Clyde Snow era un antropólogo forense
estadounidense, líder en su disciplina, que había llegado a Buenos Aires a
pedido de varios organismos argentinos para decidir qué hacer con los restos de
los desaparecidos tras las asunción, ya en democracia, del político Raúl
Alfonsín a la presidencia.
Ilustración por Mario Flores
Por Alejandro Millán Valencia y Valeria Perasso.
La titánica tarea de los forenses argentinos que
escuchan los huesos de los desaparecidos. Un cráneo con dos orificios en la
parte posterior reposa sobre un pedazo de papel cartón y espera ser analizado.
Bordeando las costras de tierra que se incrustaron en su superficie se ven los
trazos de un marcador rojo: “E-34”.
“Esta marca verdosa -un polvo metálico
impregnado en la calavera y que rodea los orificios- es la impronta del
proyectil, al menos una esquirla estuvo apoyada sobre el hueso por un tiempo
prolongado y dejó esta marca que por más que la laves y la laves no se va”,
describe la antropóloga forense Patricia Bernardi, de pie junto a una camilla
metálica colmada de fragmentos óseos que debe observar, analizar, catalogar.
En este salón en un barrio ruidoso y caliente
del centro de Buenos Aires hay huesos por todos partes: esqueletos enteros,
trozos de brazos y piernas, segmentos de pelvis, pedazos de cráneos cubiertos
de tierra, partículas de un ser humano.
Son los restos de los desaparecidos: los huesos,
el eco del cuerpo humano.
“Lo último que queda de la persona y la última
oportunidad de que el cuerpo hable y cuente su verdad“, dice la antropóloga.
Tras el fin del gobierno militar en Argentina en
diciembre de 1983, se inició un proceso de búsqueda e identificación de las
casi 10.000 personas que habían sido reportadas desaparecidas a la Secretaría
de Derechos Humanos, en medio de una súplica nacional de restitución y
justicia.
Hoy, 2016, las organizaciones de derechos
humanos estiman en 30.000 el número de las víctimas del régimen que gobernó
entre 1976 y 1983.
“¿Dónde están nuestros hijos?”, “¿Por qué se los
llevaron?”, “Queremos que nos digan si están muertos o vivos”, clamaban las
madres en la Plaza de Mayo.
Pero para saber eso había que crear un equipo
dedicado a buscar, encontrar e identificar los restos de esas víctimas, que no
existía en la Argentina en ese tiempo.
De hecho, no existía en el mundo.
Desaparecidos en Argentina / 1976-1983
30.000 personas desaparecidas 1.200 cuerpos han
sido encontrados por el EAAF. 710 han sido identificados. 300 restituciones se
han hecho hasta ahora. Fuente: Equipo Argentino de Antropología Forense y
Secretaría de Derechos Humanos de Argentina
Bernardi pasa sigilosamente las yemas de sus
dedos por encima de la superficie de un fémur para secarlo. El contacto es
leve, prolijo, sus movimientos exactos y suaves, como si ella y los huesos se
estuvieran susurrando algo.
“El hueso demuestra la calidad de vida que
tuviste. Hay que saberlos leer para saber todo lo que están diciendo, depende
del ojo de cada uno. Es un elemento noble, encierran una verdad irrefutable”.
Son huesos que gritan.
El “Sherlock Holmes” de los huesos
Patricia Bernardi es alta, delgada y tiene una
voz profunda que infunde respeto porque le sobra desparpajo y honestidad. Y
porque lleva 32 años haciendo lo mismo, revolviendo huesos en busca de
verdades.
Ella es una de los miembros fundadores del
reconocido Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF).
Pero en 1984, en la primavera de la democracia,
pensaba dedicarse a otra cosa.
Planeaba ser arqueóloga, buscar vasijas de barro
bajo vestigios antiguos; no estar con el peso histórico de los desaparecidos de
Argentina en el cuarto contiguo a su oficina.
“Si en ese momento me preguntabas qué era un
antropólogo forense, no sabía. Mi conocimiento sobre huesos eran de lobo marino
y un guanaco”, recuerda.
El hueso demuestra la calidad de vida que
tuviste. Hay que saberlos leer para saber todo lo que están diciendo. Es un
elemento noble que encierra una verdad irrefutable” – Patricia Bernardi,
Antropóloga forense
Si le pusiéramos una etiqueta a sus recuerdos
esta primera parte diría sin duda “Clyde Snow, junio de 1984”.
