El género no es una propiedad inmanente de los cuerpos sino el conjunto de efectos producidos en los propios cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales. | Foto: CELAG
Por: Ava Gómez - Bárbara Ester / CELAG
El género no es una propiedad inmanente de los
cuerpos sino el conjunto de efectos producidos en los propios cuerpos, los
comportamientos y las relaciones sociales.
La producción alimenticia de subsistencia, el
trabajo informal, la emigración o la prostitución son actividades económicas
que han adquirido una importancia mucho mayor como opciones de supervivencia
para las mujeres.
La feminización de la pobreza es una expresión
acuñada por el feminismo en los años ´70 para dar cuenta de la progresiva
pauperización de las condiciones de vida de las mujeres. Este problema presenta
dos dimensiones en América Latina: por un lado, el efecto de los programas de
ajuste estructural inherentes a las políticas neoliberales que el retorno de
los neoconservadurismos ha reactualizado y, por otro lado, la reproducción de
una milenaria cultura patriarcal. Allí donde el Estado abdica responsabilidades
para con sus ciudadanos las obligaciones recaen –mayoritariamente- en las
mujeres.
La producción alimenticia de subsistencia, el
trabajo informal, la emigración o la prostitución son actividades económicas
que han adquirido una importancia mucho mayor como opciones de supervivencia
para las mujeres. Cada vez la brecha entre ricas y pobres es mayor.
La implementación de políticas públicas que
buscan mejorar la vida de las mujeres y luchar contra las desigualdades de
género no ha seguido un camino lineal, sino que ha experimentado avances y retrocesos.
Para autoras como Nancy Fraser el género constituye una comunidad “bivalente”,
es decir, que articula demandas de dos dimensiones: político-económicas y
culturales-valorativas. En el primer caso, las demandas se vinculan a una mayor
redistribución socioeconómica, ya que el género es un principio básico de la
estructuración de la economía política. Así, la división de género supone el
desdoblamiento fundamental entre trabajo remunerado productivo y trabajo no
remunerado reproductivo, al tiempo que en el ámbito del mercado laboral hay una
tendencia a la diferenciación en relación a la calidad de los trabajos y las
remuneraciones. En este aspecto, la dimensión político-económica genera modos
de explotación, marginación y pobreza, inherentes al género.
En el segundo aspecto, el género opera también
como un factor de diferenciación cultural-valorativa, evidenciado en el
androcentrismo: la construcción de normas sociales que privilegian los rasgos
asociados a la masculinidad. Dicho imaginario configura, al mismo tiempo, una
devaluación de lo que se considera femenino, plasmada en el ataque sexual, la
explotación sexual, la (difundida) violencia doméstica, las representaciones
estereotipadas en los medios de comunicación, el acoso y el desdén en todas las
esferas de la vida cotidiana, entre otras. En este sentido, la dominación
cultural y el menosprecio hacia los atributos específicamente femeninos tornan
necesarias la reparación y el reconocimiento estatal.
El género no es una propiedad inmanente de los
cuerpos sino el conjunto de efectos producidos en los propios cuerpos, los
comportamientos y las relaciones sociales. De este modo, políticas y discursos
sobre las mujeres suponen la reproducción de los valores vigentes, los cuales
en muchos casos se erigen desde la lógica patriarcal como un impedimento para
la ciudadanía plena, lo que conlleva a la sistemática vulnerabilización de sus
derechos.
Uno de los temas fuertes del feminismo en las
últimas décadas es el de las políticas públicas de igualdad, orientadas a
reducir las desigualdades económicas y a debilitar la discriminación en el
mercado laboral. Las políticas públicas tienen una función redistribuidora en
las sociedades de clase. El mejor ejemplo son los Estados de bienestar que
durante años han aplicado y desarrollado políticas para diversos colectivos
sociales: educación, salud y sistema de pensiones, etc., efectivizando una
redistribución más justa de los recursos y del reconocimiento de nuevos
derechos sociales para grandes sectores de la ciudadanía.
