Hace cuarenta y dos años, en julio de 1975, un
oscuro funcionario del Servicio de Aduanas de los Estados Unidos ocupado en
asegurar el cumplimiento de la ley de importaciones, decidió que un cargamento
de libros impresos en Londres podrían constituir un acto de piratería
intelectual contra los derechos de Walt Disney, y procedió a “detener”,
“incautar” y “someter a custodia” los cuatro mil ejemplares respectivos,
solicitando que las partes en disputa, los editores británicos y la Disney
Corporation, entregaran declaraciones legales sobre el caso antes de que se
determinara el destino final de ese envío.
El libro que había suscitado la suspicacia del
Departament of the Treasury (Finanzas), del que depende la Aduana
norteamericana, era la versión al inglés de Para Leer al Pato Donald que yo
había escrito con el sociólogo belga Armand Mattelart en 1971 durante el
gobierno revolucionario de Salvador Allende en Chile. Si he citado las palabras
exactas con que se anunciaba el secuestro de nuestro libro es para acentuar que
tal agresión era una más entre muchas que ya había sufrido nuestra crítica a
Disney después del golpe de septiembre de 1973 que derrocó a Allende y su
experimento de socialismo democrático.
Agua: diez mil ejemplares de la tercera tirada
del libro fueron lanzados por la Armada chilena a la bahía de Valparaíso. Y
fuego: unos días después de la asonada militar, encontrándome en la
clandestinidad, vi por televisión cómo un grupo de soldados quemaban, en vivo,
centenares de libros, entre los cuales se hallaba Para Leer Al Pato Donald. No
me sorprendió tal pira inquisitorial. Nuestro desmenuzamiento de los valores
dominantes que escondían las historietas que Disney propagaba por nuestro país
y tantas otras naciones de lo que se denominaba en esa época el Tercer Mundo
había tocado un nervio en la burguesía chilena. Un airado automovilista había
tratado de atropellarme, gritando “¡Viva el Pato Donald!” Fui rescatado de una
turba anti-semita por un camarada karateca y la casa en que vivíamos con mi
mujer y nuestro hijo Rodrigo fue el objeto de protestas de vecinos del barrio.
Aún así, el espectáculo de ver mi propio libro
ardiendo por televisión era particularmente inquietante. Había asumido,
equivocadamente y con ingenuidad, que después de las infamantes hogueras nazis
de mayo de 1933 en que toneladas de volúmenes que se juzgaban subversivos,
decadentes e insuficientemente “alemanes” habían sido consignados al fuego,
tales actos serían considerados demasiado reprensibles para llevarse a cabo en
forma pública. Pero los militares chilenos no tenían problemas con difundir
flagrantemente su furia y odio. Y me recordó que quienes quemaban mi libro no
tendrían problemas con hacer algo idéntico o peor al cuerpo indefenso del
autor. Tal experiencia ayudó a convencerme de que aceptara, muy de mala gana,
la orden de mi partido político para que abandonara Chile a fin de unirme a la
campaña contra el General Pinochet en el exterior.
Esa imagen de mi libro incinerado me acompañó al
exilio, incitándome a meditar dilatadamente acerca del sentido profundo y
desesperante de aquella hoguera.
Había sido nuestra intención asar al spiedo a
Disney y a su Pato, vacunar al pueblo chileno contra la plaga del American
Dream of Life y su ideología competitiva, super-individualista y voraz. En vez
de ello, como Chile mismo, el libro había sido consumido por una conflagración
sin fin. El hecho de que los conspiradores militares y civiles habían sido
financiados y alentados por Washington y la CIA, que Nixon y Kissinger habían
desestabilizado el experimento maravilloso de Allende, le dio una sensación de
derrota especialmente amarga a la quema del texto que desnudaba justamente la
forma en que los Estados Unidos trataba a países como el nuestro. Creíamos con
tanto fervor que nuestras palabras –y los obreros en marcha que las
estimularon– eran más fuertes que el Imperio y ahora el Imperio había probado
su poderío, nosotros éramos los que habíamos sido chamuscados y digeridos y
escupidos.
