Por Gabriel Rockhill
Se suele asumir que los intelectuales tienen
poco o ningún poder político. Subidos en su privilegiada torre de marfil,
desconectados del mundo real, enredados en debates académicos sin sentido sobre
minucias, o flotando en las nubes abstrusas de la teoría de altos vuelos, se
suele retratar a los intelectuales como separados de la realidad política e
incapaces de tener cualquier impacto significativo sobre ella. Pero la Agencia
Central de Inteligencia (CIA) piensa de otra forma.
De hecho, el organismo responsable de planificar
golpes de Estado, cometer asesinatos y manipular clandestinamente a gobiernos
extranjeros no solo cree en el poder de la teoría, sino que asignó importantes
recursos para mantener un grupo de agentes secretos dedicados a estudiar a
fondo lo que algunos consideran la teoría más recóndita e intricada jamás
producida. Un documento de investigación escrito en 1985 y que recientemente ha
sido desclasificado y publicado con ligeras adaptaciones, haciendo uso de la Ley
de Libertad de Expresión, revela que la CIA dispuso de agentes dedicados a
estudiar las complejas e influyentes teorías asociadas a los autores franceses
Michel Foucault, Jacques Lacan y Roland Barthes.
La imagen de unos espías estadounidenses reuniéndose
con asiduidad en cafés parisinos para estudiar y comparar notas sobre los popes
de la intelectualidad francesa puede chocar a quienes asumen que este grupo de
intelectuales eran lumbreras cuya sobrenatural sofisticación no podría caer en
una trampa tan vulgar, o que, por el contrario, no eran sino charlatanes de
retórica incomprensible con poco o ningún impacto en el mundo real. Sin
embargo, no sorprenderá a quienes están familiarizados con la prolongada y
continua utilización de recursos de la CIA en la guerra cultural global,
incluyendo el respaldo a sus formas más vanguardistas, lo que ha quedado bien
documentado gracias a investigadores como Frances Stonor Saunders, Giles
Scott-Smith y Hugh Wilford (yo he realizado mi propia contribución con el libro
Radical History & the Politics os Art).
Thomas W. Braden, antiguo supervisor de las
actividades culturales de la CIA, explicaba el poder de la guerra cultural de
la agencia en un relato sincero y bien informado publicado en 1967: “Recuerdo
el inmenso placer que sentí cuando la Orquesta Sinfónica de Boston [que contaba
con el respaldo de la CIA] ganó más elogios para EE.UU. en París de los que
pudieran haber ganado John Foster Dulles [i] o Dwight D. Eisenhower con cien
discursos”. No se trataba, de ninguna manera, de una operación liminal o sin
importancia. De hecho, como sostenía acertadamente Wilford, el Congreso para la
Libertad Cultural con sede en París, que posteriormente resultó ser una
organización tapadera de la CIA en tiempos de la Guerra Fría, fue uno de los
principales patrocinadores de la historia mundial y prestó apoyo a una
increíble gama de actividades artísticas e intelectuales. Contaba con oficinas
en 35 países, publicó docenas de prestigiosas revistas, participaba en la
industria editorial, organizó conferencias y exposiciones artísticas de alto
nivel, coordinaba actuaciones y conciertos y proporcionó generosa financiación
a diversos premios y becas culturales, así como a organizaciones encubiertas
como la Fundación Farfield.
La agencia de inteligencia consideraba que la
cultura y la creación teórica eran armas cruciales del arsenal global dirigido
a perpetuar los intereses estadounidenses en todo el mundo. El documento de
investigación de 1985 recién publicado, titulado “Francia: la deserción de los
intelectuales de izquierda”, examina –indudablemente con el fin de manipularla–
a la intelectualidad francesa y el papel fundamental que desempeñaba en la
configuración de las tendencias que generan la línea política. El informe, a la
vez que sugería que en la historia de la intelectualidad francesa existía un
equilibrio ideológico relativo entre la izquierda y la derecha, destaca el
monopolio de la izquierda en la era inmediatamente posterior a la Segunda
Guerra Mundial –al que, como sabemos, se oponía de modo furibundo la CIA– a
causa del papel fundamental que jugaron los comunistas en la resistencia al
fascismo y que, en último término, permitió ganar la guerra. Aunque la derecha
estaba enormemente desacreditada a causa de su contribución directa a los
campos de exterminio nazis, así como su agenda xenófoba, anti-igualitaria y
fascista (según las propias palabras de la CIA), los agentes secretos anónimos
que escribieron el borrador del informe resumen con palpable regocijo el
retorno de la derecha a partir de los inicios de la década de los setenta.