Clyde Snow era un antropólogo forense
estadounidense, líder en su disciplina, que había llegado a Buenos Aires a
pedido de varios organismos argentinos para decidir qué hacer con los restos de
los desaparecidos tras las asunción, ya en democracia, del político Raúl
Alfonsín a la presidencia.
Lo llamaban el “Sherlock Holmes” de los huesos.
Había trabajado en la identificación de los restos del “Ángel de la muerte”
Josef Mengele, el médico de Auschwitz hallado en Brasil 30 años después del fin
del nazismo, así como en el análisis forense del cuerpo de JF Kennedy.
Más tarde lo haría en las fosas comunes de
kurdos en Irak, donde testificó contra Saddam Hussein en el juicio que llevó a
su ahorcamiento en 2006.
“Snow era la imagen del antiprofesor, todo lo
que uno se imagina de un académico, él era lo contrario. Anteojos claros, de
sombrero y botas siempre, sin importar el calor que hiciera. Chupaba tanto… Era
de buen beber, fumaba mucho: cigarros, pipa, cigarrillos”, rememora Bernardi.
“Aunque apenas hablábamos inglés y él no hablaba
una papa de español, llegamos a conversar sobre cosas muy íntimas. Mucho de lo
que sé de tomar el vino y demás lo aprendí de él. Y nos daba clases en un bar,
haciendo gráficos sobre las servilletas. Tenía una personalidad muy atrayente,
era brillante, muy humano y muy muy inteligente”.
Después de varios meses de trabajo, Snow tenía
listo un caso: gracias a la burocracia marcial, que no habían logrado evitar ni
en esos tiempos oscuros, los militares habían hecho un registro pormenorizado
de sus detenciones e inhumaciones.
Documentos muchas veces con datos falsos, pero
registros al fin, mediante los cuales había logrado concluir que en un lugar
específico del cementerio de La Plata, a dos horas de Buenos Aires, estaba el
cuerpo de uno de los tantos desaparecidos que reclaman las madres para ellas.
Pero para sacarlo de la tierra Snow no quería
las manos torpes de los sepultureros, que mezclaban los restos con sus palas
mecánicas.
“El hueso es una prueba contundente, pero tienes
que saber levantarlo“.
Me acuerdo de estar cavando, mirar hacia arriba
y observar las botas de los militares que estaban allí, mirando lo que
estábamos haciendo y pensar ‘Dios mío, dónde nos metimos” – Patricia Bernardi,
Antropóloga Forense
Necesitaba la mano de obra experta de
arqueólogos incluso si eran estudiantes recién iniciados, como Patricia. Como
Luis Fondebrider. Como Mercedes Doretti. Tres de los cinco jóvenes inexpertos
-los tres que aún siguen en el equipo- que se juntaron aquella tarde en casa de
Patricia para escuchar la invitación de Snow.
“Clyde nos explicó y nosotros pensamos ‘¿en qué
nos estamos metiendo?’ No teníamos ni idea, nunca habíamos trabajado en
enterratorios. La presión para encontrar a los desaparecidos era enorme.
Nosotros sospechábamos, ¿por qué venía un yanqui a pedirnos esto?”
“Le dijimos que nos diera un día para responder.
Pensamos que solo sería una excavación y ya”.
Las botas y las miradas
Al día siguiente se hicieron presentes en la
puerta del cementerio de Avellaneda.
Era una mañana del invierno de 1984 y ellos iban
armados con sus palas, sus estecas, sus cepillos y sus carpetas para
registrarlo todo.
Abrieron la tierra. Llovió. Llovió mucho, pero
al final, después de una jornada de siete horas en medio de aquel arrastre de
fango y piedras húmedas, encontraron algunos huesos.
“En esa primera excavación no sabíamos muy bien
dónde estábamos parados. Me acuerdo de estar cavando, mirar hacia arriba y
observar las botas de los militares que estaban allí, mirando lo que estábamos
haciendo y pensar ‘Dios mío, dónde nos metimos'”, relata Patricia.