Y, sin embargo, pese a que tantos ejemplares de
Para Leer al Pato Donald habían sido obliterados, el libro mismo cobraba una
segunda vida en otras latitudes. Entre todas las traducciones, la que más nos
importaba a Armand y a mí era la que se hizo al inglés. Si aquel “manual de la
descolonización” (como la llamó el gran John Berger) no podía circular en la
tierra que lo vio nacer, teníamos la esperanza de que podría encontrar nuevos
lectores en la tierra que le dio nacimiento a Disney.
No tardamos mucho en darnos cuenta de que el
creador del Pato Donald, igual que el gobierno gringo que lo defendía y
difundía, era más poderoso de lo que habíamos anticipado. Debido a que no le
habíamos pedido autorización a Disney para reproducir algunas imágenes de las
historietas que Walt publicaba con tanto desparpajo masivo en nuestras
naciones, ningún editor en los Estados Unidos estaba dispuesto a arriesgar los
juicios y pleitos que una armada de abogados había ya desplegado en tantísimas
ocasiones para defender el copyright de la Disney Corporation.
De manera que cuando el Servicio de Aduanas
confiscó los ejemplares de How To Read Donald Duck, pensábamos que íbamos a
volver a perder la pelea contra Disney. Para nuestra alegría y desconcierto,
abogados del Center for Constitutional Rights en Nueva York convencieron al
Treasury Department que no habíamos cometido piratería al reproducir los
monitos y permitió la importación del libro. Con la salvedad de que,
amparándose en una ley de fines del siglo XIX, decidió que tan solo 1.500
copias podían ingresar a los Estados Unidos. Esta decisión burocrática bloqueó
efectivamente a los lectores de ese país de tener acceso al libro que se
convirtió así en un ítem de coleccionista, por el que se paga hoy centenares de
dólares en el mercado virtual.
Ahora, por fin, después de cuatro décadas, How
To Read Donald Duck va a circular en la patria de Disney como parte de un
catálogo del Museo MAK de Los Angeles. No puedo negar que me da cierta
satisfacción pensar que el libro reaparece tan cerca de Disneylandia y,
también, de la tumba donde descansan los restos no tan inmortales de Walt mismo
(el que no fue congelado criogénicamente, como murmuran las lenguas).
Más importante, sin embargo es que nuestro texto
carbonizado y prohibido ha logrado pasar subrepticiamente la frontera de los
Estados Unidos en el preciso momento en que sus ciudadanos, animados por el
tipo de xenofobia y nacionalismo exacerbado que recuerda mi propio Chile
regentado por Pinochet, ha elegido a otro Donald (aunque se parezca más al Tío
Rico MacPato que a su sobrino más notorio) a la Presidencia en virtud de su
promesa de “Construir Una Muralla” y “¡Hacer De Nuevo Grande a América!”. Nos
encontramos, sin duda, en una coyuntura donde reina el deseo nostálgico de
retornar a un país que Disney concibió en sus historietas como inmaculado,
inocente y eterno.
Me conforta que nuestras ideas, forjadas durante
la revolución chilena, hayan arribado a estas orillas precisamente cuando
algunos –¡demasiados!– estadounidenses se pasean con antorchas en lugares como
Charlottesville, haciéndose eco de las hogueras de Santiago y Berlín, pero
también en un momento cuando muchos otros compatriotas suyos se preguntan
acerca de las condiciones que llevaron a Donald Trump al poder. Me pregunto si
hay algo que podrían extraer quienes hoy son mis conciudadanos gringos de
nuestra exploración de la ideología subterránea de este país. ¿Es posible ver
la sombra de Donald Trump dentro del libro que desnuda a ese otro Donald, el
plumífero?
Por cierto que muchos valores que impugnamos en
nuestro libro –la codicia, la ultra-competitividad, la sujeción de las razas
más oscuras, la desconfianza y desprecio hacia los extranjeros (mejicanos,
árabes, asiáticos), todo ello edulcorado en un himno constante a una felicidad
inalcanzable– anima a cantidad de entusiastas de Trump (y no solo a sus seguidores).