Más concretamente, los guerreros culturales
clandestinos aplauden lo que consideran un movimiento doble que contribuyó a
que los intelectuales apartaran a Estados Unidos del centro de sus críticas y
las dirigieran a la Unión Soviética. Por parte de la izquierda se produjo una
desafección gradual hacia el estalinismo y el marxismo, una progresiva retirada
de los intelectuales radicales del debate público y un alejamiento teórico del
socialismo y del partido socialista. Más hacia la derecha, los oportunistas
ideológicos a los que se denominaba Nuevos Filósofos y los intelectuales de la
Nueva Derecha lanzaron una campaña mediática descarada de difamación contra el
marxismo.
Mientras otros tentáculos de la organización de
espionaje de alcance mundial se dedicaban a derribar gobiernos elegidos
democráticamente, a proporcionar servicios de inteligencia y financiación a
dictadores fascistas y a apoyar escuadrones de la muerte de extrema derecha, el
escuadrón parisino de la CIA recogía información sobre el giro hacia la derecha
que estaba teniendo lugar en el mundo y que beneficiaba directamente a la
política exterior de EE.UU. Los intelectuales simpatizantes de la izquierda de
la posguerra fueron abiertamente críticos con el imperialismo estadounidense.
La influencia en los medios de comunicación que ejercía la crítica marxista sin
pelos en la lengua de Jean Paul Sartre y su notable papel –como fundador de
Libération– a la hora de revelar la identidad del responsable de la CIA en
París y de docenas de agentes encubiertos fue seguida de cerca por la Agencia y
considerada un grave problema.
Por el contrario, el ambiente antisoviético y
antimarxista de la emergente era neoliberal sirvió para desviar el escrutinio
público y proporcionó una excelente excusa para las guerras sucias de la CIA,
al “dificultar en extremo cualquier oposición significativa de las élites
intelectuales a las políticas estadounidenses en América Central, por ejemplo”.
Greg Grandin, uno de los más destacados historiadores de Latinoamérica, resumió
perfectamente esta situación en su libro The Last Colonial Massacre (La última
masacre colonial): “Aparte de realizar intervenciones notoriamente desastrosas
y letales en Guatemala en 1954, República Dominicana en 1965, Chile en 1973 y
El Salvador y Nicaragua en los ochenta, Estados Unidos ha prestado apoyo
financiero, material y moral silencioso y continuo a estados terroristas
asesinos y contrainsurgentes […] Pero la enormidad de los crímenes de Stalin
aseguraba que dichas historias sórdidas, por muy convincentes, rigurosas o
condenatorias que fueran, no interfirieran en la fundación de una visión del
mundo comprometida con el papel ejemplar de Estados Unidos en la defensa de lo
que ahora conocemos como democracia”.
Este es el contexto en el que los mandarines
enmascarados elogian y apoyan la incesante crítica que una nueva generación de
pensadores antimarxistas como Bernard-Henri Levy, André Glucksmann y
Jean-François Revel desencadena contra “la última camarilla de eruditos
comunistas” (compuesta, según los agentes anónimos, por Sartre, Barthes, Lacan
y Louis Althuser). Dada la inclinación izquierdista de aquellos antimarxistas
en su juventud, constituyen el modelo perfecto para construir las narrativas
falaces que fusionan una pretendida evolución política personal con el avance
continuo del tiempo, como si la vida individual y la historia fueran
simplemente una cuestión de “evolución” y de reconocer que la transformación
social igualitaria es algo del el pasado, personal e histórico. Este derrotismo
condescendiente y omnisciente no solo sirve para desacreditar nuevos
movimientos, particularmente aquellos liderados por los jóvenes, sino que
también caracteriza de forma errónea los éxitos relativos de la represión
contrarrevolucionaria como progreso natural de historia.
