Partes de inteligencia, policía desbocada y el
viejo truco de fabricar la insurrección: radiografía desde el fin de fiesta de
la represión en el Congreso.
Ricardo Ragendorfer
La gran contribución teórica de la reforma
previsional fue haber extendido la doctrina de la “posverdad” al campo del
cálculo matemático a través de lo que se podría denominar el “Teorema de
Macri”. Su enunciado: “Si a los jubilados se les otorga 3.600 millones de pesos
en compensación a una quita de 100 mil millones, ellos no pierden poder
adquisitivo”. Una simpleza.
Pero su correlato parlamentario fue más
complejo: el carácter extorsivo de la “persuasión” ejercida por el Poder
Ejecutivo sobre ciertos gobernadores del peronismo no kirchnerista afecta
–desde el punto de vista constitucional– la validez misma de la ley sancionada
por la violencia del acto jurídico.
Por eso no debe asombrar la represión del 14 y
18 de diciembre en los alrededores del Congreso Nacional. Y con un despliegue
jamás visto. Aunque con un plan operativo de manual que remite a otras
tragedias históricas. Tanto es así que su esquema táctico fue casi un calco del
que supo implementar el presidente interino Eduardo Alberto Duhalde durante la
ya remota mañana del 26 de junio de 2002 en el Puente Pueyrredón.
Ya se sabe que ese hecho derivó en el asesinato
de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán ante numerosos testigos, algunos con
cámaras fotográficas y televisivas. Pero la trama de aquel miércoles negro
había comenzado semanas antes, cuando el entonces titular de la SIDE, Carlos
Soria, sorprendió a todos con un inquietante informe de inteligencia. El paper
revelaba la existencia de “un plan insurreccional en marcha”. Así, para el día
de los hechos se tejió una fina maniobra con el propósito de deslucir una marcha
piquetera, impulsando con provocadores e infiltrados una situación de caos para
luego aplicar sobre ésta una represión medida, disciplinante y con un alto
contenido mediático, a los efectos de instalar así la ilusión de que el “orden”
había sido restaurado.
Pero no contaban con la sutileza de La
Bonaerense.
¿Acaso las dos recientes cacerías humanas
emprendidas por las fuerzas macristas de seguridad tuvieron otra casuística?
“En las esferas más altas del gobierno se
manejaba un paper de la AFI con datos antojadizos. El más delirante: ‘un plan
insurreccional en marcha con 1.200 manifestantes dispuestos a tomar el
Congreso’”
Al respecto resulta curioso que el gobierno se
apurara en hacer circular a través de periodistas afines la versión de su
“malestar” hacia el titular de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI),
Gustavo Arribas, y su segunda, Silvia Majdalani, por la “inexistencia de
información para prevenir desmanes” a raíz de la reforma jubilatoria. Que por
ese motivo “no se sabe quienes estuvieron detrás de los incidentes” y que
únicamente pudieron “apuntar (en el sentido investigativo de la palabra, claro)
sobre barrabravas y militantes aislados”, tal como supo consignar el portal La
Política Online.
No menos significativo fue el hermetismo oficial
luego de la desaforada acción represiva del jueves. La ministra de Seguridad,
Patricia Bullrich, eludió todo dato sobre su operatoria. De modo que mantuvo en
secreto bajo qué ejes fue planeada, cuál fue la justificación para movilizar
cuatro fuerzas federales, qué órdenes obedecían y quién fue el funcionario
ministerial que las coordinó. Aún así ciertos datos al respecto afloraron con
el paso de las horas.
De hecho, se pudo confirmar que exactamente a
las 12.00 de aquel día el Presidente mantuvo una reunión en la Rosada con la
señora Bullrich y otros cuatro personajes claves de esta historia: el jefe
máximo de la Gendarmería, Gerardo Otero, el de la Policía Federal, Néstor
Roncaglia, el de la Prefectura Naval, Eduardo René Scarzello, y el de la
Policía de Seguridad Aeroportuaria, Alejandro Itzcovich Griot. Una fuente
gubernamental admitió la existencia del cónclave, pero atribuyéndolo a “un
reconocimiento hacia la labor de aquellas fuerzas”. Lo notable es que ello no
mereció ningún comunicado de prensa.
En realidad –a imagen y semejanza del “informe
Soria”–, en las esferas más altas del gobierno se manejaba un paper de la AFI
con datos antojadizos. El más delirante: “un plan insurreccional en marcha con
1.200 manifestantes dispuestos a tomar el Congreso”. Aquella “hipótesis de
conflicto” acuñada a la medida de los requerimientos oficiales fue repetida
desde entonces a coro por funcionarios, legisladores y dirigentes del macrismo.
Desde luego que eso dio pié –al igual que el operativo de Duhalde en 2002– a una
fina maniobra con el propósito de opacar las marchas contra la reforma
previsional, impulsando con provocadores e infiltrados una situación de caos
para luego aplicar sobre ésta una represión medida, disciplinante y con un alto
contenido mediático. Pero no contaban con la sutileza de la ministra “Pato”.
