Josep Fontana 26/10/2016
Este texto es la conferencia traducida que Josep
Fontana realizó en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) el pasado 24 de
octubre en el marco de unas jornadas sobre la Revolución Rusa. Estas jornadas,
en las que también han impartido conferencias Antoni Domènech (que publicaremos
en nuestra próxima edición), José Luis Martín Ramos y Jordi Borja, han estado
organizadas por la Comissió del Centenari de la Revolució Russa y por el grupo
de investigación GREF-CEFID de la UAB. SP
Hacia 1890 los partidos socialistas europeos,
agrupados en la Segunda Internacional, habían abandonado la ilusión
revolucionaria y defendían una vía reformista que les tenía que llevar a
integrarse en los parlamentos burgueses, confiando en que un día podrían
acceder al poder en través de las elecciones y que desde allí procederían a
transformar la sociedad. De esta manera los partidos socialistas alemán,
italiano, español, francés, que mantenía todavía el nombre de sección francesa
de la Internacional Obrera, o el laborismo británico optaron por una política
reformista, aunque conservaran la retórica revolucionaria del marxismo para no
desconcertar a sus seguidores obreros, que debían seguir creyendo que sus
partidos luchaban por una transformación total de la sociedad.
La contradicción entre retórica y praxis estalló
con motivo de la proximidad de la Gran Guerra de 1914. En el congreso que la
Internacional socialista celebró en Basilea en noviembre de 1912 se proclamó
que "era el deber de las clases obreras y de sus representantes
parlamentarios (...) realizar todos los esfuerzos posibles para prevenir el
inicio de la guerra" y que, si ésta finalmente empezaba, debían intervenir
para que terminara rápidamente y "utilizar la crisis económica y política
causada por la guerra para sublevar el pueblo y acelerar la caída del gobierno
de la clase capitalista ". El congreso proclamaba, además, su satisfacción
ante "la completa unanimidad de los partidos socialistas y los sindicatos
de todos los países en la guerra contra la guerra", y llamaba "a los trabajadores de todos los países
a oponer el poder de la solidaridad internacional del proletariado al
imperialismo capitalista ".
Pero en la tarde del 4 de agosto de 1914 tanto
los socialistas alemanes, que habían organizado actos contra la guerra hasta
unas semanas antes, como los franceses aprobaron de manera entusiasta en sus
respectivos parlamentos la declaración de la guerra y votaron los créditos
necesarios para iniciarla. El Partido Socialdemócrata alemán, además, aceptó
una política de tregua social que comportaba los compromisos de no criticar al
gobierno y de pedir a los obreros que no hicieran huelgas mientras durase la
guerra. En cuanto a los laboristas británicos, no sólo aprobaron la guerra,
sino que acabaron integrándose en un gobierno de coalición.
En Rusia las cosas fueron de otra manera, ya que
su partido socialdemócrata, dividido en las dos ramas de mencheviques y
bolcheviques, no solamente no tenía representación en el parlamento, sino que
era perseguido por la policía. A comienzos de 1917 los bolcheviques tenían
algunos de sus dirigentes desterrados a Siberia, como Stalin y Kamenev,
mientras otros vivían en el exilio, como Lenin, que se había instalado en
Suiza, en la ciudad de Zúrich, mientras Trotsky se encontraba entonces en Nueva
York.
Cuando en febrero de 1917 comenzó la revolución
en Petrogrado, lo hizo sin la presencia de los jefes de los partidos
revolucionarios para dirigirla, en un movimiento impulsado por un doble poder,
el de los consejos o soviets de los trabajadores y de los soldados por un lado
, y el del Comité provisional del parlamento por otro, que se pusieron de
acuerdo para establecer un gobierno provisional y para aplazar los cambios
políticos hasta la celebración, en noviembre siguiente, de una Asamblea
constituyente elegida por sufragio universal.
Cuando el 3 de marzo el gobierno provisional
concedió una amnistía "para todos los delitos políticos y religiosos,
incluyendo actos terroristas, revueltas militares o crímenes agrarios",
Stalin y Kamenev volvieron de Siberia y se encargaron de dirigir Pravda, el
periódico de los bolcheviques, donde defendían el programa de continuar la
guerra y convocar una Asamblea constituyente, de acuerdo con la mayoría de las
fuerzas políticas rusas.
