Cuando la impotencia no te deja pensar, cuando
la rabia no te deja escribir, cuando el dolor no te deja llorar, las fotos se
vuelven gritos, ante los dedos estúpidos que balbucean unas líneas, mientras
los ojos escupen sobre el teclado. ¿Saben cuántos años tiene, Ezequiel
Villanueva Moya? No hay razones, ni a derecha, ni a izquierda, ¡15 años tiene,
cagones de mierda!
Atrevido, tuvo el tremendo tupé de salir la
noche del sábado para visitar a su abuela Beti, que también vive en la Villa
21. De regreso, lo paró la Policía Federal para revisarlo y, aprovechando que
justo lo saludaba su amigo Iván Navarro, los denigraron un rato a los dos,
entre amenazas y chicanas sobre el supuesto origen espurio de sus prendas. “Yo
me acerqué para darle un abrazo a Eze y un oficial, así, de la nada,
directamente vino y me pegó una trompada”.
Negativa la requisa, los dejaron ir, pero apenas
30 pasos, donde volvieron a ser interceptados por tres móviles de Prefectura,
con cuatro uniformados cada uno. “Nos tiraron adentro de un coche y nos
llevaron hasta la garita de Osvaldo Cruz e Iguazú”. ¿Para qué? “Para cagarnos a
palos”. ¿Y los largaron? “No, nos subieron a otro auto, pero primero nos
taparon la cabeza y nos obligaron a sentarnos uno encima del otro”. De ahí, se
los llevaron hasta un descampado lindero al Riachuelo, detrás de una fábrica,
sobre el Camino de Sirga. “Cuando ya había unos 10 prefectos, uno dijo que nos
iban a matar, porque total nadie nos iba a reclamar”.
Trompadas en la cara y palazos en las piernas,
como tantas otras veces a tantos otros villeros, esta vez no fueron
suficientes. “Nos obligaron a tirarnos al piso y hacer flexiones de brazos,
hasta que uno le saltó sobre la espalda a Ezequiel y otro me preguntó a mí
dónde quería el tiro”. Pero no, todavía no termina. “Alterados, como sacados,
nos esposaron a un caño y dispararon varios tiros al aire, mientras nos
quitaban las camperas que supuestamente habíamos robado”. Pero no, robar,
robaron ellos, “que se reían cuando nos ponían un cuchillo en el cuello y nos
decían que también les parecían lindas nuestras zapatillas, nuestras cadenitas…
Nos sacaron todo”. Justo ahí, a pocas cuadras de la Parroquia Caacupé, uno de
los prefectos puso su arma en la nuca de Iván, para obligarlo a rezar. “Dale,
un Padre Nuestro para que no te mate, dale”. Y al final, cuando por fin
accedieron a soltarles las manos, los encañonaron por la espalda, con una
escopeta: “Corran bien rápido, o van a ser boleta”.
Corrieron, corrieron a sus casas, corrieron a
nuestra redacción, corrieron a la Procuraduría contra la Violencia
Institucional y ayer se presentaron en la fiscalía de Pompeya, para prestar
declaración. ¿Y adivinen qué? Sí, estaba ahí, uno de ellos estaba ahí, el
prefecto Leandro Adolfo Antúnez estaba ahí. Lo vieron, lo señalaron y lo
denunciaron. Acto seguido, el fiscal Marcelo Munilla Lacasa pidió la orden de
detención y la remoción de los agentes que integraban el móvil. Pero ahora,
nuestros compañeros tienen miedo. Sus familias tienen miedo. Nosotros tenemos
miedo.
Basta de silencio y basta de impunidad: