Por Teodoro Boot
El Triunvirato de la CGT convocó a un acto que
no sería acto, porque un acto requiere de un lugar central, y, por definición,
un lugar central no puede estar a un costado. Y a una marcha que no podía ser
marcha: cuando se marcha se lo hace desde un lugar hacia otro, y no a la
bartola. Los diferentes puntos de concentración, el inusitado número de
manifestantes no organizados, que parecían brotar de bajo tierra, y el errático deambular de las columnas
hacia un lugar imposible, elegido y erigido con esmero para reducir la importancia
del acto/marcha/puesta en escena (táchese lo que no corresponda) e impedir el
paso hacia la Plaza de Mayo, espacio de protesta por excelencia inscrito en el
ADN de los argentinos, no podía terminar bien.
Las dificultades propiciadas por los propios
organizadores y el insólito adelantamiento de los horarios prefijados, la
precipitación de los discursos –como pa´zafar, diríase en el barrio–, lejos de
mitigar acentuaron el descontento de una multitud pocas veces vista. El
triunvirato, que pretendía un acto acotado, numeroso, ma non troppo, como para,
a falta de mejores iniciativas, cumplir con un rito y meter un poquito de
bulla, se encontró con una amarga realidad: debía satisfacer con las manos
vacías la exigencia de una multitud cada vez más furiosa con el gobierno,
frustrada por la imposibilidad de defenderse, inerme y decepcionada por la
parálisis de sus dirigentes.
Porque todo lo que el triunvirato tenía para ofrecer y finalmente ofreció fue lo que ya el congreso de agosto de 2016 había resuelto: un paro general cuya fecha de realización sería resuelta por el secretariado cegetista. Convocar un acto para decir lo mismo seis después es de un grado de estupidez difícil de concebir.
Porque todo lo que el triunvirato tenía para ofrecer y finalmente ofreció fue lo que ya el congreso de agosto de 2016 había resuelto: un paro general cuya fecha de realización sería resuelta por el secretariado cegetista. Convocar un acto para decir lo mismo seis después es de un grado de estupidez difícil de concebir.
Veterano dirigente del sindicalismo combativo,
Juan Carlos Schmid (foto de Salvador Hamoui) lo sabe: el triunvirato de la CGT
se acaba de suicidar. Víctima de sus contradicciones, sí, pero también de sus
vacilaciones, confusión, falta de sensibilidad y equivocada lectura de la
realidad.
Que el triunvirato tiene contradicciones no está
en discusión: de no tenerlas, no sería un triunvirato. Y tampoco está en
discusión que la suma de esos tres sectores ya no aspira a expresar a todo el
movimiento obrero sino que a estas alturas no representa ni siquiera a una
porción significativa de los gremios nucleados en la CGT.
El triunvirato ha ido “evolucionando” de alianza
circunstancial para conseguir una necesaria (aunque limitada) unidad sindical,
a ser una patética suma de tres imposibilidades.
Cualquier sindicalista sabe que toda negociación
empieza con un cross a la mandíbula o mejor, y si es posible, con una patada en
los huevos. De otro modo, ¿por qué una patronal, un gobierno, un poder
económico, aceptaría sentarse a negociar?
Sin embargo, avezados dirigentes –al menos uno,
de gran trayectoria, como Juan Carlos Schmid– se ubican ante esa hipotética
negociación con la cabeza gacha y la gorra en las manos.
No se trata aquí de que el triunvirato abreve en
una de las dos tradicionales tendencias del movimiento obrero, la que evita
confrontar y pretende, mediante el dialoguismo y la participación, obtener
algunas ventajas y mejoras, ya para la clase, ya para los gremios, ya para los
dirigentes. Es algo peor, excepto, tal vez, en el caso de Carlos Acuña,
adscrito al siempre rumboso barrionuevismo que ya hace mucho ha convertido la
actividad gremial un lucrativo emprendimiento comercial.