El filósofo francés Raymond Aron (izda.) junto a
su esposa Suzanne, de vacaciones con el agente encubierto de la CIA Michael
Josselson y Denis de Rougemont (dcha.)
Incluso teóricos no tan opuestos al marxismo
como estos intelectuales reaccionarios contribuyeron de modo significativo a la
atmósfera de desencanto hacia el igualitarismo transformador, al alejamiento de
la movilización social y al “cuestionamiento crítico” desprovisto de puntos de
vista radicales. Esto es crucial para comprender la estrategia general de la
CIA en sus amplias y poderosas iniciativas para desmantelar a la izquierda
cultural en Europa y otros lugares. Reconociendo la dificultad de abolirla por
completo, la organización de espionaje más poderosa del mundo ha pretendido
apartar la cultura de izquierdas de las políticas decididamente
anticapitalistas y transformadoras y redirigirla hacia posiciones reformistas
de centro-izquierda, menos abiertamente críticas con la política interna y la
política exterior de Estados Unidos. En realidad, tal y como ha demostrado
minuciosamente Saunders, la Agencia continuó las políticas del Congreso
liderado por McCarthy en la posguerra con el fin de apoyar y promover de manera
directa aquellos proyectos que desviaban a productores y consumidores de la
izquierda decididamente igualitaria. Amputando y desacreditando a esta última,
aspiraba también a fragmentar a la izquierda en general, dejando lo que quedaba
del centro-izquierda con un mínimo poder y apoyo público (y a la vez
potencialmente desacreditada a causa de su complicidad con la política del
poder de las derechas, un tema que continúa extendiéndose como una plaga por
los partidos institucionalizados de la izquierda).
Nota relacionada: Como la CIA infiltró la literatura mundial
Es en este contexto donde debemos situar la
afición de la agencia de inteligencia por las narrativas de conversión y su
profundo aprecio por los “marxistas reformados”, un leitmotiv transversal al
informe de investigación sobre los teóricos franceses. “A la hora de socavar el
marxismo –escriben los agentes infiltrados– son aún más eficaces aquellos
intelectuales convencidos, dispuestos a aplicar la teoría marxista en las
ciencias sociales, pero que acaban por rechazar toda la tradición marxista”.
Citan en particular la enorme contribución realizada por la Escuela de los
Annales, de historiografía y estructuralismo –especialmente Claude Lévi-Strauss
y Foucault– a la “demolición crítica de la influencia marxista en las ciencias
sociales”. Foucault, a quien se refieren como “el pensador francés más profundo
e influyente”, es especialmente aplaudido por su elogio de los intelectuales de
la Nueva Derecha, cuando recuerda a los filósofos que “la teoría social
racionalista de la Ilustración y la era Revolucionaria del siglo XVIII ha
tenido consecuencias sangrientas”. Aunque sería un error echar por tierra las
políticas o los efectos políticos de cualquiera basándose en una sola posición
o resultado, el izquierdismo antirrevolucionario de Foucault y su perpetuación
del chantaje del Gulag –es decir, la afirmación de que los movimientos
expansivos radicales que pretenden una profunda transformación social y
cultural solo resucitan la más peligrosa de las tradiciones– están
perfectamente en línea con las estrategias generales de guerra psicológica de
la agencia de espionaje.