A principios de abril volvía de Suiza Vladimir
Lenin, que había podido viajar gracias a que el gobierno alemán, que quería ver
Rusia fuera de la guerra, le ayudó a ir en tren hasta la costa del Báltico,
desde donde pasar en Suecia y en Finlandia para llegar finalmente, en otro
tren, en Petrogrado.
Para entender la acción de los alemanes hay que
recordar que en estos primeros meses de 1917 se produjo la crisis con Estados
Unidos, que condujo a que estos declararan la guerra a Alemania el 6 de abril.
Fueron los alemanes los que le propusieron el viaje, y Lenin presentó exigencias
antes de aceptarlo, como que los vagones que lo llevaran a través de Alemania
con la treintena de exiliados rusos que le acompañaban tuvieran la status de
entidad extraterritorial. A Trotsky, en cambio, los británicos lo detuvieron
mientras volvía y no llegó a Petrogrado hasta un mes más tarde.
En la recepción que los bolcheviques le
organizaron el 3 de abril en la estación de Finlandia, Lenin dijo, desde la
plataforma del vagón: "El pueblo necesita paz, el pueblo necesita pan, el
pueblo necesita tierra. Y le dan guerra, hambre en vez de pan, y dejan la
tierra a los terratenientes. Debemos luchar por la revolución social, luchar
hasta el fin, hasta la victoria completa del proletariado ". Al que añadió
aún: "Esta guerra entre piratas imperialistas es el comienzo de una guerra
civil en toda Europa. Uno de estos días la totalidad del capitalismo europeo se
derrumbará. La revolución rusa que habéis iniciado ha preparado el camino y ha
comenzado una nueva época. ¡Viva la revolución socialista mundial!"
Este discurso fue mal recibido por los
bolcheviques presentes en la estación y fue rechazado en las primeras
votaciones de los órganos del partido. Se habían acostumbrado a la idea de
apoyar una revolución democrática burguesa como primera etapa de un largo
trayecto hacia el socialismo, a la manera que lo planteaban los partidos
socialdemócratas europeos, y querer ir a continuación más allá les parecía una
aventura condenada al fracaso.
Lo que planteaba Lenin no se reducía al lema de
"paz, tierra y pan"; no era solamente un programa para terminar la
guerra de inmediato y a cualquier precio, y para entregar la tierra a los
campesinos. En la base de esta propuesta había un planteamiento mucho más
radical, que lo llevaba a sostener que, ante los avances logrados desde febrero
y de la existencia de los soviets como órganos de ejercicio del poder, no tenía
ningún sentido optar por una república parlamentaria burguesa, sino que tenían
que ir directamente a un sistema en el que todo el poder estuviera en manos del
soviets, que se encargarían de ir aboliendo todos los mecanismos de poder del
estado -la policía, el ejército, la burocracia ...- iniciando así el camino
hacia su desaparición, que iría seguida de la desaparición paralela de la
división social en clases.
Lenin reproducía la crítica de la vía
parlamentaria que Marx había hecho en 1875 en la Crítica al programa de Gotha,
un texto que los socialdemócratas alemanes mantuvieron escondido durante muchos
años, donde rechazaba la idea de avanzar hacia el socialismo a través del
"Estado libre" como una especie de etapa de transición, y sostenía:
"Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista está el período de
transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este periodo le
corresponde también un período político de transición en el que el estado no
puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado".
¿Cómo debía hacerse esta transición? Es difícil
de definir porque ningún partido socialista se había planteado seriamente qué
hacer una vez llegados al poder, porque la perspectiva de conseguirlo parecía
lejana. El único modelo existente era el de la Commune de París de 1871 y había
durado demasiado poco como para haber establecido unas reglas orientativas.
Lo que
proponía Lenin lo podemos saber a través de lo que decía en El estado y la
revolución, donde denunciaba las mentiras del régimen parlamentario burgués
donde todo (las reglas del sufragio, el control de la prensa, etc.) contribuía
a establecer "una democracia sólo para los ricos ", y preveía la
extinción del estado en dos fases. En la primera el estado burgués sería
reemplazado por un estado socialista basado en la dictadura del proletariado.
La segunda fase surgiría de la extinción gradual
del estado, y conduciría a la sociedad comunista. Durante esta transición los
socialistas debían mantener el control más riguroso posible sobre el trabajo y
el consumo; un control que sólo podía establecerse con la expropiación de los
capitalistas, pero que no debía conducir a la formación de un nuevo estado
burocratizado, porque el objetivo final era justamente ir hacia una sociedad en
la que no habría "ni división de clases, ni poder del estado".