Nuevos modelos familiares, nuevos desafíos
El término Segunda Transición Demográfica es
utilizado por algunas autoras para enfatizar el conjunto de cambios en las
relaciones de género desde 1955 hasta la actualidad. Dicho cambio supone una
mayor autonomía y menor dependencia de las mujeres hacia los hombres, sin
embargo, la debilidad en los lazos familiares tradicionales y el surgimiento de
nuevos modelos como las familias monoparentales –encabezadas en su mayoría por
mujeres-, los hogares unipersonales y las familias reconstruidas dan cuenta de
las nuevas dinámicas culturales y sociales.
En el aspecto cultural, en consonancia con los
cambios demográficos destacados, se ha producido una transformación de las
expectativas de lo que son o deberían ser las mujeres, con la construcción de
nuevas imágenes de la feminidad, menos enfocadas en la maternidad. Por su
parte, el aumento de la participación de mujeres en la educación media
superior, así como la acelerada urbanización, la globalización - que facilita
la exposición a otras culturas a partir de las comunicaciones masivas- el
aumento del individualismo y el papel de los movimientos feministas han
contribuido en este sentido.
No obstante, este proceso no es homogéneo, en
América Latina, en particular, persisten las representaciones sociales
tradicionales respecto a las responsabilidades diferenciales de hombres y
mujeres en relación al trabajo doméstico y la crianza de los niños y niñas.
Dichas representaciones están presentes en las negociaciones entre varones y
mujeres sobre las responsabilidades domésticas, según indica Carole Pateman, en
su trabajo El contrato sexual (1995).
La lógica del Estado de Bienestar presuponía la
existencia de una familia nuclear, compuesta por varones proveedores y mujeres
amas de casa, donde la atención de los niños recaía en la mujer. Sin embargo,
la desarticulación del Estado de bienestar y al mismo tiempo la desarticulación
de la familia nuclear, no modificarían la representación social que asociaba a
las mujeres con las tareas de cuidado tanto de niños y niñas pequeñas como de
adultos mayores. Para los varones su rol de proveedor los exenta de las
responsabilidades del cuidado de los hijos e hijas y las tareas domésticas. El
hecho de asumir el rol de sostén del hogar no es sólo económico, sino que tiene
una doble función simbólica, afirmando su masculinidad tanto individual como
social y, además, les otorga ciertos privilegios por sobre otros miembros del
hogar.
Feminización de la pobreza
En el aspecto económico, el modelo neoliberal
supone cambios en el trabajo remunerado: una nueva composición de la fuerza de
trabajo que incluye una mayor participación femenina, así como también,
trabajadores de otras etnias y nacionalidades. El desempleo estructural genera
exclusión de grandes sectores de la población y se erige como la nueva cuestión
social, al tiempo que los Estados flexibilizan sus leyes laborales, creando un
clima de mayor inseguridad, y un real incremento de la desigualdad social.
En este marco se produjo la acogida femenina
masiva al mercado laboral remunerado. Dicha inserción presenta una forma
polarizada con mayor segmentación y desigualdad; para las mujeres con títulos
universitarios se abrieron efectivamente nuevas oportunidades de obtener altos
cargos, mientras que para la gran mayoría quedan los cargos de baja
calificación en sectores inestables e incluso con nula protección social.
La incorporación de la mujer al mundo laboral
tampoco supuso una menor carga de las responsabilidades familiares, por el
contrario, supuso una doble jornada o doble presencia. Al tradicional trabajo
reproductivo (todas aquellas actividades no remuneradas del hogar que podrían
ser realizadas por otra persona o que podrían adquirirse si existiera un mercado
para ellas) (cabe destacar que dicho mercado existe y se caracteriza por su
composición femenina y su informalidad) se le incorporó el trabajo remunerado.
En las sociedades modernas el problema del
trabajo doméstico se agrava por la superposición de tareas, generando un
conflicto con las obligaciones laborales, lo que incide en la situación
económica de la familia. Quien realice dichas tareas dependerá de las redes
familiares y la flexibilización laboral que habilita al sector privado a nivel
de empresas o a mujeres de bajos recursos –muchas veces migrantes-, dispuestas
a realizar dicha tarea con escasa o nula protección social. De esta manera, el
trabajo doméstico se feminiza, aunque terciarizado. Así, el sujeto de la
conciliación familia-trabajo no es un sujeto neutro, sino femenino. Los
estereotipos de género, es decir, las disposiciones sociales (e
institucionales) que convierten y legitiman la diferencia de sexo en
desigualdades sociales continúan vigentes.
