La muerte, como un accidente de época
En su doble faceta de periodista y escritor,
Víctor Hugo Morales desmenuza la historia de la venta de Papel Prensa en plena
dictadura militar, tras la muerte de su propietario, David Graiver, en un
sospechoso accidente de aviación. Uno a uno, van desfilando víctimas y protagonistas
que dejan al descubierto el papel de medios, jueces y militares en una trama
donde los fantasmas del pasado se perpetúan como tragedia presente. El comienzo
del libro, que se reproduce en estas páginas, deja planteado el clima político
y literario que lo convierte en una lectura obligada.
Por Víctor Hugo Morales
Antes de entrar la llave en la cerradura,
Eduardo Durruty oyó el sonido del teléfono, al principio con la monocorde
repetición de las ruedas de un tren que se pone en marcha. La demora, ahí
frente a la puerta de su oficina neoyorquina, aceleró su impaciencia. A uno
siempre le parece que esa llamada puede cambiar la vida. Se leían los 30 grados
de la temperatura de ese día de agosto de 1976, en el color más oscuro de las
axilas de la camisa. Y a la tarde sería peor. Para un jefe de redacción en
ausencia la responsabilidad pesa más. Lo sentía así desde que arreglara con
Clarín mantener su status, pero a distancia de Buenos Aires. Y cada llamado
parecía recordárselo. Hay una envidia natural en el periodista que se debate en
la redacción hacia los corresponsales y enviados especiales. Uno se tiene que
bancar el cierre, los jefes, la locura de poner el diario en la calle; los
otros la van de figuritas. Vos tranquilo ahí, campeón, que las verdes me las
como yo.
Durruty levantó el tubo desde el otro lado del
escritorio y fue haciendo un rodeo hasta dejarse caer en la silla de cuero
marrón, repentinamente ciego. La brutalidad del sol que se metía por el
ventanal del piso 38, tenía la potencia de la luz de los interrogatorios.
–Dígame...
Durruty
Eduardo Durruty, con apenas treinta años, en
1971 ya era el secretario general de redacción de Clarín. No pasaba del metro
setenta de estatura, pero la espalda ancha, el porte armónico, el pelo crespo y
una sonrisa franca de dientes perfectos, lo hubieran habilitado para vender en
televisión cualquier producto.
De hecho había conducido un programa de Canal 7
entre 1964 y 1966. Su inicio en el periodismo fue en la revista Primera Plana
en 1963, de donde pasó, un tiempo después, a otra revista: Siete Días.
Inteligente y carismático –las chicas se prendaban del hoyuelo de su barbilla–
compartió la profesión con el cargo de jefe en el Consejo Nacional de
Desarrollo, volcándose luego al periodismo agropecuario: fue colaborador en la
revista Dinámica Rural, dirigió la de los Criadores de Aberdeen Angus y
finalmente, en 1968, entró a Clarín como redactor agropecuario del suplemento
económico. Rápidamente pasó a dirigir otro suplemento, el “Clarín Rural” y de
ahí, directo a la secretaría general de redacción del matutino.
Casi cinco años después, en abril de 1976,
propuso –y obtuvo– instalarse en Nueva York como corresponsal del diario, pero
conservando su cargo al frente de la redacción. A mediados del 77 volvió para
desvincularse enseguida por una discusión de “guita”. Pero con un
salvoconducto, un seguro de vida: era el nuevo corresponsal de United Press
International en la Argentina. Ya en 1979 fundó y dirigió La Hoja del Lunes (un
semanario deportivo), que salía con un suplemento, la “Hoja de las Carreras”
(de caballos), que subsistió hasta fines de 1980. El propietario detrás de la
publicación –un dato dentro de esta historia– era el almirante Massera. Después
de numerosas participaciones y actividades en diversos rubros vinculados al
periodismo (y al asesoramiento de muchos políticos), se radicó en Salta en
2008, donde falleció en agosto de 2011.
Llamadas
Hay llamadas que pueden cambiar la vida
personal, pero sólo un porcentaje ínfimo de ellas involucran a millones de
personas. La de esa mañana no se desvaneció en el aire, no se apagó al cortar
la comunicación. “Hola, soy Héctor” tiene un espesor que alimenta la atención y
anuncia consecuencias. Mucho más, si lo que dijo fue “Magnetto”. Héctor es
fuerte, pero es coloquial, hay un dejo de qué gusto escucharte, cómo va todo.
El apellido, en cambio, cae con el peso del ruido de una puerta en la
medianoche. Un temor repentino hace que las neuronas emitan una corriente más
intensa. El que llamaba ahora desde una Buenos Aires aterrada era Magnetto con
el disfraz de Héctor. No era aún el personaje que mejor personifica en la
Argentina a esas deidades griegas que condicionan la vida de los mortales, los
dirigen en las batallas y deciden quién gana. Era, todavía, un actor que llega
al casting con la convicción de que el papel será suyo. Y lo que estaba
diciendo, lo diferenciaba del resto para siempre. “Quiero que me averigües
cuanto sea posible sobre las acciones de Papel Prensa que Graiver tiene ahí.”