“El país estaba muy inestable en ese tiempo. Si
los milicos volvían, nadie nos aseguraba que nosotros no fuéramos a ser los
próximos desaparecidos. A uno de los tipos que estaba ahí le escuché decir ‘Si
hubiéramos hecho bien el trabajo, no hubiéramos dejado rastro y estos pibes no
estarían aquí'”.
Sin embargo, ese primer empeño fue un fiasco: no
eranlos restos de quienestaban buscando, sino los de otra persona, que no era
un desaparecido. Y eso complicaba más su ya precaria situación.
Pero las excavaciones siguieron, aparecieron
nuevas fosas, el trabajo se hacía cada vez más urgente.
Ellos siguieron extrayendo esqueletos,
clasificando. Buscando las marcas de la violencia en los huesos. Sin saberlo,
de esa forma casi estoica, estaban fundando el Equipo Argentino de Antropología
Forense, EAAF.
Y pasaron de los cementerios a los laboratorios,
donde Snow les enseñó los métodos y los atajos forenses.
Gastaron horas de su vida analizando vestigios
óseos, señales particulares, escudriñando fisuras por lesiones hasta que
llegaron al primer caso positivo: a principios de 1985 lograron identificar los
restos de una mujer.
Nombre: Liliana Carmen Pereyra. Edad: 21 años.
Otros datos: al momento de su desaparición, el 15 octubre de 1977, tenía cinco
meses de embarazo.
El 24 de abril de 1985, Clyde Snow fue con estos
resultados -y otros más conseguidos por el equipo- al Juicio de las Juntas, un
proceso de justicia civil convocado por Alfonsín contra los jefes militares por
violaciones masivas a los derechos humanos que aún hoy sigue siendo un modelo
en su género.
Parece místico, pero es así, uno hace que el
esqueleto le hable, le cuente los últimos momentos de la persona” – Mariana
Selva, Antropóloga Forense
Con las luces apagadas y respaldado simplemente
por un proyector y una traductora, el antropólogo forense entregó la evidencia
legal más certera contra los militares.
“Fue tan contundente lo que dijo, que los
abogados defensores salieron de la sala”, recuerda Bernardi.
Es que la labor en la tierra no sólo había
entregado los huesos, sino la evidencia científica que contradecía la versión
oficial de generales y almirantes: que a esos jóvenes desaparecidos se les
había dado muerte en confrontaciones armadas con militares, paramilitares y
policías.
El cráneo hecho trizas de Liliana Pereyra y,
junto a él, los siete perdigones de Ithaca, el arma reglamentaria de las
fuerzas de seguridad argentinas, revelaron que la mujer había sido ejecutada.
Frente al estrado, Snow siguió con las fotos de
otros casos: cráneos agujerados con balazos por la espalda a menos de 30
centímetros, signos irrefutables de ejecuciones pensadas y no de
enfrentamientos fortuitos entre bandos de militantes y militares.
“En el futuro ya nadie podrá versionar esta
verdad, porque es científica”, le dijo Snow al diario “Página 12” en una
entrevista posterior al proceso.
El caso de Pereyra se volvió un emblema: la
ciencia también certificó que había dado a luz a su bebé mientras estuvo en
cautiverio.
Pero, ¿cómo lo hicieron?, ¿cómo habían podido
identificar los huesos de una persona y saber que había sido asesinada por las
armas de los policías?
¿Cómo supieron que había tenido un bebé?
Los huesos estrella
A Patricia Bernardi le gusta la tierra.
Dice que allí, en los pozos y con las herramientas,
es donde saca a relucir toda su paciencia. Con el ruido de la esteca y el
cucharín de fondo mientras van desvelando de a poco los huesos escondidos.
“Una vez que identificamos dónde están los
cuerpos, les quitamos la tierra que tienen encima, pero los dejamos in situ
hasta que finalice la excavación, por si encontramos más evidencia, como una
bala o algo similar, que hay que determinar qué ubicación tenía respecto del
cuerpo”, relata.
“Después comenzamos a levantar el esqueleto en
orden: una pierna primero, después la otra, después los brazos. Todo lo
envolvemos en papel, lo empacamos en las cajas y lo llevamos al laboratorio”.
Allí es donde se apilan: lavados con un
cepillito de dientes y sin nada de químicos, secados a fuerza de aire del ambiente
para que no se dañen, ordenados sobre las planchas metálicas para su análisis.
