Por Alejandra Dandan, 23 noviembre 2016.-Tras el
reciente testimonio de Alberto Gildengers, ayer declaró su ex esposa, Elsa
Ortega. Ambos estuvieron secuestrados en el Atlético y, ya liberados, quedaron
bajo vigilancia de un represor, que luego se casó con Ortega. La fiscalía pidió
su detención.
Las audiencias de los juicios por delitos de
lesa humanidad son grandes rompecabezas. Durante las últimas semanas los
sobrevivientes del centro clandestino del Atlético hablaron de una foto de
casamiento que los represores mostraron en la sala de torturas. Era el
casamiento de Alberto Rubén Gildengers y Elsa Liliana Ortega. Entre los
invitados había un grupo de militantes de la JUP de Medicina que los represores
luego secuestrarían. En su declaración, hace unos días, Alberto contó su
ingreso al centro clandestino y su salida, un mes después, obligado a usar el
mismo traje de casamiento con 25 kilos menos de peso, logró correr a la casa de
sus suegros a refugiarse, aterrado, durante los siguientes seis meses. Allí
estaba también su compañera, que había salido del campo poco antes. Y comenzó a
ver en la casa a un represor del Atlético, a partir de entonces encargado de su
control externo y el de su esposa. Con aquel hombre, su compañera luego entabló
una relación a largo plazo y se casó.
Elsa Liliana Ortega entró ayer a la sala de audiencias
de Comodoro Py para declarar ante el Tribunal Oral Federal 2. Los jueces ya no
la esperaban, porque no había respondido la citación. Pero de pronto estuvo
ahí. ¿Jura decir la verdad?, le preguntó el presidente del tribunal. Liliana
comenzó a hablar de una parte de su historia. “Me secuestraron el 13 de abril
de 1977. Me llevaron desde mi domicilio, vivíamos en un departamento de
Chacarita sobre la calle Fraga. Irrumpieron en mi casa, tiraron la puerta
abajo, e inmediatamente me vendaron y me envolvieron en una sábana o algo
parecido. Me bajan en ascensor y luego me encuentro en el piso de un auto, es
lo último que recuerdo porque en ese momento perdí la conciencia.”
Cuando se recuperó, caminaba por un pasillo en
un lugar del que lo único que recuerda es haber bajado una escalera. Le
ofrecieron comida, pero no quiso. La llevaron a un calabozo donde estuvo con
los ojos vendados. Mencionó una pared. Y haberse encontrado con Alberto. “Me
contó que lo habían secuestrado saliendo del trabajo con un compañero que se
pegó un susto bárbaro pero al que después soltaron. Los dos trabajábamos en una
dependencia de la Caja de Ahorro.” Estudiaban Medicina y militaban en la JUP.
Liliana tenía 20 años.
“Para la época de nuestro secuestro, estábamos
en realidad bastante alejados de la organización”, dijo ella. “De alguna
manera, con la represión tan fuerte, ya no nos veníamos con nadie. No teníamos
contacto. Era peligrosísimo. Sólo nos veíamos con algunos, cada tanto, para
decirnos: estamos con vida.”
¿Recuerda nombres de sus compañeros?, preguntó
la fiscal Gabriela Sosti. “No los conocía por los nombres”, dijo ella. ¿Apodos?
No recuerdo, explicó. Mencionó unos pocos: Gabriela, Juan Manuel, Alejo.
¿Cuánto tiempo permaneció secuestrada? Una semana, del 13 al 20 de abril.
Liliana describió algo del encierro. “Me
preguntaban si conocía gente. Me interrogaron. Yo siempre estaba vendada,
siempre les decía que no conocía nombres ni apellidos. Los interrogatorios
siempre fueron verbales, no hubo tormentos, aunque era un tormento estar ahí.”
–¿Además de Alberto, vio a alguna otra persona?
–No vi a nadie. Todo el tiempo me decían: no te
saques la venda.
La fiscalía preguntó por nombres o apodos de los
represores, pero las respuestas fueron las mismas. Que había un grupo que se
hacía pasar por buena gente y le decía que querían ayudarla. Sólo recordó a
alguien llamado Juan.
–¿Cómo salió? –quiso saber la fiscal.
–Me llevaron en auto. Me dejaron vendada a dos
cuadras de la casa de mis padres, que estaban desesperados. Habían presentado
habeas corpus durante esa semana. Me soltaron y me dijeron que me quedara ahí,
que no entrara en contacto con mis compañeros y que me alejara de ellos. Que
hiciera mi vida y no me metiera en nada que tenga que ver con la militancia.