La interpretación que realiza la CIA de la obra
teórica francesa debería servirnos para reconsiderar la apariencia chic que ha
acompañado gran parte de su recepción por el mundo anglófono. Según una
concepción estatista de la historia progresiva (que por lo general permanece
ciega a su teleología implícita), la obra de figuras como Foucault, Derrida y
otros teóricos franceses de vanguardia suele asociarse intuitivamente a una
crítica profunda y sofisticada que presumiblemente va más allá de cualquier
relación con el socialismo, el marxismo o las tradiciones anarquistas. No cabe
duda y es preciso resaltar que el modo en que el mundo anglófono acogió la obra
de los teóricos franceses, como acertadamente ha señalado John McCumber, tuvo
importantes implicaciones políticas como polo de resistencia a la falsa
neutralidad política, las tecnicidades cautelosas de la lógica y el lenguaje, o
al conformismo ideológico puro activo en las tradiciones de la filosofía
anglo-americana apoyada por [el senador] McCarthy. No obstante, las prácticas
teóricas de aquellas figuras que dieron la espalda a lo que Cornelius
Castoriadis denominó la tradición de la crítica radical –la resistencia
anticapitalista y antiimperialista– ciertamente contribuyeron al alejamiento
ideológico de la política transformadora. Según la propia agencia de espionaje,
los teóricos posmarxistas franceses contribuyeron directamente al programa
cultural de la CIA destinado a persuadir a la izquierda de inclinarse hacia la
derecha, al tiempo que desacreditaban el antiimperialismo y el anticapitalismo,
creando así un entorno intelectual en el cual sus proyectos imperialistas
pudieran medrar sin ser estorbados por un escrutinio crítico serio por parte de
la intelectualidad.
Nota
relacionada: Los servicios de información estadounidenses y la restauración delneoconservadurismo
Como sabemos gracias a las investigaciones
realizadas sobre los programas de guerra psicológica de la CIA, la organización
no solo ha vigilado e intentado coaccionar a los individuos, sino que siempre
ha intentado comprender y transformar las instituciones de producción y
distribución cultural. De hecho, su estudio sobre los teóricos franceses señala
el papel estructural que desempeñan las universidades, las editoriales y los
medios de comunicación en la formación y consolidación de un ethos político
colectivo. En las descripciones que, como el resto del documento, deberían
invitarnos a pensar críticamente sobre la actual situación académica del mundo
anglófono y otros lugares, los autores del informe destacan cómo la
precarización del trabajo académico contribuye al aniquilamiento del
izquierdismo radical. Si los izquierdistas convencidos no podemos asegurarnos
los medios materiales para desarrollar nuestro trabajo, o si se nos obliga más
o menos sutilmente a ser conformistas para conseguir empleo, publicar nuestros
escritos o tener un público, las condiciones estructurales que permitan la
existencia de una comunidad izquierdista resuelta se ven debilitadas. Otra de
las herramientas utilizadas para conseguir este fin es la profesionalización de
la educación superior, que pretende transformar a las personas en eslabones
tecnocientíficos integrados en el aparato capitalista, más que en ciudadanos
autónomos con herramientas solventes para la crítica social. Los mandarines
teóricos de la CIA alaban, por tanto, las iniciativas del gobierno francés por
“presionar a los estudiantes para que se decidan por estudios técnicos y
empresariales”. También señalan las contribuciones realizadas por las grandes
casas editoriales como Grasset, los medios de comunicación de masas y la moda
de la cultura americana para lograr una plataforma postsocialista y
antigualitaria.
¿Qué lecciones podemos extraer de este informe,
especialmente en el contexto político en que nos encontramos, con su ataque
continuo a la intelectualidad crítica? En primer lugar, el informe debería
servirnos para recordar convincentemente que si alguien supone que los
intelectuales no tienen ningún poder y que nuestras orientaciones políticas
carecen de importancia, la organización que se ha convertido en uno de los
agentes más poderosos del mundo contemporáneo no lo ve así. La Agencia Central
de Inteligencia, como su nombre irónicamente sugiere, cree en el poder de la
inteligencia y de la teoría, algo que deberíamos tomarnos muy seriamente. Al
presuponer erróneamente que el trabajo intelectual sirve de poco o de nada en
el “mundo real”, no solo malinterpretamos las implicaciones prácticas del
trabajo teórico, sino que corremos el riesgo de hacer la vista gorda ante
proyectos políticos de los que fácilmente podemos convertirnos en embajadores
culturales involuntarios. Aunque es verdad que el Estado-nación y el aparato
cultural francés proporcionan a los intelectuales una plataforma pública mucho
más significativa que muchos otros países, la obsesión de la CIA por
cartografiar y manipular la producción teórica y cultural en otros lugares
debería servirnos a todos como llamada de atención.