Cuando entre la masa de restos aparecen los
huesos estrella, ellos respiran con alivio.
“Hay unos huesos que nos ayudan más que otros a
la identificación de las personas, los huesos estrella“, explica Mariana Selva,
otra de las antropólogas del EAAF, sosteniendo un pedazo de costilla en su mano
derecha.
“Por ejemplo, el fémur permite estimar la edad y
la estatura, la pelvis y el cráneo para descifrar el sexo. La dentadura para
compararla con la ficha odontológica de la persona en vida, si es que existe”.
Los detalles importan, porque todos estos datos
que revelan los huesos sirven para cotejar con los detalles del desaparecido
que miles de familiares de desaparecidos han dejado en los registros de la
llamada Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas).
Que si le habían sacado una muela, que si tenía
un problema al caminar, que si había tenido un accidente con fracturas en vida,
que si era conductor de bus que le hubiera atrofiado los discos de la columna,
que si trabajaba cargando bultos y tuviera signos en los huesos del hombros.
Todo servía.
“En el caso de Liliana Pereyra ocurrió así: su
madre había dicho que dos meses antes de que fuera detenida le habían extraído
el canino superior derecho. Y en el cráneo que sacamos del cementerio pudimos
ver el espacio donde estaba el diente que le faltaba y con los signos de haber
sido una extracción reciente, lo que cuadraba perfecto con esa descripción”,
cuenta Patricia.
Después, viene el escrutinio de las heridas. Los
huesos que delatan.
El eco de la muerte
Mariana pasa un cepillo para retirar la costra
de barro que cubre los huesos. Es como una ceremonia para quitarles el tiempo a
los restos de los desaparecidos hace más de tres décadas.
“Parece místico, pero es así, uno hace que el
esqueleto le hable, le cuente los últimos momentos de la persona”, indica
Mariana mientras sus manos se untan del lodo que va saliendo de un pedazo de
mandíbula.
Aunque muchas heridas de muerte se desintegran
con el cuerpo -las que fueron infligidas en la carne-, algunos rastros quedan
en los huesos: fracturas en los brazos causadas por torturas, columnas
vertebrales deshechas por un disparo, cráneos perforados por orificios.
El equipo hasta ahora ha logrado confirmar la
identidad a 700 personas a partir de huesos desenterrados de todo el
territorio.
Hay otras 600 cajas guardadas en el laboratorio
que sólo llevan un código. Cajas que esperan por un nombre.
En ellas, una constante: la de las heridas de
bala múltiples, muchas por la espalda y a quemarropa.
“De mi hija Laura se supo que había estado
secuestrada porque tenía dentadura deteriorada, que había sido asesinada de
espaldas, disparada a 30 centímetros. Que no iba armada y no la abatieron en un
enfrentamiento, como decían. Que la sacaron del centro de concentración para
matarla en una ruta del gran Buenos Aires”, le dice a BBC Mundo Estela de
Carlotto, presidenta de la organización Abuelas de Plaza de Mayo, la organización
que lleva adelante una búsqueda de los hijos de mujeres desaparecidas nacidos
en los centros clandestinos.
A Carlotto le entregaron en agosto de 1978 el
cuerpo de su hija muerta, algo inusual en días bajo régimen militar.
Cuando en 1985 pidió una exhumación para
investigar la causa de muerte, fue precisamente un hueso, una pelvis llena de
barro, la que le dio una nueva causa para su lucha.
“Viendo los huesos que iban sacando muy
suavemente los chicos del equipo, Clyde Snow los iba mirando y observando. En
un momento dado, me llama y me dice: Estela, tengo algo para decirte, tú eres
abuela. Porque en los huesos estaba esa marquita que les queda a las mujeres
cuando dan a luz. Supe en esa exhumación que tenía un nieto”.
Las estrías en la pelvis que causan los partos
se volvieron certeza del nacimiento de niños en cautiverio, en muchos casos
entregados en adopciones clandestinas. Se estima que hay unos 500 de ellos
nacidos de madres detenidas y luego desaparecidas, que han crecido con
identidades falsas.
El nieto de Carlotto, hallado en 2014, fue uno.
Otro, el hijo de Liliana Pereyra.
