunfuñó, cuando me vio
llegar sin caja—. Si no traés medialunas no hablo.
Se sentó en la silla y cruzó los brazos como un
chico encaprichado. Así quedó cuando salí de la piecita —el guardiacárcel se
mordió los labios para no reírse—, crucé las nueve puertas esta vez para salir
y manejé a Córdoba en busca de su panadería favorita.
—Ahora sí. ¿Qué querés saber? —dijo una hora
después, ya con sus medialunas—¿No querés que te cuente algo sobre Petrone? Es
homosexual ese…
—Me enteré de que tuvo un problema…
—Gravísimo. Se va a comer una perpetua bárbara,
ese. Me tiene envidia porque yo manejo el pabellón.
En el MD1 de Bouwer conviven varias capas
sociales de la delincuencia: están “los primarios”, debutantes en la cárcel;
los abusadores sexuales, los familiares de policías y está, también, el sector
VIP, compuesto por funcionarios y empresarios condenados por estafas inmobiliarias,
un rubro en el que Vergez incursionó hasta el 2000, cuando lideraba la
Asociación Nacional de Lucha contra la Usura, dedicada a extorsionar a pequeños
propietarios endeudados y quedarse con sus bienes.
La última vez que compartió presidio con sus ex
compañeros de armas fue en la Navidad de 2014. Esa Nochebuena no fue tan buena
para Vergez, que terminó en el piso recibiendo piñas y patadas de cuatro ex
integrantes del D2 de la Policía, que lo acusaban de robarse la comida de la
heladera y de tirar papel higiénico sucio en las celdas. Los que le dieron como
en bolsa, según él cuenta, fueron Carlos “Tucán” Yanicelli, Yamil Jabour,
Calixto “Chato” Flores y Luis Alberto Lucero. Sus camaradas del Ejército no
intercedieron para defenderlo.
—Y pensar que con Lucero tomábamos mate dulce
con yuyito en los recreos. ¡Qué caradura! —se excusa—. Ellos dicen que me robé
una pata de lechón, pero solo tiré el tupper con olor a podrido.
En octubre 1975, cuando Montoneros atacó el
Regimiento de Infantería del Monte, en Formosa, Luciano Benjamín Menéndez, que
acababa de asumir al frente del Tercer Cuerpo de Ejército, envió a Vergez y a
Telleldín hasta la provincia del Norte.
—A la vuelta, tuve una charla con Menéndez
—cuenta —. Le dije que nos teníamos que preparar para la guerrilla, los
policías del D2 eran unos pelotudos que no sabían torturar. Los policías sólo
preguntan: “Dónde están las armas, dónde está la plata”. Así no logran nada.
Entonces le dije: “Mi general, ¿por qué no me da Campo de la Ribera para llevar
a los que seguro son guerrilleros? No tenemos que dejar ninguno vivo porque si
no después vamos a terminar todos presos”.
A la
vuelta de Formosa tuve una charla con Menéndez —cuenta —. Le dije que nos
teníamos que preparar para la guerrilla, los policías del D2 eran unos
pelotudos que no sabían torturar. Los policías sólo preguntan: “Dónde están las
armas, dónde está la plata”. Así no logran nada. Entonces le dije: “Mi general,
¿por qué no me da Campo de la Ribera para llevar a los que seguro son guerrilleros?
No tenemos que dejar ninguno vivo porque si no después vamos a terminar todos
presos”.
Hasta entonces, Campo de la Ribera, ubicado en
la zona sudeste de la ciudad, había sido una cárcel militar. Pero a partir de
diciembre de 1975 se convirtió en el primer campo de concentración de la ciudad
de Córdoba. Vergez sigue:
—Menéndez preguntó: “¿Y qué más necesitamos?”;
“Autos”, le dije. “Y de dónde los sacamos”, “Tenemos que robarlos, mi general,
porque si usted se los pide a la Renault no se los va a dar”, le aclaré. “¿Y
cómo los piensa robar?”; “Y… de caño, mi general ¡Cómo va a ser!”, le dije.
Habremos robado 300 autos, hasta los generales me pedían para regalarles a sus
mujeres.
Vergez: “Habremos robado 300 autos, hasta los
generales me pedían para regalarles a sus mujeres”. Foto: Irma Montiel.
—¿Con quién salía a robar?
—Con la gente del D2 y del destacamento. Siempre
nos fijamos que tuvieran un buen seguro. Si no tenían buen seguro, lo
devolvemos.
Además de autos, Vergez se llevó a Campo de la
Ribera a varios de los efectivos del D2 que en la Navidad de 2014 lo aporrearon
en el pabellón, y a cuatro policías de la Policía Federal que nunca fueron
juzgados.
—¿Y La Perla?
—La Perla fue creada porque Campo de la Ribera
nos quedaba chico. Además, Menéndez quería un lugar en el que no hubiera
policías. En La Perla nunca entraron.
La
Perla fue creada porque Campo de la Ribera nos quedaba chico. Además, Menéndez
quería un lugar en el que no hubiera policías. En La Perla nunca entraron.