Los efectos del progresismo
Según la CEPAL[1], durante la primera década del
2000 se observa en América Latina una amplia reducción de la incidencia de la
pobreza multidimensional, particularmente entre 2005 y 2012 bajó para 17 países
de la región, de 39 a 28% de la población, siendo los que ostentaron mayores
descensos Argentina, Uruguay, Brasil, Chile y Venezuela.
La reducción de la pobreza en los países
progresistas se relaciona de forma directa con la aplicación de diversas
políticas de reducción de la pobreza con un claro enfoque de género. Entre
otros programas que demostraron su efectividad, se encuentra Bolsa Familia (en
Brasil) implementado e impulsado desde 2003 por el presidente Lula da Silva,
sobre el que el presidente Michel Temer realizó un sustantivo ajuste que
provocó la reducción de su cobertura[2]. Las jubilaciones para amas de casa
puestas en marcha en 2004, durante en el Gobierno de Néstor Kirchner, que
fueron recientemente canceladas por el Gobierno de Mauricio Macri. Y, en
Venezuela, el trabajo integral con enfoque de género que fue reconocido por las
Naciones Unidas, dado el avance logrado en materia de seguridad e igualdad de
género[3].
Pese a los avances en términos de reducción de
la desigualdad, gracias al enfoque en políticas con una clara sensibilidad de
género en los países progresistas de América Latina (algunas de las cuales hoy
se encuentran en franco retroceso), otros países se mantuvieron rezagados en
este plano. Es el caso peculiar de Colombia, donde los mínimos avances en esta
materia siguen siendo uno de los ejes de la marcada desigualdad de un país que
afronta un delicado proceso de reconciliación política y social.
Si bien la mayor parte de la población
colombiana está compuesta por mujeres, son estas quienes ostentan los niveles
más altos de pobreza; así, si la pobreza ascendía en 2013 al 32% entre las
mujeres, en el país alcanzó del 37%. Las actividades no remuneradas fueron en
las que las mujeres colombianas invirtieron más horas: un 30% sin remuneración,
frente a un 20% de su tiempo en actividades remuneradas. La población femenina
colombiana, además, ostentó el segundo lugar en América Latina en desocupación:
si en América Latina la tasa asciende al 10%, en Colombia llegó al 14,5%,
frente al 8,2% de hombres desocupados[4].
En 2016, la incidencia de pobreza por hogares
también varió en función del género, habitualmente, si son hogares con madre
cabeza de familia, se alcanzan índices de pobreza extrema del 9,6%, frente a un
7,1% donde la cabeza de familia es hombre[5]. Todo ello sin mencionar las implicaciones
en términos de la magnitud de violencia sexual, dificultades en el acceso a la
justicia, altos niveles de impunidad, reclutamiento de jóvenes esclavizadas
sexualmente etc.[6] que afrontan las mujeres en el marco del conflicto y que
las sumergen aún más en las dinámicas de desigualdad estructural y exclusión
social.
Las enormes falencias existentes en Colombia en
materia de género, que son empeoradas por una situación de conflicto político y
social latente, son resultado de la ausencia de una voluntad política clara
orientada a la reducción de las desigualdades. El camino de retroceso que
iniciaron ya varios liderazgos neoconservadores en la región (en espacial Macri
y Temer), reflejan un desbalance que, sin lugar a duda, supondrá un
escalonamiento del conflicto social y en particular una reducción de los
derechos y alcances de las mujeres en la pasada década.
[1]
http://repositorio.cepal.org//handle/11362/37626
[2]
http://www.redebrasilatual.com.br/politica/2016/11/temer-corta-bolsa-familia-de-1-1-milhao-e-atinge-quem-vive-com-r-440
-por-cápita-3859.html
[3]
http://www.telesurtv.net/news/ONU-felicita-a-Venezuela-por-logros-en-equidad-de-genero-20141021-0095.html
[4]
http://www.cepal.org/cgibin/getprod.asp?xml=/12conferenciamujer/noticias/paginas/6/51756/P51756.xml&xsl=/12conferenciamujer/tpl/p18f-st.xsl&base=/12conferenciamujer/
tpl / top-bottom.xsl
[5]
https://www.dane.gov.co/files/investigaciones/condiciones_vida/pobreza/bol_pobreza_15_.pdf
Fuente: Resumenrebel