“No entendíamos por qué se los llevaron”
En el juicio por los crímenes cometidos durante
la dictadura en el centro clandestino El Atlético, Daroqui contó cómo fueron
secuestrados sus hermanos Juan Carlos, Jorge Arturo y Daniel Alberto, y la
búsqueda y la espera sin resultados de sus padres.
Una carta llegó al departamento de la familia
Daroqui, en Almagro. “Recibimos la carta una mañana, contaba que 48 horas antes
había desaparecido mi hermano. Eso fue el 14 de septiembre de 1977. Y fue una
vorágine. Esa carta desarmó a mis padres. Destruyó a todo el grupo familiar: el
15 de julio de ese mismo año, es decir dos meses antes, otros dos de mis
hermanos habían desaparecido en la Jefatura de Policía Federal.” Raúl Daroqui
empezó así a contar su historia a los jueces del Tribunal Oral Federal 2, en
otra de las audiencias sobre los crímenes cometido en el centro clandestino El
Atlético, en un juicio donde los testimonios contenidos en ocasiones durante
cuarenta años se desatan en cada jornada como pequeñas tormentas.
Los Daroqui vivieron buena parte de su vida de
pueblo en pueblo, en la provincia de Buenos Aires. Carlos Arturo Daroqui era
gerente del Banco Nación, un cargo que implicaba cuatro años de duración, al
final de los cuales todos se mudaban a otro pueblo. Estaba casado con Dora
Esther Barontini. Y para 1977 tenían seis hijos: del mayor al menor, eran Juan
Carlos, Raúl Horacio, María Julia, Jorge Arturo, Daniel Alberto y Matilde. “Como
nos criamos yendo de pueblo en pueblo, los amigos éramos nosotros mismos –contó
Raúl–. Sabíamos todo de todos. Juan Carlos era muy carismático, y se hacía
querer. En determinado momento, a los 19 o 20 años, se incorporó a la vida
política del país en la clandestinidad, porque no había vida política posible
que no fuera clandestina. A eso dedicó los siguientes diez años de su vida,
seguro que tuvo muchísimas novias y también sus grandes amores. Cuando
detuvieron a una de sus novias, se iba a caminar a Villa Devoto para ver si
alguna estiraba una mano para saludarlo. Ese tipo de cosas raras hacía mi
hermano.”
En 1977, Juan Carlos militaba en el MR 17 de
Octubre, la corriente del peronismo que había liderado Gustavo Rearte, con
trabajo territorial en La Plata y Buenos Aires. Sólo hace pocos años, con el
comienzo de las audiencias del primer tramo del juicio por los crímenes del
circuito Atlético, Banco y Olimpo (ABO), sus hermanos supieron que estuvo
secuestrado en El Atlético. Una de las sobrevivientes, Delia Barrera, lo
escuchó cantar una chacarera en el centro de detención. Allí los detenidos le
decían el Chacho.
–¿Qué pasó con tus otros dos hermanos? –quiso
saber la fiscal Gabriela Sosti antes de que siguiera adelante.
–Jorge Arturo iba a ir a retirar su pasaporte.
Le habían dicho que estaba retenido y mi otro hermano lo acompañó porque no
quería que fuera solo. Nunca más supimos de ninguno de los dos. Mis padres no
entendían por qué se los habían llevado. No había razones para una persecución.
Más allá del aislamiento en el que se vivía, porque sabíamos lo que estaba
pasando, pero aún así no entendíamos por qué se los llevaron.
Raúl le habló a la fiscal, pero también
interpeló a ese entramado social que durante los juicios aparece detrás de las
paredes de la sala. Dos semanas atrás, el hermano de otro desaparecido, Gonzalo
Pereira Pérez, también había hablado de una carta anónima con la información
del secuestro que despertó a toda la familia.
Juan Carlos había estado detenidos dos años
antes, por otras razones, razones políticas, dijo Raúl. “Lo habían torturado e
interrogado, pero lo liberaron, y después no hubo más historias sobre eso. Pero
de golpe y porrazo, desapareció. La carta nos decía que se lo habían llevado en
un operativo policial y militar de un barrio de la Capital Federal.”
Eso fue lo peor para mi madre, dijo luego. Le
quedaban tres hijos, y cada cual tomó rumbos distintos. “Yo me fui a Brasil. Mi
hermana Julia se fue a Chivilcoy y después a Venezuela, y Matilde salió para
Misiones. Mi padre y mi madre se quedaron solos. Absolutamente solos en
soledad, porque el propio entorno familiar también tomó distancia. Todo el
mundo tenía miedo. Parecíamos formar parte de una peste negra de la que todos
se apartaban porque nadie sabía si se podía contagiar.”
Su padre fue a una guarnición militar a
preguntar, a buscar cualquier dato sobre el paradero de sus hijos. Le dijeron
que se fuera. Y un soldado le dijo: no venga más porque la próxima se lo llevan
a usted. A partir de ese momento, Dora ocupó el lugar más activo. “Ella vivía
de noche”, dijo él. “Esperaba despierta el timbre del portero y un llamado de
teléfono. No dormía. Tan trágico era que yo estuve siete años en Brasil y
durante siete años jamás llamé por teléfono porque mi voz era la misma voz de
mi hermano y no quería que crea que podía ser su hijo desaparecido.”
Rubén iba buscando saber cómo estaba su madre a
través de su letra, del modo en que escribía las cartas que iban y venían de
Argentina a Brasil. Se fijaba si había temblado la mano al escribir, además de
chequear noticias que nunca llegaban. Su madre, cada tanto, recibía llamados,
pistas falsas que extendieron la incertidumbre y le hicieron creer que sus
hijos podían estar vivos.
Dora Esther Barontini continuó viviendo en el
mismo departamento hasta el año 2007, el año de su muerte, convencida de que
debía quedarse ahí para esperar a sus hijos.
Fuente: Página/12