Vergez estuvo al frente de La Perla, el mayor
campo de concentración del interior de país, hasta mediados del 1976. Piero Di
Monti, uno de los sobrevivientes que más tiempo pasó en ese lugar, declaró:
“Cuando yo llegué, el jefe superior era Vergez, que era una figura de gran
relieve, respetada por todos. Era el jefe, el líder, el constructor del Comando
Libertadores de América, que llega a La Perla tratando de crear, ya en forma
oficial, los grupos operativos del Ejército”. En julio fue ascendido y pasó al
frente del Batallón 601 de Inteligencia, en Buenos Aires. El cambio de mando
dejó al frente de La Perla a su rival histórico, Ernesto “Nabo” Barreiro, con
quien hasta hoy mantiene acusaciones cruzadas y “se tiran con muertos” durante
las audiencias.
Ernesto Barreiro torturaba. Después no sé. Yo no lo podía sancionar,
nada. Cada uno hacía lo que quería. No era como cuentan los testigos en el
juicio, pero no éramos carmelitas descalzas.
—¿Quién torturaba, si usted dice que no
torturaba?
—Ernesto Barreiro, seguro. Después no sé. Yo no
lo podía sancionar, nada. Cada uno hacía lo que quería. No era como cuentan los
testigos en el juicio, pero no éramos carmelitas descalzas.
El 10 de diciembre de 2014, durante la audiencia
196 del juicio La Perla, Barreiro pidió a los jueces del TOF1 que desalojaran
la sala: quería dar nombres y ubicación de los restos de 19 desaparecidos de La
Perla, que estaban en la lista de víctimas de la causa que lleva su nombre. Los
cuerpos, dijo, estaban enterrados en los hornos de La Ochoa, la estancia de
descanso de Menéndez en el predio de La Perla. Eran, según los querellantes,
“muertos de Vergez”. El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) ya
trabajaba en el lugar el 21 de diciembre de ese año e identificó los restos de
cuatro estudiantes de Medicina. Cuando le pregunto por esos cuerpos, Vergez se
pone tenso.
—No hay ningún testigo que pueda incriminarme,
Barreiro no tiene pruebas —arranca. Luego titubea y sigue—. Esos chicos estaban
haciendo una vigilancia para secuestrarme. Me controlaban con las Tonomac,
tomaban la radio policial y la radio mía, eso lo hacía Sara Solarz de
Osatinsky. Y bueno, les gané de mano (hace seña pulgar para abajo).
—¿Que hacían con los cuerpos de La Perla?
—Cuando se abrió La Perla yo le pedí a Menéndez que
los que ejecutaron a los guerrilleros fueran los jefes y oficiales de la
Guarnición Córdoba, muchos ni llegaron a juicio. Aceptó y dijo que él se
pondría primero. Después fueron conformando equipos con distintos jefes.
—¿Cómo era el procedimiento?
—Había que hacer un pozo, llevar piedras…
Luciano Benjamín Menéndez.
—Siempre se dijo que Menéndez participó del
fusilamiento del sindicalista Tomás Di Toffino.
—No lo sé, porque eso fue después de que yo me
fui. Habría que preguntarle a la hija, Silvia. Ella quiere saber dónde está el
cuerpo de su padre y yo lo entiendo, yo sé dónde está… yo sé dónde están los
desaparecidos, ya lo dije…
—¿Dónde están?
—Eh… —otra vez hay tensión en el cuerpo acuoso
de Vergez. No evade la pregunta—. Cuando vinieron a destruir todas las pruebas,
se los desenterró, vinieron oficiales y suboficiales de distintos lugares del
país, que ni Menéndez sabe los nombres, no los sabe nadie. Desenterraron los
cuerpos, alquilaron una máquina para moler piedras y los pasaron por ahí. Los dejaron
chiquititos así como una moneda, es lo que me han contado a mí, me lo contó uno
de los imputados, y la mitad los pusieron en la capa más profunda del terraplén
donde empieza la ruta que va a La Rioja. Apenas pasa Villa de Soto y empieza La
Rioja, en los primeros cien metros a la derecha.
Desenterraron los cuerpos, alquilaron una máquina para moler piedras y
los pasaron por ahí. Los dejaron chiquititos así como una moneda, es lo que me
han contado a mí, me lo contó uno de los imputados, y la mitad los pusieron en
la capa más profunda del terraplén donde empieza la ruta que va a La Rioja.
Apenas pasa Villa de Soto y empieza La Rioja, en los primeros cien metros a la
derecha.
—¿Cómo estaban enterrados?
—En pozos escalonados.
Es la última respuesta que da Vergez. Desde la
reja, un guardia avisa que es la hora.
—¿Puede ser media hora más? —suplica—. Te quiero
contar cosas sobre Petrone.
Fuente: En Redacción
Redacción: hola.enredaccion@gmail.com
Equipo de Investigación:
afondo.enredaccion@gmail.com