Por Horacio González
La irresponsabilidad de un gobierno obtuso,
incompetente y desesperado puede ser resumida en esa foto de Hiroshima,
acompañada de un texto de Macri, salido seguramente de su falansterio de
“asesores filosóficos”. Deberían saber que interpretar una foto no es fácil,
menos las que muestran una catástrofe o una hecatombe. ¿Qué tal poner maestros
enseñando en medio de la espesa nube de silencio mortuorio luego de la caída de
las Torres Gemelas o en un bote que se aleja de un gran transatlántico que
muestra su gran silueta a la distancia, hundiéndose en el mar?
La materia de esas imágenes es el sufrimiento o
el sacrificio, no el horario de clases, el presentismo o el incentivo bajo
cuerda. Esos maestros japoneses, a los que la necia disposición de Macri para
las alegorías los muestra como imaginarios rompehuelgas, eran representantes de
un gran acto educativo de testimonio y supervivencia.
Es una imagen formativa
primordial, pero no como la cree el Gobierno, un llamando a la sumisión, sino
una cita trascendente de las maestras y maestros sobre el cuidado y nutrición
del ser en la tragedia. Máxima manifestación de sacrificio por una comunidad
violentada, que todo maestro encararía de la misma forma. Pregúntele, Macri, a alguna
maestra argentina si no está dispuesta a dar clases entre ruinas, a
protagonizar esa misma imagen para mostrar la voluntad de resistencia ante una
desventura colectiva tan desmesurada.
¿Sabe usted lo que fue Hiroshima, o en esas
reliquias rotas ve sólo un accidente inmobiliario? Se esperaban en Japón largos
años de reconstrucción y pensamiento de un espíritu en congoja ante las
osamentas de lo que fueron edificios y moradas abrasadas por un huracán de
partículas corrosivas e incendiarias. La imagen fotografiada consistía allí en
volver a trazar el simbolismo del espacio público derruido. Nada tienen que ver
las reclamaciones del gremialismo argentino, reconstructivo de la educación
pública, que al contrario, vio esas imágenes como una declaración de guerra.
Usted pone un número de sacrificados, habla mecánicamente sobre Hiroshima. Pero ¿cómo hay que hablar de ese
hecho inaceptable? Usted habla como un estadístico, un inspector municipal o un
perito contable, todas profesiones respetables. Pero no es ésa la función que
le cabe.
Vuelva a leer lo que le han escrito: “meses
después de la explosión atómica que arrasó el 90% de los edificios, fábricas,
calles, plazas y casas de esa ciudad y dejó más de 150.000 personas muertas,
decenas de miles de ellas de manera fulminante”. Lo hacen hablar como habla su
gobierno, con la palabra “fulminante” y la regleta del que calcula cifras
redondas y porcentajes; con números que cuando los escucha sobre los
desaparecidos argentinos, lo irritan. “Dos meses después.” ¿Cómo lo sabe? ¿Por
qué no escribió un día después? Su talento disciplinario se lo hubiera
permitido. Lo que no entiende que detrás de esas planillas oficiales, la foto
que tanto le interesó, muestra lo contrario, muestra un tenso espíritu
reconstructivo universal. Aquí se pide reconstruir el salario y la enseñanza
nacional al mismo tiempo. En Hiroshima podemos apreciar que era lo que llamamos
una clase pública, porque también estaban destruidas las escuelas, cosa que su
gran espíritu republicano no menciona. Esa clase era una callada protesta
trascendental y espiritual. Todo educador sabe que su última instancia es ésa.
¿Qué otra cosa gigantesca piensa usted destruir para que se lo demuestren?
Usted no ha percibido, en su cándido
despojamiento de toda sensibilidad histórica, que su actitud resulta aún más
aturdida por el modo en que describe esta imagen, disolviendo en su conciencia
indiferente el significado del nombre testimonial de Hiroshima en la historia
de la humanidad. ¡Y todo para pagar unos puntos menos en una paritaria! Hace
más de seis décadas, dejar caer en la claridad de un día tranquilo y algo
lluvioso, un poderoso explosivo atómico sobre esa ciudad, surgió de una
decisión de estados mayores clandestinos. Convertía a Hiroshima y luego a
Nagasaki en experimentos alucinados, tramados en laboratorios secretos donde se
cruzaba la voz del infierno con una discusión sobre el remordimiento y la
carencia de conocimientos éticos sobre los usos de la ciencia en una guerra.
Hiroshima es una cuestión testimonial que inicia
la pregunta fundamental sobre qué horizonte de lo humano permite seguir
pensando las luchas sociales y políticas ante poderes que han extendido la
llamada “razón de Estado” a fronteras ya inconcebibles. A la vez, la historia de
la bomba atómica es la de la historia del pensamiento científico del siglo XX y
sus recovecos éticos aún irresueltos. El uranio interrogado por neutrones
precisaba, en el caso de Hiroshima, complejos estudios meteorológicos,
altímetros muy precisos para regular la distancia del avión con el estallido,
escuadrillas de acompañamiento, nuevas significaciones para los aviones y las
informaciones dadas a la tripulación, que procederían a este acto secreto que
de súbito se convertiría en un disciplinamiento trágico para toda la humanidad.
El comandante del avión que le puso en el fuselaje el nombre de su madre se
jactó toda su vida de haber cumplido con su deber. En sus momentos más
imaginativos, regalaba a sus amigos una maqueta de la bomba atómica con su
firma incorporada. Otro aviador –y este caso es quizá conocido porque adquirió
relevancia filosófica– cargó durante toda su vida una pena lindante con la
locura, si es que ésta no es en sí misma la condensación de todas las penas.