En el plano estructural se diseñó un dispositivo
con 1500 uniformados (550 de la Gendarmería, 450 de la Policía Federal, 350 de
la Prefectura Naval y 150 de la Policía de Seguridad Aeroportuaria). El
propósito, militarizar el centro de la ciudad para así impedir que los
manifestantes llegaran hasta las vallas del Congreso. Semejante despliegue –tal
como lo reveló Horacio Verbitsky el 17 de diciembre en su plataforma digital,
El cohete a la luna– fue ideado por el brigadier retirado Vicente Autiero,
actualmente a cargo de la subsecretaría de Coordinación en la Secretaría de
Fronteras del Ministerio de Seguridad.
Su táctica no fue muy feliz. En vez de
establecer un comando táctico unificado –con monitoreo televisivo de cada
ángulo del teatro de operaciones y diálogo permanente con los jefes de calle–,
el brigadier prefirió desplegar las cuatro fuerzas sin comunicación entre sí y
con el gatillo libre para actuar. Así transcurrió aquel festival del garrote y
la pólvora.
Mientras tanto el recinto de la Cámara de
Diputados era un caos. Gritos, forcejeos y acusaciones cruzadas alimentaban la
comedia del quórum. De a poco comenzaban a llegar las noticias iniciales de la
represión con proyectiles de goma y gas pimienta junto a las imágenes
televisivas de los heridos; entre ellos, los legisladores Matías Rodríguez y
Mayra Mendoza, del FpV.
“’¡Vos no podés hacer esto sin consultarnos!’.
Era el jefe de gabinete del Gobierno de la Ciudad, Felipe Miguel. Se refería a
que las fuerzas federales actuaban en las calles porteñas como una tropa de
ocupación”
Fue cuando la inefable Lilita Carrió se permitió
un chascarrillo: “Tienen que tener cuidado los diputados de no atropellar a las
fuerzas del orden”.
Al atardecer, ya sin un átomo de broma, soltó:
“¡No se necesitan tantos gendarmes! ¡La ministra de Seguridad tiene que
parar!”.
Hubo quienes interpretaron en esa frase un
pedido de renuncia.
En ese mismo instante la ministra, pálida y
desencajada, enmudecía con el celular en la oreja. Desde el otro lado de la
línea, alguien le bramaba: “¡Vos no podés hacer esto sin consultarnos!”. Era el
jefe de gabinete del Gobierno de la Ciudad, Felipe Miguel. Se refería a que las
fuerzas federales actuaban en las calles porteñas como una tropa de ocupación.
Tras la caída de la sesión parlamentaria, la
remake del asunto fue fijada para el lunes. Y sin Bullrich de por medio. Había
llegado el turno de la Policía de la Ciudad. Pero con una estrategia similar:
crear una situación de caos para así legitimar –o al menos, diluir– ante la
opinión pública el saqueo jubilatorio. Eso sí: con aparente transparencia
previa, cosa que incluía la difusión de los detalles numéricos del esquema de
seguridad y el acatamiento a regañadientes de las reglas impuestas por la jueza
Patricia López Vergara en relación al uso limitado de armas no letales, entre
otras disposiciones.
La mazorca porteña movilizó a medio millar de
uniformados en la zona perimetral del Congreso y una cantidad similar en las
calles y avenidas de los alrededores. La tropa, acantonada en sus puestos desde
la noche del domingo, se encontraba bajo el mando estratégico del secretario de
Seguridad, Marcelo D’Alessandro, un abogado sin formación policial.
Ya concluido el mediodía sus mastines humanos
cometían los primeros excesos. Por caso, rociar con gas pimienta a una jubilada
en la calle Rodríguez Peña, antes de prodigarle un bastonazo.
Las hostilidades –debidamente televisadas–
comenzaron en el flanco izquierdo de la plaza al momento de iniciarse el debate
en la Cámara Baja. Y por obra de encapuchados de confuso pedigree. Dos de
ellos, con pecheras de la CTA, se perdieron luego en una columna de la
infantería policial. Por ese entonces unos 40 militantes de agrupaciones
pequeñas o casi desconocidas se sumaron a la refriega. Con el correr de las
horas, mientras los uniformados en ese sector aún contenían tal “rechifle” –con
escenas dignas de Eisenstein–, la represión comenzaba a extenderse en las zonas
tranquilas de la plaza. Era ya el momento de la cacería. Los efectivos
disparaban sin miramientos a la cabeza de los manifestantes. Las embestidas con
motos y patrulleros contra personas pacíficas eran practicadas casi como un
deporte. Hasta la estación Sáenz Peña de la línea A del subte, repleta de
gente, fue gaseada. Al atardecer, cuando la violencia había decrecido a su
mínimo nivel, la inoportuna intervención de la Gendarmería y la Federal
–ordenada por Bullrich con el aval presidencial–reinstauró la bestialidad represiva,
además de causar nuevas batallas campales sobre la avenida 9 de julo.
El saldo del día: 88 policías y 74 civiles
heridos, junto con 60 detenidos.
Entre la noche y la madrugada, un multitudinario
cacerolazo circundó al Palacio del Congreso, mientras otros 35 se hacían sentir
en todos los barrios. Aquella oleada de protestas también se extendía en las
ciudades y pueblos del interior de país.
Ya al alba la reforma previsional fue finalmente
aprobada. Una victoria pírrica del gobierno en medio de su primera crisis
política. Una circunstancia de imprevisibles consecuencias.
Fuente: Revista Zoom