El problema de Héctor Dáer es la vacilación,
fruto de un dilema que no acierta a resolver: su doble pertenencia. Por un
lado, a un movimiento obrero que, para sobrevivir, necesita confrontar con un
gobierno cuyo principal propósito es quebrar al sindicalismo y llevar la baja
de salarios y la flexibilidad laboral a las peores épocas de la revolución industrial,
cuando los activistas gremiales eran ejecutados por reclamar las 8 horas de
trabajo. Por otro lado, su pertenencia al Frente Renovador, que de buenas a
primera se ha encontrado con el peor de los escenarios: la desaparición de un
espacio político intermedio entre el oficialismo y la oposición peronista,
crecientemente expresada por Cristina Fernández debido a una de las cualidades
que adornaban al General: una capacidad de convocatoria electoral superior a la
de cualquier otro de sus eventuales competidores internos y aun superior a la
de todos ellos juntos. Para mayor angustia del massismo y tal como le ocurría a
Perón, el tiempo corre a favor de Cristina Fernández por eso de que “después de
mí vendrán los que bueno me harán”. Ni aun con la ayuda de sus colaboradores
inmediatos es probable que Cristina reduzca su piso electoral y, gracias a las
barrabasadas del macrismo, es posible que se reduzca su imagen negativa.
Este es un escenario muy difícil para Sergio
Massa, pero Héctor Dáer conserva una aceptable capacidad de maniobra. Al igual
que gran parte de los integrantes del Frente Renovador y aun que los réprobos
del Bloque Justicialista de Diputados, Daer tiene en sus manos el regreso al
redil si acaso fracasaran los esfuerzos de Massa por convertirse en
alternativa. Siempre y cuando lo haga a tiempo.
El timming, condición de la política en
cualquiera de sus manifestaciones, nace del instinto y la sensibilidad. Ese
instinto y esa sensibilidad que –al menos en el transcurso de un acto, en el
que para agravar las cosas, incurrió en un notorio lapsus– Daer mostró no
tener.
Pero el dirigente de Sanidad aun conserva alguna
carta en el mazo.
Distinto es el caso de Juan Carlos Schmid, que
parece haber perdido el rumbo y se reveló incapaz de captar la situación al
vuelo y darla vuelta mediante un golpe de audacia. ¿Alguien duda de que, de
estar en su lugar, Hugo Moyano o Saúl Ubaldini hubieran improvisado una fecha
de paro para anunciar a la multitud? Total, siempre hay tiempo de rever una
medida inconsulta o de sacarle el mayor provecho.
El triunvirato, y en particular Juan Carlos
Schmid, desaprovecharon una oportunidad que se les ofrecía en bandeja, la de
plantarse frente al gobierno con el que aspiran a negociar y acordar,
encaramados en una rugiente multitud.
¿Por qué? ¿Qué le pasa al señor Schmid?
Es difícil creer que un dirigente de su
capacidad e historia piense realmente que es posible algún acuerdo con un
gobierno de la catadura del de Mauricio Macri. Hay que ser tonto, o lo
suficientemente venal o estar moral y espiritualmente quebrado para creer en
semejante posibilidad. Schmid, tanto como su mentor Hugo Moyano y los vástagos
de este, saben perfectamente que tienen tantas chances de alterar por las
buenas el rumbo de este gobierno como de llegar a la luna en bicicleta, pero
todos, en especial el señor Schmid, se encuentran atrapados en un dilema aun
más irresoluble que el de Héctor Daer: todo lo que Schmid y los Moyano hacen y
dejan de hacer está signado por el temor a beneficiar las posibilidades de
Cristina Fernández.
Como ya se ha dicho, Schmid ha coleccionado un
auténtico memorial de agravios, y muy probablemente su odio a Cristina
Fernández en particular y al autodenominado “kirchnerismo” en general, esté, al
menos parcialmente, justificado. Pero cuando son el rencor, el resentimiento y
el ánimo de venganza, y no el interés de los representados y nuestra propia
concepción del mundo, los que guían nuestros actos, el resultado no sólo es la
confusión, la pérdida del sentido de la realidad y la derrota, sino también el
encanallecimiento, la decadencia y la decrepitud moral.
Le guste o no, el señor Schmid y a tantos
dirigentes y activistas justa o injustamente resentidos, deberían entender que
Cristina Fernández es un “dato” insoslayable de la realidad. Transitar política
o gremialmente los años que se avecinan ignorando a Cristina Fernández o
cuidándose más que nada de no favorecerla, es equivalente a pretender cruzar la
cordillera de los Andes munido de una escafandra y patas de rana.
Tal vez una consulta a tiempo con un psicólogo
sea lo más recomendable.
Fuente: Gentileza de Teodoro Boot.