El primero se llamaba Paul Tibbets,
adecuadamente recordado por Yaski y Baradel. No se puede hablar de Hiroshima
sin pronunciar estos nombres. El otro –el padeciente, el zombi filosófico– se
llamaba Claude Eatherly, el copiloto. Es conocido el diálogo que el filósofo
Gunther Anders mantiene con Eatherly. El filósofo Anders, hombre empeñoso y
delicado, con su pensamiento sutil conduce a Eatherly a pensar que él era una
víctima más de un impulso prometeico insensato, fundado en el fatal efecto del
poder aterrador de la tecnología con sus escasos discernimientos morales,
tecnología a la que podrían darle otros destinos o sofocarle su ceguera
destructiva. ¿Frente al hongo atómico, podía haber obediencia debida, orgullo
por la tarea cumplida, condecoraciones o menciones al honor militar ante lo
pavoroso de la ceniza nuclear? Eatherly podía convertirse en un sujeto
filosófico que señalase con su conciencia en añicos, donde se erguía la gran
falla de la humanidad.
El tema sigue apasionando, porque sigue
pendiente en la conciencia de la actualidad. A ese hongo atómico, como
demiurgos, fueron los aviadores que lo crearon en esa última instancia que tuvo
otras muchas, previas. Ellos lo vieron por primera vez en su entera
consistencia de algo horripilante y científico. Es aceptable quimera que uno de
ellos, el copiloto, haya dicho: “Dios mío, que hemos hecho”. Era la catástrofe
absoluta de lo humano como forma realizada de la contienda, la destrucción del
mundo civil mientras los masacrados, un momento antes juegan en las plazas,
cumplen horarios en las oficinas, pasean por las glorietas o dan clases en las
escuelas. Frente a este estropicio mesiánico pudo inclinarse un filósofo
argentino severo, como Carlos Astrada, que en 1948 hace una estricta condena a
la destrucción de Nagasaki e Hiroshima ante un auditorio de militares
argentinos. ¿No hay nadie que le diga a Macri nada parecido, que le acerque
otro “porcentaje” de lo humano?
Ahora, sobre este rastro de compasión y terror
que perdura, se recortan las figuras del siniestro bombardeo a poblaciones “sin
daño colateral”, que es la astuta lección que los grandes poderes obtuvieron de
Hiroshima. ¿Pero alguien podrá proferir ahora “qué hice Dios mío”, desde el
pobre Occidente con sus divinidades exánimes? ¿Cómo se ejercerían los derechos
a la reflexión en estos casos? ¿Qué clase de matemáticas o de fisión nuclear
desearía enseñar Macri ante los escombros ennegrecidos? ¿Esos sobrevivientes de
la vida educativa, “dos meses después”, recibirían sosegados las lecciones
rutinarias sin que les importara la catástrofe ocurrida y aprendían al aire
libre, ya limpio de partículas radiactivas, los ideogramas para formar la
palabra “basta de masacres”?
¿Que le llevó, Macri, a aceptar que le escriban
que “en la foto se ve que los chicos continuaron estudiando en una escuela sin
paredes, sentados en pupitres rotos, cajones de carbón y mandarinas rodeados de
su ciudad pulverizada. Dos meses después de la bomba, de pie, al frente de
todos ellos volvió a estar el maestro. Dando clases como todos los días, como
si nada hubiese cambiado, aunque los chicos no tuvieran ni libros ni cuadernos
y muchos de ellos, tampoco padres”. Confesemos una duda. Esta bagatela
encubridora traduce sin duda su genuino pensamiento. La esperanza suena en
Usted como un epifenómeno que viene luego de ocurrida una atrocidad tolerada a
través de una carpeta que evalúa daños y perjuicios. “Como si nada hubiese
cambiado.” ¿No había que cambiar? ¿No cree que esta línea escrita lo condena a
Usted para siempre? Es un pensamiento que preserva un hongo de crueldad debajo
de una lógica de buen muchacho. Es una horrorosa combinación de inocencia y
maldad, que roza desenfrenadamente una brumosa estulticia, propia de un alma
sombría que no visitó la región problemática de las llamadas reservas morales.
Incapaz de pensar el horror, usted piensa tacañamente en las cifras de una
paritaria omitiendo de su vida las vidas devoradas, resumiéndolo todo en la
imagen de los niños sentados en cajones de fruta. ¿No percibe que la
sensibilidad sobre las imágenes es otra cosa? Siempre hay penurias hasta en
simpáticos cajones frutales, noches y neblinas detrás de ellos. Dese cuenta que
del símbolo de ese maestro sólo podemos pensar que era alguien que enseñaba lo
que es estar demudado. Dedicaba su clase a la humanidad entera.
Estos temas fueron tratados por Alain Resnais y
Marguerite Duras en un famoso film, después Kurosawa, en Rapsodia de Agosto,
nos informa de un Japón moderno producto de una bomba, ni olvidada ni mirada a
los ojos, pero silenciosamente viva, con su aullido interminable, en la callada
vida diaria que la rememora. De aquel instante fatal apenas se puede contemplar
ahora la cúpula del edificio Gembaku, el único que permaneció en pie luego del
vuelo del Enola Gay, el avión con el nombre de una simple mamá norteamericana.
No vindicta, dijo Kurosawa. Pero sigue siendo un desafío forjar un pensamiento
político que no sea un resignado retiro moral, tullido en sí mismo para
intervenir en el mundo con algo más que aquella carta tímida de los científicos
que quisieron alertar sobre lo letal del ingenio que habían producido.
Fuente: Página 12