–¿Ya se sabe cómo fue el accidente?
–No –dijo Magnetto–. Graiver tiene millones de
dólares en títulos que están en Nueva York. Hay que encontrar eso.
Graiver era el dueño de las acciones de Papel
Prensa. Luego de su muerte encontré esas acciones en Nueva York. La cosa había
sido así: Graiver quería comprar un banquito en Nueva York. Entonces, como
garantía de su oferta, había depositado unos diez millones de dólares en la
Reserva Federal de NY, que incluían las acciones de Papel Prensa, las acciones
del Banco del Plata que era propiedad del padre, las acciones de la Galería Río
de la Plata, las acciones que tenía Martínez Segovia, que era primo –y socio–
de Martínez de Hoz y un montón de otros valores. Todo eso tenía que estar en
caución durante un año y así demostrar que su grupo sabía manejar el banco, que
era honesto. Entonces muere Graiver y hubo que salir a buscar las acciones de
Papel Prensa... Los diarios La Nación, Clarín y La Razón fueron corriendo a
negociar con los militares, a ver si ellos podían comprar esas acciones.
Necesitaban la autorización para comprarlas, porque eran de la viuda de
Graiver, Lidia Papaleo. Ahí empezó una serie de tires y aflojes, porque los
marinos querían que esas acciones las compraran todos los diarios del país y
los aeronautas querían que participara La Prensa. Es decir, empieza una interna
militar y triunfa la posición del Ejército, que era la de Martínez de Hoz. Ahí
se ve el peso que tenían los civiles en la parte económica del gobierno. Las
tratativas de esos tres diarios con el gobierno se hicieron por abajo. ¡El
negocio de Papel Prensa fue la cosa más tramposa que se hizo en el mundo!
Durruty no exageró cuando, años más tarde, evocó
aquella participación involuntaria y lateral en la apropiación de Papel Prensa.
Héctor Enrique, campeón del mundo en 1986, suele jugar con la idea de haber
sido el impulsor de la célebre jugada de Maradona frente a los ingleses, porque
fue él quien le dio la pelota a setenta metros del arco de Banks. Después vino
todo lo demás. El negocio que se puso en marcha con su habilitación de
apariencia intrascendente convierte a Durruty en uno de los ejes de la
apelación del fiscal Franco Picardi. Con el enorme capital de la información
que disponía de las fuentes militares, Magnetto se puso en acción cuando aún no
habían recuperado el cadáver de Graiver. No hubo tiempo ni ámbito propicio para
discutir si había sido la CIA, respondiendo a una solicitud proveniente de la
Argentina, la causante de la extraña caída del aparato. El avión se precipitó
sobre las montañas por la falla de un instrumento indispensable siempre, pero
sobre todo, si se han de sobrevolar topografías montañosas: el altímetro. Salvo
los beneficiados con el negocio de Papel Prensa, la mirada sobre el episodio es
acusatoria, al considerar la presencia de la CIA y sus embrollos criminales en
la América latina de aquel tiempo. Los militares argentinos y por ende sus
cómplices civiles, consideraban ya desde el 24 de marzo de 1976, cuatro meses y
medio antes del hecho, que Graiver manejaba dólares que provenían de
Montoneros.
Lidia
“No, no, perdóneme pero yo quiero decir algo
demasiado importante que pasó antes. Estando en México un empresario muy
poderoso, muy conocido, Gabriel Alarcón, le dijo a David que tenía que vender
las acciones de Papel Prensa porque si no lo hacía, le iba a costar la vida”.
Lidia Papaleo interpuso esa respuesta textual a
la pregunta sobre las amenazas recibidas cuando en 2010, en el programa de
televisión Bajada de Línea, el autor de este libro le preguntó sobre ese tema.
En el escenario de sus recuerdos, una potente luz debe haberla conectado con un
hecho que podría ser crucial a la hora de entender la muerte de su marido. No
se trataba de los ataques telefónicos ocurridos después de la caída del avión.
La importancia de Alarcón y lo cercano de la
relación que tenían con él, la remarca Lidia cuando narra la forma en que se
enteró de la tragedia en el aeropuerto del Distrito Federal.
Ella esperaba con un amigo, Jorge Schussheim, la
llegada de Graiver para partir luego hacia Acapulco. Entonces, cerca de la hora
del arribo, los autorizaron para salir a la pista a esperar el aterrizaje, pero
poco después les avisan que habían perdido el contacto con el Cessna. Asociando
las palabras de Alarcón con la intuición de que había ocurrido lo peor, Lidia
llama desde las oficinas del aeropuerto al empresario mejicano. Alarcón le
promete que hablará con el ejército para salir a buscarlo apenas salga el sol
del domingo, a rastrear las montañas....
Gabriel Alarcón Chargoy había nacido en 1907 en
el estado de Hidalgo, México, y a los cincuenta años era un hombre
multimillonario. Hizo su fortuna con el negocio de la exhibición de películas.