En un momento dado, me llama y me dice: Estela,
tengo algo para decirte, tú eres abuela. Porque en los huesos estaba esa
marquita que les queda a las mujeres cuando dan a luz” – Estela Carlotto,
Presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo
“Cuando la encontramos a Pereyra, una de las
cosas que nos llamó la atención es que a pesar de que sabíamos que había sido
detenida en estado de embarazo, no había ningún feto a su lado en la fosa en
que fue hallada en el cementerio de La Plata”, declaró Snow en el Juicio a las
Juntas.
La pelvis, otra vez, mostró las estrías, signo
de vida.
La huella de los familiares
Con el descubrimiento de la huella genética en
la sangre (pruebas de ADN) por el investigador británico Alec Jeffreys en 1985,
los huesos comenzaron a servir para algo más: para determinar los estrechos
lazos familiares a través de los genes.
Hasta entonces, el EAAF había realizado una
labor de hormiga de buscar en los huesos ciertas marcas que pudieran coincidir
con lo que los familiares les habían contado del aspecto físico del
desaparecido.
Habían identificado a una joven operada del
corazón, otra que había tenido polio, alguien que se había olvidado la prótesis
el día de su detención. A Pereyra con su canino perdido.
La llegada de las pruebas de ADN, que comenzaron
a usar como estándar después de 2003, revolucionó el trabajo del laboratorio. Y
les triplicó el índice de éxito en las identificaciones.
“Hoy con el ADN es mucho más fácil. Para mí, hay
una diferencia notoria entre cuando uno estudia un cuerpo sin haberlo
identificado y cuando ya sabés el nombre, podés buscar los datos, ver fotos en
vida”, apunta Patricia.
Es también la sangre la que ha permitido trazar
el lazo entre los bebés apropiados y sus abuelas biológicas.
En 2008, a Hilario Bacca, un comerciante que
vivía en el centro del país, le practicaron varios exámenes de sangre porque se
sospechaba que era hijo de desaparecidos y que había sido entregado a una familia
después de nacer en el centro clandestino de la Escuela Mecánica de la Armada,
ESMA.
La sangre confirmó que él era el bebé extraviado
de Liliana Pereyra. Fue el nieto número 95 recuperado por las abuelas de Plaza
de Mayo.
Aunque Bacca no lo deseaba así.
“Yo conocí mi identidad biológica mediante un
examen de ADN compulsivo (permitido legalmente en Argentina para precisar si
alguien es hijo de desaparecidos), lo cual no quería hacer, y no me quedó otra
opción que conectarme con esto”, le dijo a BBC Mundo en 2011.
Sus padres “adoptivos” fueron llevados a juicio
por apropiación de menores, pero Bacca insiste en defenderlos y llamarlos
“padres de corazón”.
“A esta altura de mi vida en democracia me
quieren hacer desaparecer como Hilario Bacca y quieren hacer nacer un Pereyra y
un Cagnola (apellido del padre desaparecido, pareja de Liliana) que para mí no
existe”, reclamó.
“Nunca sabes cómo los familiares van a
reaccionar cuando se encuentran con una verdad así. Ves de todo”, dice
Patricia, y acaricia el cráneo que tiene entre manos mientras habla.
“Las verdades que les damos a veces son
difíciles de digerir, vos le contás todo lo que los huesos nos revelan después
de un análisis muy largo, a veces de años y años. Es como que le reventás el
disco rígido“.
Los huesos siguen llegando: en las mesas reposan
unos fragmentos muy dañados, culpa de la alta acidez del suelo, desenterrados
de un cementerio en la provincia de Corrientes; en sobres, los restos que van
saliendo del Pozo de Vargas, un hoyo de 40 metros de profundidad que fue fosa
común de los militares en la provincia norteña de Tucumán.
Justo en estos días acaban de confirmar la
identidad de un estudiante secuestrado en 1976. Cuarenta años después de que su
familia empezara a buscarlo.
“Cuando pasamos por todo el proceso científico,
llegamos a esa parte que da razón a nuestro trabajo, o al menos el equipo lo
piensa así. Es cuando podemos llamar a las familias”, dice la forense
*Este
trabajo es la primera entrega de una serie sobre el trabajo Escuchando los
huesos de los desparecidos de América Latina que se publicó en World Service
Radio.