En segundo lugar, en la actualidad los agentes
del poder están particularmente interesados en cultivar una intelectualidad
cuya visión crítica esté atenuada o destruida por las instituciones que los
patrocinan basadas en intereses empresariales y tecnocientíficos, que equipare
las políticas de izquierda-derecha con lo “anticientífico”, que relacione la
ciencia con una pretendida –pero falsa– neutralidad política, que promueva los
medios de comunicación que saturan las ondas hertzianas con cháchara
conformista, aísle a los izquierdistas convencidos de las principales
instituciones académicas y de los focos mediáticos y desacredite cualquier
llamamiento al igualitarismo radical y a la transformación ecológica.
Idealmente, intentan nutrir una cultura intelectual que, si es de izquierdas,
esté neutralizada, inmovilizada, apática y se muestre satisfecha con apretones
de manos derrotistas o con la crítica pasiva a la izquierda radical movilizada.
Esa es una de las razones por las que podemos considerar a la oposición
intelectual al izquierdismo radical, que predomina en el mundo académico
estadounidense, una postura política peligrosa: ¿acaso no es cómplice directa
de la agenda imperialista de la CIA en todo el mundo?
En tercer lugar, para contrarrestar este ataque
institucional a la cultura del izquierdismo resolutivo, resulta imperativo
resistir la precarización y profesionalización de la educación. Similar
importancia tiene la creación de esferas pública que posibiliten un debate
realmente crítico y proporcionen una amplia plataforma para aquellos que
reconocen que otro mundo no solo es posible, sino necesario. También
necesitamos unirnos para contribuir a la creación o el mayor desarrollo de
medios de comunicación alternativos, diferentes modelos de educación,
instituciones alternativas y colectivos radicales. Es vital promover
precisamente aquello que los combatientes culturales encubiertos pretenden
destruir: una cultura de izquierdismo radical con un marco institucional de
apoyo, un amplio respaldo público, una influencia mediática prevalente y un
amplio poder de movilización.
Por último, los intelectuales del mundo
deberíamos unirnos para reconocer y aprovechar nuestro poder con el fin de
hacer todo lo posible para desarrollar una crítica sistémica y radical que sea
tan igualitaria y ecológica como anticapitalista y antiimperialista. Las
posturas que uno defiende en el aula o públicamente son importantes para
establecer los términos del debate y marcar el campo de posibilidades
políticas. En oposición directa a la estrategia cultural de fragmentación y
polarización de la agencia de espionaje, mediante la cual ha pretendido amputar
y aislar a la izquierda antiimperialista y anticapitalista, deberíamos, a la
vez que nos oponemos a las posiciones reformistas, federarnos y movilizarnos,
reconociendo la importancia de trabajar juntos –toda la izquierda, como
Keeanga-Yamahtta nos ha recordado recientemente– para cultivar una
intelectualidad verdaderamente crítica. En lugar de pregonar o lamentar la
impotencia de los intelectuales, deberíamos utilizar la aptitud para decir la
verdad a los poderosos, trabajando juntos y movilizando nuestra capacidad de
crear colectivamente las instituciones necesarias para un mundo de izquierdismo
cultural. Porque solo en un mundo así, y en las cámaras de resonancia de
inteligencia crítica que provoque, será posible que las verdades expresadas
sean realmente escuchadas y se produzca el cambio de las estructuras de poder.
Nota:
[1] Secretario de Estado con el presidente
Eisenhower entre 1953 y 1959.
Fuente: La Pupila Insomne