Pero tales blancos son demasiado evidentes y fáciles. Tal vez más crucial hoy
es el pecado cardinal de los Estados Unidos que se agita en el corazón de las
historietas de Disney: la creencia en una innata inocencia de la patria de
Lincoln, la presunción de la excepcionalidad, la singularidad ética y destino
manifestó de este país.
Cuando escribimos el libro nos referíamos a la
incapacidad –que sigue hoy– de la nación que Walt exportaba como un modelo de
perfección a reconocer su propia historia. Si se desmorona la amnesia
recurrente de la violencia y transgresiones pretéritas (la esclavitud, el
extermino de nativos, las masacres de obreros en huelga, la persecución y
deportación de inmigrantes y rebeldes, tantas aventuras militares en suelo extranjero,
tantas invasiones y conquistas de territorio ajeno, y la complicidad con
autocracias y dictaduras en todos los continentes), lo que se derrumba es la
cosmovisión supuestamente prístina de Disney, abriendo espacio para que otro
tipo de país haga su lenta aparición.
Aunque escogimos a Walt Disney como el ejemplo
excelso de esta inocencia, ella se encarna hondamente, por cierto, en los
pre-juicios de la inmensa mayoría de los norteamericanos, aun entre los más
ilustrados. Una casi imperceptible muestra de ello es la reciente decisión de
Ken Burns, el documentalista más celebre y admirable de las costumbres y
trayectoria de su país, de comentar en su nueva serie televisiva sobre Vietnam,
que esa intervención desastrosa y genocida en una nación lejana fue iniciada
“de buena fe y por gente decente” y que se trataba de un “fracaso” y no de una
“derrota”.
Es una advertencia de cuán difícil será
deshacerse de la idea abismalmente arraigada que los Estados Unidos, pese a sus
fallas, es una fuente incuestionable de benevolencia en el mundo. Solo un país
que continúa a bañarse en la mitología de esta inocencia, de una virtud
otorgada por Dios y por lo tanto destinada a imperar en toda la Tierra, puede
haber producido una victoria como la de Trump. Solo el reconocimiento de cuán
perversa y enceguecedora viene a ser aquella inocencia puede conducir a una
comprensión más amplia de las causas de la ascendencia de Trump y su dominio
alucinante sobre tantos seguidores suyos, un reconocimiento al que nuestro
libro quisiera contribuir, aunque fuera en forma mínima.
Hay, sin embargo, un aspecto de How To Read
Donald Duck que tal vez ofrezca una contribución de otro tipo a la búsqueda
colectiva en que tantos estadounidenses perplejos están empeñados. Volviendo a
leer este texto nuestro lo que me sigue inspirando hoy es su tono rebelde, la
insolencia, el humor, la euforia que fluye por sus páginas. Es un libro que se
ríe de sí mismo mientras se burla de Donald y sus sobrinos y sus compinches.
Detrás de su deseo de un nuevo lenguaje para la liberación puedo escuchar a un
pueblo que no se deja avasallar. Me devuelve al inmenso salto imaginativo que
exige toda demanda de un cambio radical, Y captura algo que a menudo falta en
esta era de catástrofes y derrotas: la certeza de que múltiples realidades
alternativas son posibles, que están a nuestro alcance si tenemos el coraje y
la inteligencia y la osadía de enfrentar el futuro sin miedo. Para Leer Al Pato
Donald fue y sigue siendo una celebración de la alegría que acompaña el desborde
de la imaginación, una alegría que es su propia recompensa, que no puede ser
quemada en Santiago o desaparecer en la bahía de Valparaíso.
Es esa alegría liberadora, ese espíritu de
resistencia que me gustaría compartir con lo mejor que tiene Estados Unidos por
medio de un libro que no lograron liquidar los soldados de Pinochet ni bloquear
del país de Martin Luther King los abogados de Disney. Espero que en este
momento confuso y terrible sea un modo modesto de recordar que de veras no
tenemos por qué dejar el mundo tal como lo heredamos al nacer. Si pudiera
re-escribir ese libro hoy, es probable que un mejor título sería, quizás, Para
Leer a Donald Trump.
Fuente: Resumen Latinamericano
Publicado en Página 12