Por Teodoro Boot
Hay quienes aseguran que es necesario debatir
ideas, como si, por el sólo hecho de serlo, las ideas tuvieran propiedades
mágicas o virtudes sobrenaturales, sin discriminar entre las que las que tienen
algún basamento lógico o racional o las que no son más que puros disparates,
cuando no efectos no deseados de un mal viaje o un brote de delirium tremens.
Mi reino por una idea
Créase o no, las ideas siguen teniendo
prestigio.
Y en tren de obtenerlo, conseguir menciones en
la prensa y llegar a un mayor conocimiento público, al senador Ernesto Sanz se
le ocurrió tener una idea.
Y la tuvo así, de golpe, como quien se tira un
gas: al senador Sanz se le ocurrió dividir la provincia de Buenos Aires en
tres.
Convengamos que al senador se le ocurrió eso
como se le podría haber ocurrido eliminar la tabla del 2, decretar la
inexistencia de los círculos y prohibir los poliedros de seis caras.
Pero no, se le ocurrió disolver la provincia de
Buenos Aires dividiéndola en tres.
Y ya está.
El solo hecho de decir “tres” provoca la
sensación de que el senador Sanz hasta ha llegado a pensar en su idea, pero
bien pudiera haber dicho “dos”, o “cuatro”, o acaso más lógicamente “ocho”,
número que coincide con la cantidad de secciones electorales, “veinticinco”,
que son las regiones o, más definitivamente, “ciento treinta y cinco”, que son
los partidos en que actualmente se encuentra dividida la provincia.
El inconveniente es que, en tal caso, el senador
Sanz hubiera advertido, no sin sorpresa, que la provincia de Buenos Aires ¡ya
está dividida!
Pero el senador Sanz no quiere una división
cualquiera: quiere que la provincia de Buenos Aires se evapore dividiéndose en
tres provincias.
El número tres debe tener propiedades
cabalísticas para el senador, porque si de dividir se trata ¿qué mejor idea que
formar 135 provincias de tamaño normal con lo que ahora es la paquidérmica
provincia de Buenos Aires?
De esta manera, los superpoderes que el senador
le adjudica a la provincia de Buenos Aires quedarían, literalmente,
pulverizados en 135 pedacitos.
Como efecto secundario, pero no menor, el número
de senadores se incrementaría notablemente en 405, los que sumados a los 69
existentes (los 72 actuales menos los tres de la extinta provincia de Buenos
Aires) elevaría el número de integrantes del Honorable Senado de la Nación a
474, junto a los cuales los 257 diputados no serían nada.
Fuera de permitir a los senadores mirar desde
arriba, con inocultable y justificado desprecio, a los minoritarios diputados,
esto tendría como consecuencia la necesidad de construir otro edificio
legislativo, el Senamento, Senadódromo, Senadrogamo o Palacio del Senado, con
sus virtuosos efectos sobre la industria de la construcción, la generación de
empleos y el incremento de la actividad económica.
¡Y después dicen que el senador Sanz no tiene
planes!
¡Si hasta una idea tiene!
Pero llama la atención que el senador Sanz no
proponga su idea desde el surrealismo, el divisionismo, el senadurismo, el
alcoholismo o la industria de la construcción.
Nada de eso: el senador propone su idea desde el
federalismo.
Se nos dirá que este es un detalle.
Y lo es, pero no es un detalle cualquiera: el
principio en el que el senador Sanz fundamenta su idea –el federalismo–, es
justamente el principio que la vuelve completamente absurda.
Garrá lo libro
El federalismo es una organización conformada en
base a distintos organismos que se asocian y delegan parte de sus poderes e
incumbencias en un organismo central.
En el caso que nos ocupa, los estados o
provincias se asocian para la conformación de una federación o Estado federal,
para lo que se dictan una ley general común y crean los pertinentes organismos
de representación: un ejecutivo federal (nacional, en el habla popular
argentina), un poder judicial federal y un poder legislativo en el que, en
nuestro caso, se contempla la representación popular (la cámara de diputados) y
la representación federal, la cámara de senadores que, hipotéticamente no
representa las opiniones de los habitantes de la provincia sino los intereses
del estado provincial en tanto tal.
Es, justamente en el Senado, donde se garantiza
el carácter federal de nuestra existencia como nación o federación.
En nuestro país, la mayoría de las provincias
son anteriores a la nación (al respecto, le vendría bien a ciertos
representantes del pueblo, de las provincias o de váyase a saber qué, agarrar
los libros –entre los que, para el tema que nos ocupa, les resultaría de alguna
utilidad Del municipio indiano a la provincia argentina, de José María Rosa).
Decíamos que, en nuestro país, luego de unos
buenos 70 años de guerra civil, las provincias acabaron finalmente de darle
forma a una nación y acordando una constitución.
Pero para el establecimiento de una auténtica
autoridad federal, fue todavía necesario federalizar el puerto, la aduana y la
ciudad de Buenos Aires, asiento del gobierno federal, lo que tuvo lugar recién
en 1880.
