Por: Leonardo Boff*
Hoy es un hecho científicamente reconocido que
los cambios climáticos, cuya expresión mayor es el calentamiento global, son de
naturaleza antropogénica, con un grado de seguridad del 95%. Es decir, tienen
su génesis en un tipo de comportamiento humano violento con la naturaleza.
Este comportamiento no está en sintonía con los
ciclos y ritmos de la naturaleza. El ser humano no se adapta a la naturaleza
sino que la obliga a adaptarse a él y a sus intereses. El mayor interés,
dominante desde hace siglos, se concentra en la acumulación de riqueza y de
beneficios para la vida humana a partir de la explotación sistemática de los
bienes y servicios naturales, y de muchos pueblos, especialmente, de los
indígenas.
Los países que hegemonizan este proceso no han
dado la debida importancia a los límites del sistema-Tierra. Continúan
sometiendo a la naturaleza y la Tierra a una verdadera guerra, a pesar de que
saben que serán vencidos.
La forma como la Madre Tierra demuestra la
presión sobre sus límites intraspasables es mediante los eventos extremos
(prolongadas sequías por un lado y crecidas devastadoras por otro; nevadas sin
precedentes por una parte y oleadas de calor insoportables por otra).
Ante tales eventos, la Tierra ha pasado a ser el
claro objeto de la preocupación humana.
Las numerosas COPs (Conferencia de las Partes),
organizadas por la ONU nunca llegaban a una convergencia. Solamente en la COP21
de París, realizada del 30 de noviembre al 13 de diciembre de 2015 se llegó por
primera vez a un consenso mínimo, asumido por todos: evitar que el
calentamiento supere los 2 grados Celsius.
Lamentablemente esta decisión no es vinculante.
Quien quiera puede seguirla, pero no existe obligatoriedad, como lo mostró el
Congreso norteamericano que vetó las medidas ecológicas del presidente Obama.
Ahora el presidente Donald Trump las niega rotundamente como algo sin sentido y
engañoso.
Va quedando cada vez más claro que la cuestión
es antes ética que científica. Es decir, la calidad de nuestras relaciones con
la naturaleza y con nuestra Casa Común no eran ni son adecuadas, más bien son
destructivas.
Citando al Papa Francisco en su inspiradora
encíclica Laudato Si: sobre el cuidado de la Casa Común (2015): «Nunca hemos
maltratado y lastimado nuestra casa común como en los últimos dos siglos… estas
situaciones provocan el gemido de la hermana Tierra, que se une al gemido de
los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo» (n. 53).
Necesitamos, urgentemente, una ética
regeneradora de la Tierra, que le devuelva la vitalidad vulnerada a fin de que
pueda continuar regalándonos todo lo que siempre nos ha regalado. Será una
ética del cuidado, de respeto a sus ritmos y de responsabilidad colectiva.
Pero no basta una ética de la Tierra. Es
necesario acompañarla de una espiritualidad.
Ésta hunde sus raíces en la razón cordial y
sensible. De ahí nos viene la pasión por el cuidado y un compromiso serio de
amor, de responsabilidad y de compasión con la Casa Común, como por otra parte
viene expresado al final de la encíclica del obispo de Roma, Francisco.
El conocido y siempre apreciado Antoine de
Saint-Exupéry, en un texto póstumo escrito en 1943, Carta al General “X” afirma
con gran énfasis: «No hay sino un problema, sólo uno: redescubrir que hay una
vida del espíritu que es todavía más alta que la vida de la inteligencia, la
única que puede satisfacer al ser humano» (Macondo Libri 2015, p. 31).
En otro texto, escrito en 1936 cuando era
corresponsal de Paris Soir durante la guerra de España, que lleva como título
Es preciso dar un sentido a la vida, retoma la vida del espíritu. En él afirma:
«el ser humano no se realiza sino junto con otros seres humanos en el amor y en
la amistad. Sin embargo los seres humanos no se unen sólo aproximándose unos a
otros, sino fundiéndose en la misma divinidad. En un mundo hecho desierto,
tenemos sed de encontrar compañeros con los cuales con-dividir el pan» (Macondo
Libri p.20).
Al final de la Carta al General “X” concluye:
«¡Cómo tenemos necesidad de un Dios!» (op. cit. p. 36).
Efectivamente, sólo la vida del espíritu da
plenitud al ser humano. Es un bello sinónimo de espiritualidad, frecuentemente
identificada o confundida con religiosidad. La vida del espíritu es más, es un
dato originario y antropológico como la inteligencia y la voluntad, algo que
pertenece a nuestra profundidad esencial.
Sabemos cuidar la vida del cuerpo, hoy una
verdadera cultura con tantas academias de gimnasia. Los psicoanalistas de
varias tendencias nos ayudan a cuidar de la vida de la psique, para llevar una
vida con relativo equilibrio, sin neurosis ni depresiones.
Pero en nuestra cultura olvidamos prácticamente
cultivar la vida del espíritu que es nuestra dimensión radical, donde se
albergan las grandes preguntas, anidan los sueños más osados y se elaboran las
utopías más generosas. La vida del espíritu se alimenta de bienes no tangibles
como el amor, la amistad, la convivencia amigable con los otros, la compasión,
el cuidado y la apertura al infinito. Sin la vida del espíritu divagamos por
ahí sin un sentido que nos oriente y que haga la vida apetecible y agradecida.
Teólogo, filósofo y escritor
brasileño. Conocido por su apoyo activo a los derechos de los pobres y
marginados dentro del marco de la Teología de la Liberación, y además al
movimiento ecologista.
Fuente: Cuba Debate
Fuente: Cuba Debate