No es cosa de explicar aquí la historia,
bastante conocida, de cómo los bolcheviques llegaron al poder y cómo empezaron
a organizar una transición al nuevo sistema.
Lo que me interesa recordar es que el 7 de enero
de 1918 Lenin confiaba en que, tras un período en el que habría que vencer la
resistencia burguesa, el triunfo de la revolución socialista sería cosa de
meses.
A desengañarlo vino una llamada "guerra
civil", en el que participaron, apoyando a varios enemigos de la
revolución, hasta trece países diferentes, y que tuvo para el nuevo estado de
los bolcheviques un coste de ocho millones de muertes , entre víctimas de los
combates, del hambre y de las enfermedades, además de conllevar la destrucción
total de la economía. Una situación que obligaba a aplazar indefinidamente la
implantación de la nueva sociedad.
Es en este momento, superada la guerra civil,
cuando esta historia da un giro. Lloyd George, el jefe del gobierno británico,
fue el primero en darse cuenta de que la idea de conquistar la Rusia soviética
para liquidar la revolución era inútil, además de insuficiente. La lucha contra
la revolución cambiaría entonces de carácter, al pasar del escenario ruso a
lograr un alcance mundial. Lo que se necesitaba era combatir a escala universal
la influencia que las ideas que habían inspirado la revolución soviética
ejercían sobre los diversos grupos y movimientos que todo el mundo las tomaban
como modelo en sus luchas.
El enemigo que se pasó entonces a combatir con
el nombre de comunismo no era el estado soviético, ni siquiera los partidos
comunistas de la Tercera Internacional, que hasta los años treinta no pasarían
de ser pequeños grupos sectarios de escasa influencia. El enemigo era inmenso,
indefinido y universal, nacido no de la observación de la realidad, sino de los
miedos obsesivos de los políticos que les hacían ver el comunismo detrás de
cualquier huelga o de cualquier protesta colectiva. Como, por ejemplo, de una
huelga de los descargadores de los puertos de la costa del Pacífico de los Estados
Unidos que movió a Los Angeles Times a asegurar que aquello era "una
revuelta organizada por los comunistas para derribar el gobierno" y a
pedir, en consecuencia, la intervención del ejército para liquidarla. Ejemplos
como este se pueden multiplicar en los más diversos momentos y en los más
diversos escenarios.
Desde ese momento la lucha contra la revolución
comunista se transformó en un combate que nos afectaba y nos implicaba a todos.
La segunda república española, por ejemplo, que aparecía en 1931 en el
escenario internacional cuando en la mayor parte de Europa la inquietud social
se iba resolviendo con dictaduras de derecha, fue recibida con hostilidad por
los gobiernos de las grandes potencias. El embajador estadounidense en Madrid,
por ejemplo, informaba al departamento de Estado el 16 de abril de 1931, a los
dos días de la proclamación de la República, en los siguiente términos:
"el pueblo español, con su mentalidad del siglo XVII, cautivado por
falsedades comunistoides, ve de repente una tierra prometida que no existe.
Cuando les llegue la desilusión, se tumbarán ciegamente hacia lo que esté a su
alcance, y si la débil contención de este gobierno deja paso, la muy extendida
influencia bolchevique puede capturarlos ".
No
importaba que los mensajes posteriores revelaran que el embajador ignoraba
incluso quienes eran los dirigentes republicanos. En una semejanza del gobierno
que enviaba a Washington estos mismos días dice, por ejemplo, de Azaña:
"no encuentro ninguna referencia de parte de la embajada. El agregado
militar se refiere a él como un asociado a Alejandro Lerroux. Aparentemente un
"republicano radical". Lo ignoraba todo de los republicanos, pero el
de la "influencia bolchevique" sí lo tenía claro.
De nuevo en 1936, al producirse el levantamiento
militar en España, las potencias europeas optaron por dejar indefensa la
república española ante la intervención de alemanes e italianos con hombres,
armas y aviones, por temor a un contagio comunista que en 1936 no existía en
absoluto.