En el Atlético los represores celebraban al
nazismo y aún se investigan las distintas formas de violencia sobre las
mujeres. A Liliana le pusieron una persona a cargo de los controles externos
para su salida, con quien tomó contacto una semana más tarde. Durante la
audiencia, habló de esa relación.
“Cuando salió Alberto estaba igual que yo:
asustado y abatido –contó–. Físicamente bien, pero emocionalmente muy golpeado.
Todo ese año estuvimos mal. Nos separamos. Con el tiempo, él retomó los
estudios, se fue a vivir a un pueblo del sur. Más tarde yo terminé la carrera.
Volví a establecer un vínculo con una persona de las fuerzas de seguridad que
me pusieron para controlarme cuando salí.”
Los controles eran una vez por semana. “Querían
saber si estaba todo bien. Esa persona fue después mi marido. Ariel Darío
Pituelli y es el papá de mis hijos. Es la persona que me asignaron, a la que yo
conocí una semana después de mi liberación. Me llamó por teléfono y nos
encontramos en varias oportunidades. Primero nos veíamos una vez por semana,
luego iniciamos un vínculo, nos casamos bastante tiempo después. Ahora llevo
doce años divorciada.”
La primera vez que lo vio, Pituelli le dijo que
lo llamara Gustavo. También debía controlar a Alberto, que continuó aterrado
durante meses, sin documentos, en un país donde los jóvenes salían con
documentos hasta para ir al kiosco de la esquina, contó semanas atrás. Al menos
en parte, la dinámica de las citas de control pudo reconstruirse en la
audiencia. Liliana contó que en ocasiones había encuentros en bares de Once o
Boedo. Alberto había dicho que en uno de esos bares, Pituelli pidió que pasaran
música alemana. También concurrió a la casa de los padres de Liliana. Ese fue
el lugar donde Alberto lo reconoció por primera vez: Pituelli era una de las
personas que lo había interrogado dentro del campo contra una pared. Pituelli
fue además la persona que, ya liberado, le devolvió su documento. Y de quien
supo su nombre cuando su suegra se lo dijo indignada por la relación que
parecía iniciarse con su hija. Usaba jean, camisa y campera. A veces concurría
a los controles en compañía de otra persona. Liliana explicó que para los años
‘70 él había empezado a estudiar Ingeniería, sabía informática y que, en el
contexto de un primer matrimonio, ingresó a un sector de inteligencia de las
Fuerzas Armadas. Durante las salidas de control, Pituelli usaba un Citröen.
Alberto contó que, en una ocasión, mientras manejaba, sacó una pistola y le dio
una bala: “Tomá te la doy en la mano –le dijo–, pero acordate que podría haber
estado en tu cabeza.”
–¿Cree que Pituelli estuvo en el campo?
–No lo vi. Pero pertenecía al grupo donde estuve
y desde donde salió su trabajo de contactarme –explicó la mujer ante otra
pregunta de la fiscal.
–¿Volvió a ver a las personas que alguna vez vio
con él?
–Sus compañeros no aparecieron más –dijo ella–.
Además, Ariel dejó de estar muy conectado, quedó apuntado por el vínculo con
una ex detenida. De algún modo dejaron de confiar en él. Dejó de ir
asiduamente, buscó otro trabajo.
–¿Fue amenazada?
–Nunca. Al contrario.
El nombre de Pituelli apareció por primera vez
en la causa por los crímenes del circuito Atlético, Banco y Olimpo hace seis
años. Los sobrevivientes lo ubicaron entre los represores del centro
clandestino en la investigación que lleva adelante el juez Daniel Rafecas. Con
el tiempo, la causa obtuvo el testimonio de Alberto y sus legajos. Rafecas se
opuso a detenerlo sólo con el testimonio de Alberto. Ayer, cuando Liliana dejó
la sala, la fiscal Gabriela Sosti solicitó a los jueces que instrumenten lo
necesario para la detención de Pituelli. “No hace falta explicar los motivos
–aclaró–, porque acaban de ser corroboradas nuevamente las razones y su
desempeño dentro del centro clandestino.” El pedido dejó sin habla a los que
estaban alrededor. Las querellas adhirieron. Los jueces preguntaron a los
defensores si tenían algo para decir: sólo atinaron a plantear que habría que
extraer los testimonios para enviar la prueba a instrucción.