Su primera sala en la capital de Puebla resultó ser la inicial de una cadena
que llegó a las casi cuatrocientas, en todo el país y en la mayor de América
latina. El cine, sin la televisión en la escena todavía, tenía un auge
extraordinario y el estilo avasallante de Alarcón hicieron el resto: se
transformó en un hombre muy poderoso, de estilo avasallante, mostrado en la
disputa con otra cadena que intentaba sacarle el liderazgo.
Con amigos y enemigos en todas las esferas, no
fue raro que se cruzara un crimen en su camino. En 1954, la muerte del jefe del
Sindicato de Trabajadores de Cinematografía se convirtió en una pesadilla para
Alarcón, cuando desde algunos medios se lo acusó de ser el autor intelectual
del suceso. Su debut como blanco de una embestida brutal de artículos en su
contra, sin disponer de un arma similar para defenderse, le enseñó para siempre
que alguna vez debería estar del otro lado del mostrador.
La política y dos presidentes, por razones
opuestas, lo llevarían directo a fundar un diario nacional. El primero fue
Adolfo López Mateos, que en 1960 decidió terminar con el oligopolio de las dos
empresas de cadenas cinematográficas, expropiándolas, y dejando a Alarcón sin
su negocio. Quien lo sucedería, Gustavo Díaz Ordaz, era por entonces, además de
su amigo personal, el secretario de la gobernación de Puebla y candidato
indiscutible para las siguientes elecciones. Cuando Díaz Ordaz llegó a la
presidencia, Alarcón fundó El Heraldo, que nació con un edificio especialmente
construido y fue un diario precursor de una revolución tecnológica en el
periodismo gráfico de ese momento.
Además de El Heraldo, el amigo del matrimonio
Graiver era socio de empresas petroquímicas y textiles, tenía contactos con
muchas multinacionales norteamericanas y era un importante accionista del Banco
Internacional. A sus setenta años, al conocer a este joven David, inteligente,
de carrera paralela por lo exitosa y con la mitad de su edad, tenía quizás la
impronta de permitirse aconsejarlo hasta el extremo de hacerlo en los términos
tan especiales que Lidia Graiver refirió en la entrevista televisiva.
Y por eso también, Alarcón, al recibir el
angustioso pedido de auxilio de Lidia desde el aeropuerto, responde con el
inmediato “voy a llamar al ejército para rastrear el avión mañana mismo”, a
sabiendas de que ese sería todo el apoyo que podría darle, impotente ante el
final que él mismo les había anticipado.
Angelelli
Al Obispo Angelelli lo mataron con un accidente
de época.
Tres días antes de la caída del avión de
Graiver, el obispo conducía una camioneta junto al padre Arturo Pinto,
regresando de una misa celebrada en la ciudad de Chamical, en La Rioja, donde
se hizo un homenaje a los sacerdotes Carlos de Dios Muria y Gabriel
Longueville, que habían sido asesinados. Llevaba consigo tres carpetas con las
particularidades sobre ambos crímenes.
El Padre Pinto narró que un automóvil comenzó a
seguirlos y luego apareció otro, hasta que en el paraje Punta de los Llanos los
encerraron con un tercer vehículo, que provocó su vuelco.
Inconsciente por un largo rato, el sacerdote
volvió en sí aturdido y se incorporó auxiliado por dos paisanos. Después de
recorrer unos metros, ayudado por ellos, vio a Angelelli muerto de cara a la
ruta, con la parte de atrás de su cuello con varias lesiones “como si lo
hubieran golpeado”.
Todo lo que se inscribió en el parte policial
fue falso. Lo ponía al padre Pinto conduciendo la Multicarga Fiat 125, que al
perder el control e intentar el retorno a la ruta, reventó un neumático y
volcó, resultando muerto Angelelli –por los golpes–, al ser despedido del
vehículo.
El juez, de apellido Vigo, aceptó el informe y
pocos días más tarde, la fiscal Martha Guzmán Loza recomendó cerrar el caso, al
que calificó de “accidente de tránsito”.
Nunca se tuvo en cuenta que el propio Comandante
del Tercer Cuerpo de Ejército, Luciano Benjamín Menéndez, había amenazado a
Angelelli, en Córdoba, cuando el obispo reclamaba por el secuestro de varios
diocesanos: “Es usted quien tiene que tener cuidado”.
Anuladas por el Congreso las leyes que
consagraban la impunidad, en 2005 se reabrió la investigación judicial. En
abril de 2009 se realizó una necropsia. El informe médico legal ratificó que la
muerte se debió a las múltiples fracturas del cráneo.
En 2010, la Secretaría de Derechos Humanos de la
Nación, el Obispado de La Rioja y el sobreviviente padre Pinto, se convirtieron
en querellantes por la causa de asesinato, junto a una sobrina de Angelelli y
el Centro Tiempo Latinoamericano de Córdoba. El juicio comenzó en junio de
2013.
El 4 de julio de 2014, el comodoro Luis Fernando
Estrella, jefe de la represión en la provincia y Luciano Benjamín Menéndez
recibieron cadena perpetua por el asesinato de Enrique Angelelli como “responsables
de una acción premeditada, provocada y ejecutada en el marco del terrorismo de
Estado”.
Fuente: Página 12