Mientras tanto el estado soviético, bajo la
dirección de Stalin, vivía con el miedo de ser agredido desde fuera y invertía
en armas para su defensa unos recursos que podían haber servido para mejorar
los niveles de vida de sus ciudadanos. Pero la peor de las consecuencias de
este gran temor fue que degenerara en un pánico obsesivo a las conspiraciones
interiores que creían que se estaban preparando para colaborar con algún ataque
desde el exterior destinado a acabar con el estado de la revolución. Un miedo
que fue responsable de las más de setecientas mil ejecuciones que se produjeron
en la Unión Soviética de 1936 a 1939. La orden 00447 de la NKVD, de 30 de julio
de 1937, "sobre la represión de antiguos kulaks, criminales y otros
elementos antisoviéticos" afectó sobre todo a ciudadanos ordinarios,
campesinos y trabajadores que no estaban implicados en ninguna conspiración, ni
eran una amenaza para el estado. Y aunque los sucesores de Stalin no volvieron
nunca a recurrir al terror en esta escala, conservaron siempre un miedo a la
disidencia que hizo muy difícil que toleraran la democracia interna.
Consiguieron así salvar el estado soviético,
pero fue a costa de renunciar a avanzar en la construcción de una sociedad
socialista. El programa que había nacido para eliminar la tiranía del estado
terminó construyendo un estado opresor.
A pesar de todo, fuera de la Unión Soviética, en
el resto el mundo, la ilusión generada por el proyecto leninista siguió
animando durante muchos años las luchas del otro "comunismo", y
obligó a los defensores del orden establecido a buscar nuevas formas de
combatirlo.
Terminada la segunda guerra mundial, la
coalición que encabezaban y dirigían los Estados Unidos organizó una lucha
sistemática contra el comunismo, tal como ellos la entendían, que abarcaba todo
lo que pudiera representar un obstáculo al pleno desarrollo de la "libre
empresa" capitalista , preferiblemente estadounidense.
La campaña tenía ahora una doble vertiente. Por un lado
mantenía una ficción, la de la guerra fría, que se presentaba como la defensa
del "mundo libre", integrado en buena medida por dictaduras, contra
una agresión de la Unión Soviética, que se presentaba como inevitable. Todo era
mentira; lo era que los soviéticos hubieran pensado en una guerra de conquista
mundial, ya que desde Lenin acá tenían muy claro que la revolución no se podía
hacer más que desde el interior de los mismos países. Como también era mentira
que los estadounidenses se prepararan para destruir la Unión Soviética
preventivamente. Pero estas dos mentiras convenían a los estadounidenses para
mantener disciplinados sus aliados, la primera, y atemorizados y ocupados los
soviéticos en preparar su defensa, la segunda.
"Lo peor que nos podría pasar en una guerra
global, decía Eisenhower en privado, sería ganarla. ¿Qué haríamos con Rusia si
ganábamos?" Y Ronald Reagan se sorprendió en 1983 cuando supo que los
rusos temían realmente que los fueran a atacar por sorpresa y escribió en su
diario: "Les deberíamos decir que aquí no hay nadie que tenga intención de
hacerlo. ¿Qué demonios tienen que los demás pudiéramos desear?". Se
sorprendía que no hubieran descubierto el engaño, como lo hicieron, demasiado
tarde, en 1986, cuando Gorbachov decidió abandonar la carrera de los armamentos
porque, decía, "nadie nos atacará aunque nos desarmemos
completamente".
La finalidad real de la segunda vertiente de
estos proyecto, que se presentaba como una cruzada global contra el comunismo,
era luchar contra la extensión de las ideas que pudieran oponerse al desarrollo
del capitalismo. El objetivo no era defender la democracia, sino la libre
empresa: Mossadeq no fue derribado en Irán porque pusiera en peligro la democracia,
sino porque convenía a las compañías petroleras; Lumumba no fue asesinado para
proteger la libertad de los congoleños, sino la de las compañías que explotaban
las minas de uranio de Katanga, de donde había salido el mineral con el que se
elaboró la bomba de Hiroshima.
Y cuando el combate no se hacía para defender
unos intereses puntuales y concretos, sino en términos generales para salvar la
libertad de la empresa, los resultados todavía podían ser más nefastos. Uno de
los peores crímenes del siglo fue el que llevó a matar tres millones doscientos
mil campesinos vietnamitas argumentando que se disponían a iniciar la conquista
de Asia. No se fue a Vietnam a defender la democracia, porque lo que había en
Vietnam del sur era una dictadura militar.