Esta última batalla por la conformación
institucional de nuestro país (en rigor, cuatro feroces combates: el de Olivera
–en las inmediaciones de la estación homónima, sobre la actual ruta 5, entre
Luján y Mercedes–, el de Barracas –en las cercanías de la estación Lanús–, el
de Puente Alsina –sobre el Riachuelo, entre Lanús y Pompeya– y el final, en los
Corrales Viejos, lo que hoy se conoce como Parque de los Patricios) costó la
vida de más de 3000 esforzados combatientes, por no mencionar heridos graves y
mutilados, que en ese entonces no se contaban.
Luego de esto, el 21 de septiembre de 1880 quedó
constituido un auténtico Estado federal (o nacional), conformado por catorce
estados provinciales y un pequeño territorio federal (la ciudad de Buenos
Aires), propiedad o dominio de todas las provincias.
Que años de tergiversación e ignorancia hayan
creado en la mayoría de los argentinos e, increíblemente, en los caletres de
casi todos los provincianos, la falsa idea de que la ciudad de Buenos Aires
pertenecía a los porteños, no quita validez al hecho de que la ciudad era y
sigue siendo territorio federal.
Por tal razón, su intendente no era electo tan
sólo por los porteños, sino por todos los habitantes de Argentina, a través de
la decisión del presidente de la nación o federación.
Como digresión al paso, la anulación de esta muy
razonable disposición fue uno de los tantos desastres provocados por la reforma
constitucional de 1994 (otra consecuencia nefasta que viene al caso recordar es
el caos conceptual que la modificación del sistema de elección de los senadores
nacionales creó en las cabezas, precisamente, de los senadores nacionales, caos
mental del que “la idea” del senador Sanz no es más que una pequeña
excrecencia).
Cada uno con su manía
Tenemos aquí que para 1880 las provincias habían
acabado de conformar un Estado federal.
Luego de eso, fue el Estado federal el creador
de las nuevas provincias en aquellos territorios en los que ninguno de los
estados provinciales, en particular, ejercía su soberanía.
Y visto que los indios no eran gente o ya
directamente no eran, se trataba de los llamados “territorios nacionales”.
Si el hecho de haber sido creadas por el Estado
federal (obviamente con el concurso y acuerdo de los estados provinciales) no
les resta a las “provincias nuevas” (como Neuquén, La Pampa, Chaco, Santa Cruz,
Formosa, Chubut, etc) ninguno de los derechos que detentan las provincias
pre-existentes a la organización nacional, con mucha menos razón podría alguien
negar, en nombre de nada, ni del federalismo ni del surrealismo, el derecho a
la existencia de un estado preexistente como la provincia de Buenos Aires.
Para el caso, podría también proponerse la
inexistencia de Salta, Tucumán o Santiago del Estero.
Y, si nos ponemos internacionales, de Delaware.
Y si me apuran, de Francia.
Si los protagonistas de un supuesto debate de
estas características fueran gente seria, el hecho de que el representante de
la provincia de Mendoza proponga la desaparición de la provincia de Buenos
Aires debería provocar, sino una declaración de guerra entre esos estados
provinciales, al menos que los tres senadores bonaerenses agarraran a trompadas
al atrevido que propuso la disolución de la provincia que ellos representan.
Los fundamentos que en favor de su idea el
senador Sanz atinó a balbucear, van por dos carriles, ambos basados en el
tamaño de la provincia de Buenos Aires.
El primero no es, decididamente, de su
incumbencia: las dificultades que entraña el gobierno de un territorio tan
vasto y diverso.
En virtud del federalismo, el senador Sanz debiera
dejar la resolución de esas dificultades a los bonaerenses.
De otro modo, podría ocurrir que, con la idea de
agilizar el tránsito y evitar accidentes, el intendente de Florencio Varela, o
el gobernador de Corrientes, o ambos, coaligados, propusieran el secado,
relleno y pavimentación de las acequias mendocinas.
El segundo fundamento es todavía más extraño: el
federalismo no puede resistir la coexistencia entre un estado tan vasto como la
provincia de Buenos Aires y provincias tan pequeñas como Tucumán o magras como
San Luis y La Rioja. Mendoza, en cambio, produce y, por lo que se ve, consume
mucho vino.
Si en la próxima reunión del Mercosur al
canciller oriental Rodolfo Nin Novoa se le ocurriera proponer que, en virtud
del federalismo y en pos de una mayor equidad, debido a su desmesurado tamaño
la República Federativa del Brasil debiera ser dividida en tres, o cuatro o
cinco brasiles, y Argentina en cinco o seis paisitos, muy probablemente una
junta médica convocada de urgencia decidiría remitir al canciller uruguayo a la
colonia Etchepare.
Por esas cosas de la desmanicomialización, en
nuestro país a tipos como esos los mandamos al Senado.
Fuente: Nac & Pop