La mentira fundacional de aquella guerra la
denunció crudamente John Laurence, que fue corresponsal de la CBS en Vietnam
entre 1965 y 1970, con estas palabras: "Hemos estado matando gente durante
cinco años sin otro resultado que favorecer a un grupo de generales vietnamitas
ladrones que se han hecho ricos con nuestro dinero. Esto es lo que hemos hecho
realmente. ¿La amenaza comunista? ¡Y una puñeta! (...) Nos hemos metido tan a
fondo que no podíamos salir, porque parecería que habíamos perdido. Es una locura.
No ganaremos, eso lo sabe todo el mundo. Pero no lo admitiremos y volveremos a
casa, seguiremos matando a la gente, miles y miles de personas, incluyendo a
los nuestros".
Por eso resultan tan reveladoras de la confusa
naturaleza de la lucha anticomunista las palabras que pronunció Obama
recientemente, glorificando los hombres que fueron a Vietnam, según él:
"avanzando por junglas y arrozales, entre el calor y las lluvias, luchando
heroicamente para proteger los ideales que reverenciamos como americanos".
¿Cuáles eran esos ideales?
No había tampoco ninguna conjura comunista en
los países de América Central que fueron devastados por las guerras sucias de
la CIA. Lo reconoció el Senado de los Estados Unidos en 1995 cuando denunció
que los supuestos subversivos que habían sido asesinados allí eran en realidad
"organizadores sindicales, activistas de los derechos humanos,
periodistas, abogados y profesores, la mayoría de los cuales estaban ligados a
actividades que serían legales en cualquier país democrático ". Una guerra
sucia que continúa aún hoy, cuando en Honduras las bandas organizadas por el
gobierno y por las empresas internacionales interesadas en la explotación de
sus recursos naturales siguen matando, con la tolerancia y protección de los
Estados Unidos, dirigentes campesinos que defienden la propiedad colectiva de
las tierras y las aguas: como Berta Cáceres, asesinada el 3 de marzo de este
año, por instigación de la empresa holandesa que patrocina el proyecto de Agua
Zarca, o como José Ángel Flores, presidente del Movimiento Unificado de
Campesinos del Aguán, asesinado el 18 de octubre de 2016.
El silencio ante la brutalidad de todas estas
guerras lo denunció Harold Pinter en el discurso de aceptación del Premio Nobel
de Literatura, en 2005, cuando sostenía que Estados Unidos, implicados en una
campaña por el poder mundial, habían conseguido enmascarar sus crímenes ,
presentándose como "una fuerza para el bien mundial".
Mientras Estados Unidos defendían la libre
empresa, y mientras los países del "socialismo realmente existente"
fracasaban en estos años de la posguerra en el intento de construir una
sociedad mejor, fue el otro "comunismo" en su conjunto, en la difusa
y vaga acepción que habían creado los miedos de sus enemigos, lo que consiguió
un triunfo a escala global del que nos hemos beneficiado todos.
Y es que el miedo que generaba este comunismo
global, no por su fuerza militar, sino por su capacidad de inspirar a todo el
mundo las luchas contra los abusos del capitalismo, combinada con la evidencia
de que la represión no era suficiente para detenerlo, forzaron a los gobiernos
de occidente a poner en marcha unos proyectos reformistas que prometían
alcanzar los objetivos de mejora social sin recurrir a la violencia
revolucionaria. Es este miedo a la que debemos las tres décadas felices de
después de la segunda guerra mundial con el desarrollo del estado del bienestar
y con el logro de niveles de igualdad en el reparto de los beneficios de la
producción entre empresarios y trabajadores como nunca se habían alcanzado
antes.
El problema fue que cuando el "socialismo
realmente existente" mostró sus límites como proyecto revolucionario, a
partir de 1968, cuando en París renunció a implicarse en los combates en la
calle, y cuando en Praga aplastó las posibilidades de desarrollar un socialismo
con rostro humano, los comunistas perdieron esa gran fuerza que Karl Kraus
valoraba por encima de todo cuando decía "que Dios nos conserve para
siempre el comunismo, porque esta chusma -la de los capitalistas- no se vuelva
aún más desvergonzada ( ...) y porque, al menos, cuando se acuesten tengan
pesadillas".
Desde mediados de los años setenta del siglo
pasado esta chusma duerme tranquila por las noches sin temer que sus
privilegios estén amenazados por la revolución. Y ha sido justamente eso lo que
les ha animado a recuperar gradualmente, no sólo las concesiones que habían
hecho en los años de la guerra fría, sino incluso buena parte de las que se
habían ganado antes, en un siglo y medio de luchas obreras. El resultado ha
sido este mundo en que vivimos hoy, en que la desigualdad crece de manera
imparable, con el estancamiento económico como daño colateral.
En estos momentos en que se aproxima el
centenario de la revolución de 1917, volveremos a oír repetidas las
descalificaciones habituales sobre aquellos hechos. Unas condenas que a algunos
les parecen más necesarias que nunca en unos momento en que, según un informe
de 17 de octubre de 2016 de la Victims of Communism Memorial Foundation no solo
resulta que los jóvenes estadounidenses de 16 a 20 años, los
"millennials", lo ignoran todo sobre aquella historia, sino que, y
esto es más alarmante, casi la mitad se declaran dispuestos a votar a un
socialista, y un 21 por ciento hasta a un comunista; la mitad piensan que
"el sistema económico les es contrario" y un 40 por ciento querrían
un cambio total que asegurara que los que ganan más pagaran de acuerdo con su
riqueza. Todo lo cual lleva a la fundación a reclamar desesperadamente a que se
enseñe a los jóvenes la siniestra historia "del sistema colectivista".
Yo pienso que nosotros necesitamos otro tipo de
conmemoración, que nos permita, por un lado, recuperar la historia de aquella
gran esperanza frustrada en su dimensión más global, que encierra también
nuestras luchas sociales.
Pero que nos lleve a más, por otra parte, a
reflexionar sobre algunas lecciones que los hechos de 1917 pueden ofrecernos en
relación con nuestros problemas del presente. Porque resulta interesante
comprobar que cuando un estudioso del capitalismo global contemporáneo como
William Robinson se refiere a la crisis actual llega por su cuenta a unas
conclusiones con las que habría estado de acuerdo Lenin: que la reforma no es
suficiente -que la vieja vía de la socialdemocracia está agotada- y que uno de
los obstáculos que hay que superar es justamente el del poder de unos estados
que están hoy al servicio exclusivo de los intereses empresariales. Para acabar
concluyendo que la sola alternativa posible al capitalismo global de nuestro
tiempo es un proyecto popular transnacional, que va a ser el equivalente de la
revolución socialista mundial que invocaba Lenin en abril de 1917 cuando bajó
del tren en la estación de Finlandia.
Las fuerzas que deberían construir este proyecto
popular serán seguramente muy diferentes de los partidos tradicionales del
pasado. Serán fuerzas como las que hoy surgen de abajo, de las experiencias
cotidianas de los hombres y las mujeres. Del tipo de las que se están
constituyendo a partir de las luchas de los trabajadores de Sudáfrica o los
indígenas de Perú contra las grandes compañías mineras internacionales, de las
de los zapatistas que reivindican una rebeldía "desde abajo y a la
izquierda" , de los guerrilleros kurdos de Kurdistán sirio que quieren
construir una democracia sin estado, los maestros mexicanos que se manifiestan
en defensa de la educación pública, los campesinos de muchos países que no
militan en partidos, sino en asociaciones locales como el Movimiento Unificado
de campesinos del Aguán, que presidía José Ángel Flores: unas asociaciones que
se integran en otros de nivel estatal, como el Consejo de Organizaciones
Populares e Indígenas de Honduras, que dirigía Berta Cáceres, que a su vez lo
hacen en una gran entidad transnacional como es Vía Campesina. Estas fuerzas no
representan todavía, ni solas ni todas sumadas, una amenaza para el orden
establecido, pero anuncian las posibilidades futuras de un gran despertar
colectivo.
El camino que tienen por delante, si quieren
escapar de este futuro de desigualdad y empobrecimiento que nos amenaza a
todos, es bastante complicado. El fracaso de la experiencia de 1917 muestra que
las dificultades son muy grandes; pero pienso que nos ha enseñado también que,
a pesar de todo, había que probarlo y que intentarlo de nuevo quizás valdrá la
pena.
Traducción para Sin Permiso: Daniel Raventós
Josep Fontana
miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso, es
catedrático emérito de Historia de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.
Fuente: Sin Permiso